


Están agotados después de casi tres semanas de viaje y, sobre todo, del madrugón y el estrés de despedida de Tokyo. Resumamos diciendo que ha sido muy heavy. Como si estuviera preparado por una agencia de viajes especializada en experiencias intensas, el destino ha querido que el último recuerdo que nos llevamos de este país sea el de la turba arrolladora persiguiéndonos en la hora punta. Cada uno arrastrando su inmensa y pesada maleta de ruedas, sudando la gota gorda porque son las siete pero ya hay treinta humedísimos grados, blasfemando en arameo porque las estaciones son un puto caos, muy difícil de interpretar y sin escaleras mecánicas en muchos andenes. Tenemos miedo de perder el avión, pero más aún la vida en uno de esos tsunamis de autómatas ejecutivos matutinos que andan a gran velocidad con el GPS mental programado en línea recta, haya lo que haya en su trayectoria. De cientos en cientos, de miles en miles. Intentamos ir en fila para no perdernos, pero como cuando alguien pisa una oruga, la hilera se deshace continuamente y la oruga madre tiene que buscar un remanso de agua calmada detrás de alguna columna para intentar recomponer la familia.

Al final alcanzamos nuestro andén y como somos parte del plan de evacuación del hormiguero, nos preparamos a subir al vagón que se detiene y que llega totalmente lleno. No cabe ni una persona, pero tú estás rodeado por una marabunta voraz que no va a esperar a otro tren. Te falta experiencia, pero rápidamente te enseñan el funcionamiento: el de detrás te mete el codo en los riñones, el siguiente hace una carga de rugby y todos gritan mientras empujan con fuerza; los de dentro, a la defensiva, también gritan y tú te sientes naranja a punto de ser exprimida. Lucito está a punto de llorar. Contenemos la respiración y la risa nerviosa durante las tres estaciones que dura el infierno, poco a poco la presión va disminuyendo e incluso encontramos algún asiento para sentarnos en este tren que poco a poco va dejando atrás Tokyo , con rumbo a Narita. Es lo que tiene Japón, que cuando te vas te enseña su lado arisco para que pierdas el sentimiento nostálgico del fin del viaje. Me acuerdo de Barry Sheene y siento unas irrefrenables ganas de reencontrarme con los 43 grados de Madrid y con los taxistas refunfuñando. Por nada del mundo me iría ahora ni a Ibiza, ni a Chicago.