miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA PANTERA

Todos los expertos en trastornos del sueño recomiendan desconectar de la realidad y sobre todo del trabajo con un margen de casi dos horas antes de irte a dormir. Por eso, siempre que puedo y aguanto la tentación, intento no leer el correo electrónico justo antes de acostarme porque con cierta asiduidad se cumple la máxima de "hoy puede ser un buen día, seguro que llega un gilipollas y se lo carga". Otra sabia costumbre que no me canso de aconsejar a quienes me rodean es la de no dejar los cabreos por escrito, son mucho más fríos, mas tensos y quedan ahí impresos en el papel o la pantalla para ser reinterpretados y recordados en cualquier momento.
Sin embargo ayer, después de cenar y con bastante sueño acumulado cometí el doble error. Abrí el mail, me encontré al gilipollas que venía a joder el día y todo bravucón me lancé a contestarle con la bilis asomándome entre los dientes. El asunto laboral en cuestión es lo de menos, el destinatario importa un bledo y la importancia del asunto, insignificante. Sin embargo, el resultado fue el que todos esos narcolépticos expertos predicen y ni el mismísimo Freud sería capaz de descifrar.
Fue clicar en "enviar", tomarme la pastilla del colesterol, mear y zambullirme en una nochecita, como dicen mis hijos, épica.
Nos adentrábamos en una profunda cueva, alguien y yo, no consigo recordar (y me jode) quién era mi acompañante en esta experiencia nocturna que como todo gran peli supongo que estará basada en hechos reales. El caso es que huíamos de algo, tratábamos de escondernos y por eso llegamos a la cueva. Yo, como no podía ser de otra forma, llevaba un bebé en brazos. Mi acompañante, creo que varón, se adelantó unos metros y regresó gritando porque había visto una pantera en un lateral de la cueva. Me costó verla, pero allí estaba rugiendo encaramada sobre una cornisa. Salimos por piernas por otra salida de la cueva que, para nuestra desgracia, desembocaba en un lago y fue cuando la pantera decidió atacar, nos persiguió y dio un gran salto para intentar capturarnos. En ese momento salté al agua y me sumergí convencido de que la pantera, como buen felino huiría del agua, pero no, se tiró y nadaba con solvencia. Yo sujetaba al bebe en mis brazos y cada veinte o treinta segundos salía a la superficie para tomar aire esquivando los zarpazos de nuestra enemiga. Cada vez era más agotador mantenerse a flote y oía en la profundidad como el bebe tragaba agua intentando respirar. Tras varios forcejeos con la pantera y sin soltar nunca al bebé, salimos a la pedregosa playa del lago donde en un despiste ataqué por la espalda a la pantera, la sujeté como buen judoka y con ese cuchillo jamonero que uno suele llevar en el bolsillo trasero del pantalón, me dispuse a degollarla deslizando la cuchilla sobre su cuello, pero ni el cuchillo estaba bien afilado ni yo tenía fuerza moral para matar al animalillo. Entonces me desperté.
Voy a ver si me han contestado mi mail-bomba...

lunes, 11 de diciembre de 2017

BAJADA AL INFIERNO

Llegas a la agradable chocita que has alquilado para el puente, compruebas que se trata del ático del edificio más alto de Málaga y que la entrada del parking es tan estrecha como te había avisado la propietaria. Llevas seis horas de coche, estás deseando deshacerte de él por un par de días y nunca ha habido aparcamiento que se te resista. La chica vuelve a avisar de la estrechez de la rampa, el piloto, sobrado, se baja y asiente con seguridad: "¡Esto está chupado!" Empiezas a descender hacia el infierno y la maldita rampa se va estrechando centímetro a centímetro a la vez que su curva va cerrándose paulatinamente y la pendiente aumentando. Primeras conclusiones: El arquitecto se basó en la concha de un caracol para diseñar el parking y su coche era un Smart.
Con los testículos empezando a golpear contra las amígdalas sigues bajando el furgón hacia el hormiguero. Antes de llegar al primer sótano ya has rozado todo el paragolpes delantero, pero tienes la satisfacción de haber salvado la primera duna. En ese momento te informan que tu plaza de garaje está en la última planta; segunda conclusión: ¿Por qué narices el aparcamiento del piso más alto tiene que estar en el sótano más bajo?
Llega la segunda rampa, las piernas tiemblan, el túnel está oscuro con todo lo que eso significa. Te pegas a la pared exterior, vuelves a rozarla y poco a poco se te va acercando amenazante una gigantesca columna de hormigón. Con la arrogancia digna de todo trozo de cemento capaz de sujetar 13 pisos encima, golpea con fuerza sobre la aleta trasera. En ese momento la anfitriona, que intenta ayudarte y salvar su morada, grita ¡cuidado! y te recomienda que des marcha atrás. Lo intentas, pero la columna parece de velcro y las ruedas empiezan a patinar. Tercera conclusión: No vuelvas a comprarte un coche con tracción trasera.
Empiezas a necesitar un retrete, la situación es dantesca, para atrás no subes, así que solo queda una opción, acelerar fuerte dejar que el coche se encoja ante la columna y seguir bajando. El sistema es el mismo que cuando se te atasca un trozo de pollo en la garganta y lo empujas con agua hasta que hace ¡Glup! y sigue hacia abajo con gran dolor. Agradecedme que haya puesto de ejemplo un orificio corporal de entrada y no uno de salida... El efecto es similar.
Al borde de la crisis nerviosa afrontas la última rampa, ya sin ninguna esperanza; directamente arrastras el paragolpes por la pared y ni miras al retrovisor para no sufrir cuando la puta columna vuelva a impactar sobre el costado. Por fin llegas a la más humillante meta que tu carrera de "aparca" te haya deparado nunca. Hundido, saludas a Satanás y subes al ascensor con forzada sonrisa para no amargar las vacaciones a la familia, pero sabedor de que te has metido en un profundo lío.
A partir de ahí dos interminables días y sobre todo noches, dándole vueltas a la rampa, la columna, los cimientos del edificio, la chapa del coche y la madre que me parió.  ¿Cómo leches hago regresar al coche hasta la corteza terrestre? Por el día intentaba tirar de lógica y de frialdad resolutiva, pero nada me animaba a ser optimista y a pensar que hacia arriba la rampa iba a ser más ancha. El agobio crecía y crecía, pero no por el destrozo que podía provocar en el coche, que al fin y al cabo no iba a pasar de una buena receta de chapa y pintura, sino por las consecuencias de quedarme atascado en la rampa bloqueando el garaje de centenares de personas. Si el coche patinaba subiendo y se enganchaba en la columna, había muchas posibilidades de que se quedara cruzado y tuviera que esperar a los bomberos para que me sacaran de allí. De noche, somnolencia, angustia, claustrofobia y ansiedad se encargaron de atormentarme más. Pensaba en el portero gritándome, en los vecinos queriéndome linchar, en los mecánicos desmontando la furgo para subirla por piezas, en la factura de los bomberos, en la columna resquebrajándose y el edificio colapsando con mi familia dentro, pero lo peor de todo era reconocerme encerrado en el coche, atascado entre muros curvos y sin poder abrir ninguna puerta. Me venía a la cabeza la imagen de José Luis López Vázquez en "La cabina" y me entraba pánico.
El caso es que después de descubrir lo que es la ansiedad, llegó el momento, bajé con mi hijo mayor, forramos el coche con mantas para protegerlo de las columnas, metí ropa de abrigo y galletas dentro y con decisión y coraje salimos del agujero con unas cuantas heridas sangrantes más sobre la chapa. Tardamos media hora en subir tres pisos, pero la sensación de alivio fue tan grande que llegué a pensar que había merecido la pena, pero no, os juro que no, ¡Qué pesadilla!