
No quiero ahumar la casa así que me salgo
al trastero y me siento sobre una garrafa de gasolina a degustar el momento.
Quizás no sea el mejor sitio para fumar, posiblemente estaría más a gusto de
sobremesa en casa de unos amigos hablando de los papeles de Panamá, del ministro Soria e
incluso de mi repudiado Josemari, pero no es el caso. Estoy solo, con Ramón, Romeo y la cortina de agua que difumina la vista del pueblo. Apenas alcanzo a
ver la iglesia con las palomas que se refugian en su campanario. Hace mucho que
no suenan las campanas porque la iglesia está casi en desuso, es decir sin
cura: mejor. Esto sí que es el bienestar, el único ruido es el del agua
rebotando contra las tejas, el único ser vivo que alcanzo a ver es el perro del
pastor dando vueltas sobre sí mismo porque es lo único que sabe hacer. El
pobrecillo pasó sus dos primeros años de vida atado a una soga dando vueltas en
su mundo de tres metros de diámetro y ahora, libre, sigue dando las mismas
vueltas, ya sin cuerda, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Su
dueño lo ha dejado mojándose en la puerta de la casa porque dentro están
cocinando un cabrito. Lo sé porque sale humo de la chimenea y porque me han contado
que han hecho un invento para asar el cabrito con un motor de parabrisas y el
engranaje de un embrague de coche que hace girar al animalillo (me refiero al
cabrito, no al perro). Los dos dan
vueltas y mi cabeza también, con el vino y con el puro. Trato de hacer figuras
con el humo, pero no sé y además los goterones que caen del tejado se encargan
de disolver las ánimas. Me empieza a llegar la musa creativa y el cuerpo me
pide coger el spray de mi hijo Lucio y terminar de pintar su cabaña, pero soy
consciente de que se va a enfadar si lo hago y por otro lado, dudo mucho que la
pintura agarre con tanta lluvia, seguro que se corre y eso siempre es una
guarrada. Además me da miedo meterme ahora bajo los palos y cañizos del
cobertizo por si me encuentro algún animal escondido del chaparrón. Imagino una
enorme boa constrictor que me aprieta el cuello hasta asfixiarme. No estoy
majara, es que llevo toda la semana ayudando al enano en su trabajo de “saiens”
que es como se llaman ahora las ciencias naturales. Su educación es lo primero
y me preocupa que mi música no sea la más adecuada para ellos porque hoy, que
ha cumplido diez años, se ha levantado cantando “hay días que me despierto con
un orgasmo…” El puro se acaba, ¡qué rabia!, el vino ya pasó a mejor vida y además
está dejando de llover. El otro día escuché en la radio a un investigador que
reconocía que el problema de las enfermedades mentales es que todavía no
tenemos nadie ni idea de cómo funciona el cerebro. Desde luego.