lunes, 5 de septiembre de 2022

¡ERA MARHUENDA!

 El flequillo era elocuente. Ese zigzagueo cubriendo la mitad de la frente era, junto a los ojos pequeñajos, escondidos tras las gafas de pasta, y la diminuta boca, una de sus inequívocas señas de identidad. Todo ello estaba esparcido en una cara ancha, pálida y blandengue muy similar a la de su correligionario Jiménez Losantos. Todavía daría el pego en el cuerpo de un monaguillo siempre y cuando no emitiera sus habituales exabruptos y mientras no lo visualices a la derecha del “padre Inda”.  Su papel en esta casa era más indefinido; realmente no tenía una misión práctica específica, pero su presencia no pasaba desapercibida. Todos los invitados que se sentaban en el retrete se topaban con el tirabuzón y la mayoría salían del servicio con cara sonriente y haciendo la misma pregunta: ¿era Marhuenda, verdad?

Digo la mayoría porque los hombres que orinan de pie no solían verlo. Digo los que orinan de pie, porque no todos lo hacen, los niños y los borrachos además de decir la verdad, a veces orinan sentados. Ellos y los cansinos “apróstatas”. Los que además de orinar defecaban estaban irremediablemente condenados a verlo cara a cara, frente a frente, mirándote con esos ojillos de bonachón dibujados con meticulosidad en la amarilla celulosa. Digo los que además de orinar defecaban porque no resulta fácil hacer lo segundo sin lo primero.

Toda esta escatología forma parte del arte político. Entiendo que cuando Pedro Lefrere hizo su serie de retratos sobre rollos de papel amarillos, aunque de marca blanca, incluyendo imágenes de Putin, Rajoy, Otegui, Artur Mas, CR7, Espe o Maduro lo hacía con la maligna intención de sumergirlos en la más densa atmósfera escatológica, con sus olores, sus sonidos, sus sudores y sus alivios. No me hubiera hecho ni un pelín de ilusión recibir como regalo de Reyes un retrato de Marhuenda si no fuera por su ficha técnica: “retrato a bolígrafo negro sobre papel de baño”. Con la sagacidad que me caracteriza, entendí al momento el sentido pícaro del artista conceptual, como dando a entender: “toma, para que te limpies el culo…” y solté una carcajada. Después construí una caja de madera que está muy por encima de mi nivel medio de bricolaje, la cubrí con un trozo de metacrilato y la cerré con papel celo y mucho celo para que la obra de arte quedará protegida de posibles fluidos y de despistadas manos.

Durante meses pasaron por allí culos ilustres y otros con menos lustre. Artistas, comisarios, críticos, coleccionistas y algún que otro cura despistado. La asistenta fue aleccionada para evitar el más lógico de los accidentes. No hizo falta entrar en detalles porque está habituada a una casa en la que está la Reina Isabel con una fregona en un espejo, la familia real al completo en caricatura de cartón y todo tipo de obras que precisarían de sesuda explicación para que nuestros vecinos pudieran entenderlas. Marhuenda resistió como un jabato, soportó hedores, sostuvo miradas estreñidas y seguro que aguantó alguna que otra llovizna, pero estaba protegido por esa aureola física y psicológica que te otorga el hecho de haberte convertido en obra de arte o pieza, que es como se llaman ahora.

No fue suficiente, pasados un tiempo de risas y jugosos comentarios sobre la pieza, ocurrió lo que no podía ni debía ocurrir. Al terminar una de las animadas cenas con amigos nos percatamos de que la obra de Lefrere había sido mutilada, alguien había cortado el papel por encima de la nariz y se había limpiado el mismísimo. Digo el mismísimo a secas porque no sé qué complemento directo se limpió. Digo a secas porque el papel tiene pinta de ser bastante absorbente. No tenemos constancia de quién fue, aunque sí claras sospechas, porque el grupo de invitados no era demasiado grande. 

Por otro lado estamos seguros de que el/la responsable de este articidio lo hizo por despiste y sin ningún tipo de acritud hacia el bueno de Marhuenda ni mucho menos al pérfido de Lefrere. Además le estamos muy agradecidos porque desde que ocurrió ese incidente tenemos un tema de conversación recurrente y triunfador en todas las sobremesas. De hecho, estoy planteándome seguir los pasos de Juan Tallón en su “Obra Maestra” y novelar el incidente. Al fin y al cabo, Lefrere no tiene nada que envidiar de Richard Serra, ni nuestra casa del Reina Sofía. Y sin lugar a dudas, la obra se ha revalorizado con la anécdota, os avisaré cuando la subastemos.

miércoles, 23 de marzo de 2022

EL VIAJE DE MAX


Hace seis días conducía de madrugada por la insoportable gincana de las autopistas francesas. Martín vomitaba por tercera vez los restos del virus que nosotros mismos habíamos sufrido el día anterior y que nos había dejado vacíos. Fue la puntilla para el derrotismo, para el arrepentimiento total por haber embarcado a tanta gente en un proyecto inabarcable. Todo eran complicaciones, todo incertidumbres, todo se teñía de un cenicismo al que no ayudaban los consejos desinformados que pintaban un panorama tan negro como irreal. Quién me manda meterme en esto...

Ahora mismo acabo de dejar una toalla encima de la cama de Maxim para que mañana se dé una merecida ducha después de tantos días sin sentir eso que llaman el calor de un hogar. Yo también necesito reventar la cama porque han sido seis intensísimos días a una media de 1.200 km por jornada, pero soy incapaz de hacerlo sin escupir antes unos pocos sentimientos.                                      

Había pedido que no hiciéramos un circo de esto, que no abusáramos de las redes sociales y que respetáramos la dignidad de los refugiados. Pensaréis que por eso no he colgado ni una foto, pero el motivo real es que no he tenido ni un segundo para hacerlo. Ahora me siento en la obligación de hacerlo, primero como grito de desahogo, como muestra de solidaridad a quienes están sufriendo y como reconocimiento a tanta gente buena que se ha volcado con esta iniciativa. Si hay algo que daba fuerzas en el largo camino hacia Ucrania era mirar por el retrovisor y ver diez furgonetas y un autobús arrastrando la panza por las carreteras europeas para cumplir un objetivo común. Si cuando flaquearon las fuerzas seguimos adelante fue porque se había creado una imparable red de solidaridad con voluntarios dispuestos a vivir la dura experiencia, otros muchos a trabajar en la sombra desde Madrid y decenas de generosos donantes que sobrecargaron de ayuda las furgos y nos abrumaban con sus aportaciones. Uno de los más generosos nos regaló también un aforismo para enmarcar: "hay muchas maneras de ir, pero sobre todo hay muchas maneras de quedarse".

Llevo media hora en casa, pero todavía tenemos un autobús llegando con toda la expedición a Valencia y una furgoneta durmiendo en Alemania con cuatro ucranianas, un bebé y un gato. Y acabo de oír a Maxim roncando ya.

Cuando me preguntan el porqué de todo esto me gusta decir que por puro egoísmo, para no tener que pelearme con mi conciencia cuando me miro al espejo, para hacer algo más que criticar a los políticos o justificar mi inacción, para evitar el malestar que tantas otras veces me ha quedado en el duodeno por no haber movido un dedo. No, no pretendo dar lecciones a nadie. No somos ni héroes ni mejores que nadie, somos afortunados que optamos por salir alguna vez de nuestra bendita zona de confort.

Hace un mes no hubiera sabido decir dónde estaba Ucrania o pintar su mapa. Ahora, siete mil kilómetros después, hay algunas nociones que empiezan a ser familiares. Un aprendizaje forzado gracias al nivelazo de un equipo capaz de resolver cualquier imprevisto en un periquete. Tantos años de eventos y de Sahara también suman. Vamos a echar de menos el walkie entre las piernas, el teléfono ardiendo día y noche, el Waze corrigiendo al Maps, el McDonalds de gasolinera, la tía borde del peaje, ¡Doctor otra Biodramina!, los camiones alemanes, la agencia de viajes portátil, el traductor de ucraniano, me adelanto para un pis, los sacos de dormir, los pañales o los peluches. Nuestro fugaz paso por Przemysl o por Varsovia nos ha servido para entender un poquito, no la guerra, pero sí sus consecuencias. Quizás por eso comprendamos lo difícil que resulta esta misión, la desconfianza inicial de las familias que a las pocas horas se transforma en agradecida sonrisa cómplice. Quizás por eso Maxim tardó mucho en abrir la boca a pesar de ser el único que hablaba un fluido inglés. Su edad, 16 años, le había salvado por los pelos de tener que quedarse a pelear en una guerra innecesaria.

Todos hemos regresado con esas mismas sensaciones que han tenido los componentes del resto de caravanas: cansancio, emoción y orgullo. Hemos pasado por situaciones rocambolescas, hemos dormido en una misteriosa estación de esquí pegada a la frontera de Ucrania, nos hemos quedado encerrados de noche en la cocina de un hotel vacío, hemos tardado dos horas en hacer el check in en un albergue de Erasmus en la República Checa, nos hemos perdido, hemos roto un vehículo, hemos tenido algún susto en la carretera y lo hemos pasado muy bien, porque hasta en situaciones como estas, originadas por el drama, el humor es un bálsamo ineludible. Incluso Maxim se ríe cuando vacilo a su madre por su adicción a la nicotina.
Nos dijeron que era peligroso, que era innecesario, que era ineficiente, que había mafias peligrosas, que aquello era caótico, que los atascos eran insufribles, que tuviéramos mucho cuidado, que no lo conseguiríamos...Todo más parecido a un anuncio de Securitas Direct que a la realidad. Gente encantadora (por cierto, muchos españoles) ayudando a gente asustada, eso es lo que hemos encontrado.

La guerra sigue, la crueldad no cesa, el drama se extiende y nosotros no podemos hacer nada por pararlo, creo, pero el hecho de haber alejado de allí a casi un centenar de personas como Maxim da sentido a nuestra "aventura". Cada uno de ellos tiene una historia y cada conductor ha escuchado la suya con los ojos húmedos. La nuestra, casualidades del destino, de las más crudas. Maxim, dieciséis años, viaja con su madre Irina que lleva tres días con la mirada perdida en el horizonte. Vienen de Mariupol, el epicentro del castigo ruso. Estuvieron ocho días escondidos en el teatro Drama (¡vaya nombre!) hasta que llegaron allí las bombas; cuando salieron, su casa, en un edificio de nueve plantas, era un montón de escombros y gracias a su padrino, que consiguió un coche, pudieron escapar de la ciudad jugándose la vida. Nos lo cuenta con frialdad de adolescente que solo se quiebra ante la falta de noticias sobre el paradero de su padre y de su mejor amigo. Ahora duerme a pierna suelta la primera noche de una nueva etapa. Mañana se irá con su familia ucraniana en Madrid, donde espera empezar una nueva vida. Sabe que a la anterior ya no puede volver porque no está. ¡Suerte Max, te seguiremos los pasos!