Me apetecía escribir, me gusta, pero no
siempre tienes la inspiración y cuando llegan las musas no siempre estás
sentado delante del ordenador. Ya sé que Picasso y mi padre y todos los
creadores siempre han dicho que la inspiración tiene que pillarte en el
estudio, trabajando. No es mi caso, ni tengo estudio, ni musa, ni mucho menos
ganas de trabajar. También dicen los grandes escritores que la noche es un buen
aliado porque aparece esa magia difusa que enloquece las ideas y da rienda
suelta a la imaginación, pero es de día, son las cuatro de la tarde y acabo de
quedarme solo tras la desbandada familiar después de una suculenta lasaña.
También he oído a muchos escritores reconocer que el vino es otro cómplice de
la creatividad; esa sí que se la doy. A escondidas, sin que me vea el
cardiólogo, me sirvo un buen vaso de Ramón Bilbao, gran vino vasco ¿no? Y me
enciendo el puro Romeo y Julieta (qué estupido nombre para un puro) de los sábados. En mi historial clínico dice que soy fumador,
pero es una garrafal mentira porque nunca he fumado y ni siquiera sé tragarme
el humo. Mi único pecado es ese habano de los sábados, sin tragarme el humo y
alternando caladas con sorbitos de vino y con intensas conversaciones con los
amigos. Hoy, sin embargo, estoy solo, con los chicos desperdigados por el
pueblo y los amigos escondidos del aguacero primaveral que empapa el campo y
las calles. La lluvia de primavera es un fenómeno que me atrae como pocos,
quizás por su aspecto positivo: es buena para el campo, limpia el aire y hace
crecer la vegetación. Miro fijamente las plantas, los arbustos y el musgo para
ver si consigo verlos crecer. Na de na.
No quiero ahumar la casa así que me salgo
al trastero y me siento sobre una garrafa de gasolina a degustar el momento.
Quizás no sea el mejor sitio para fumar, posiblemente estaría más a gusto de
sobremesa en casa de unos amigos hablando de los papeles de Panamá, del ministro Soria e
incluso de mi repudiado Josemari, pero no es el caso. Estoy solo, con Ramón, Romeo y la cortina de agua que difumina la vista del pueblo. Apenas alcanzo a
ver la iglesia con las palomas que se refugian en su campanario. Hace mucho que
no suenan las campanas porque la iglesia está casi en desuso, es decir sin
cura: mejor. Esto sí que es el bienestar, el único ruido es el del agua
rebotando contra las tejas, el único ser vivo que alcanzo a ver es el perro del
pastor dando vueltas sobre sí mismo porque es lo único que sabe hacer. El
pobrecillo pasó sus dos primeros años de vida atado a una soga dando vueltas en
su mundo de tres metros de diámetro y ahora, libre, sigue dando las mismas
vueltas, ya sin cuerda, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Su
dueño lo ha dejado mojándose en la puerta de la casa porque dentro están
cocinando un cabrito. Lo sé porque sale humo de la chimenea y porque me han contado
que han hecho un invento para asar el cabrito con un motor de parabrisas y el
engranaje de un embrague de coche que hace girar al animalillo (me refiero al
cabrito, no al perro). Los dos dan
vueltas y mi cabeza también, con el vino y con el puro. Trato de hacer figuras
con el humo, pero no sé y además los goterones que caen del tejado se encargan
de disolver las ánimas. Me empieza a llegar la musa creativa y el cuerpo me
pide coger el spray de mi hijo Lucio y terminar de pintar su cabaña, pero soy
consciente de que se va a enfadar si lo hago y por otro lado, dudo mucho que la
pintura agarre con tanta lluvia, seguro que se corre y eso siempre es una
guarrada. Además me da miedo meterme ahora bajo los palos y cañizos del
cobertizo por si me encuentro algún animal escondido del chaparrón. Imagino una
enorme boa constrictor que me aprieta el cuello hasta asfixiarme. No estoy
majara, es que llevo toda la semana ayudando al enano en su trabajo de “saiens”
que es como se llaman ahora las ciencias naturales. Su educación es lo primero
y me preocupa que mi música no sea la más adecuada para ellos porque hoy, que
ha cumplido diez años, se ha levantado cantando “hay días que me despierto con
un orgasmo…” El puro se acaba, ¡qué rabia!, el vino ya pasó a mejor vida y además
está dejando de llover. El otro día escuché en la radio a un investigador que
reconocía que el problema de las enfermedades mentales es que todavía no
tenemos nadie ni idea de cómo funciona el cerebro. Desde luego.