Ahora mismo acabo de dejar una toalla encima de la cama de Maxim para que mañana se dé una merecida ducha después de tantos días sin sentir eso que llaman el calor de un hogar. Yo también necesito reventar la cama porque han sido seis intensísimos días a una media de 1.200 km por jornada, pero soy incapaz de hacerlo sin escupir antes unos pocos sentimientos.
Había pedido que no hiciéramos un circo de esto, que no abusáramos de las redes sociales y que respetáramos la dignidad de los refugiados. Pensaréis que por eso no he colgado ni una foto, pero el motivo real es que no he tenido ni un segundo para hacerlo. Ahora me siento en la obligación de hacerlo, primero como grito de desahogo, como muestra de solidaridad a quienes están sufriendo y como reconocimiento a tanta gente buena que se ha volcado con esta iniciativa. Si hay algo que daba fuerzas en el largo camino hacia Ucrania era mirar por el retrovisor y ver diez furgonetas y un autobús arrastrando la panza por las carreteras europeas para cumplir un objetivo común. Si cuando flaquearon las fuerzas seguimos adelante fue porque se había creado una imparable red de solidaridad con voluntarios dispuestos a vivir la dura experiencia, otros muchos a trabajar en la sombra desde Madrid y decenas de generosos donantes que sobrecargaron de ayuda las furgos y nos abrumaban con sus aportaciones. Uno de los más generosos nos regaló también un aforismo para enmarcar: "hay muchas maneras de ir, pero sobre todo hay muchas maneras de quedarse".
Llevo media hora en casa, pero todavía tenemos un autobús llegando con toda la expedición a Valencia y una furgoneta durmiendo en Alemania con cuatro ucranianas, un bebé y un gato. Y acabo de oír a Maxim roncando ya.
Cuando me preguntan el porqué de todo esto me gusta decir que por puro egoísmo, para no tener que pelearme con mi conciencia cuando me miro al espejo, para hacer algo más que criticar a los políticos o justificar mi inacción, para evitar el malestar que tantas otras veces me ha quedado en el duodeno por no haber movido un dedo. No, no pretendo dar lecciones a nadie. No somos ni héroes ni mejores que nadie, somos afortunados que optamos por salir alguna vez de nuestra bendita zona de confort.
Hace un mes no hubiera sabido decir dónde estaba Ucrania o pintar su mapa. Ahora, siete mil kilómetros después, hay algunas nociones que empiezan a ser familiares. Un aprendizaje forzado gracias al nivelazo de un equipo capaz de resolver cualquier imprevisto en un periquete. Tantos años de eventos y de Sahara también suman. Vamos a echar de menos el walkie entre las piernas, el teléfono ardiendo día y noche, el Waze corrigiendo al Maps, el McDonalds de gasolinera, la tía borde del peaje, ¡Doctor otra Biodramina!, los camiones alemanes, la agencia de viajes portátil, el traductor de ucraniano, me adelanto para un pis, los sacos de dormir, los pañales o los peluches. Nuestro fugaz paso por Przemysl o por Varsovia nos ha servido para entender un poquito, no la guerra, pero sí sus consecuencias. Quizás por eso comprendamos lo difícil que resulta esta misión, la desconfianza inicial de las familias que a las pocas horas se transforma en agradecida sonrisa cómplice. Quizás por eso Maxim tardó mucho en abrir la boca a pesar de ser el único que hablaba un fluido inglés. Su edad, 16 años, le había salvado por los pelos de tener que quedarse a pelear en una guerra innecesaria.