martes, 29 de marzo de 2016

PROPIEDAD PRIVADA

Nunca nadie me había hecho una acusación tan original y poco ofensiva como la que recibí el pasado fin de semana de un paisano del pueblo: "Tú siempre tan diplomático, no hay quien discuta contigo..." Claro, que no lo decía en un tono muy conciliador, porque previamente me había amenazado con denunciarme a la Guardia Civil y había agitado al aire una vara a modo de bastón, para reforzar sus argumentos de discusión. Yo intentaba bajarle los ánimos porque viendo con que rabia apretaba sus puños y sus dientes, veía que el corazón se le iba a saltar de un momento a otro y aunque últimamente voy preparado con una pastillita de infartos, no estaba muy dispuesto a compartirla.
Nunca me he dado de tortas con nadie y, aunque el hombre pedía a gritos que manchase mi currículum, no lo hice por dos motivos, porque no me parecía demasiado ético soltarle un gancho a un pobre abuelo que casi duplica mi edad y porque me consta que tiene una escopeta de caza y, conociendo al personal, no quería ser protagonista del reestreno de Puerto Hurraco. 
El doctor me había recetado tranquilidad y eso también me llevó a vivir este incidente de la España profunda como una experiencia enriquecedora para conocer más a fondo los límites de la estupidez humana en defensa de la propiedad privada. Todos los que tenéis pueblo, ya sea de origen o de adopción, sabéis de qué hablo, de ese mezquino, mediocre y miserable sentido de la propiedad tan altamente desarrollado que hay en ciertos ámbitos rurales y que lleva a enemistades, odios, conflictos y mucho más por lindes, servidumbres de paso o derechos vecinales. En nuestro pueblo, el primer día que fuimos como visitantes, nos agachamos a coger una nuez en un camino y una voz nos avisó: "Las nueces tienen dueño, aquí todo tiene dueño". También hay un paisano que no le deja al vecino poner un andamio para enfoscar y pintar su pared porque las patas del andamio posarían sobre su terreno. Hay otro que impide instalar un canalón en el tejado de una casa porque sobrevuela sobre su terreno. Otro que ha cortado un árbol del vecino porque sus ramas sobresalen sobre su finca.
La propiedad privada es el valor más sagrado y defendido entre los autóctonos, que ven amenazado su territorio por sus paisanos de toda la vida, pero también por los "forasteros" advenedizos que han llegado a revitalizar su pueblo. Ese fue el motivo de nuestra trifulca. El pequeño Lucio, ayudado por amigos y por sus padres, había construido una cabaña con palos, cañas y tablas en un terreno abierto, que al parecer era propiedad de este cariñoso ser, quien tras abroncar al niño de nueve años, destruyó con saña toda la choza, tirando los palos, cuerdas y herramientas al barranco. Tras su justiciera hazaña se plantó chulesco con la vara a esperar que el niño fuese llorando a buscar al padre y que el padre viniera a pedir explicaciones. El padre llegó y trató de hablarle de valores, de la infancia, de la ilusión de los niños, de tolerancia... demasiada diplomacia para semejante cafre. Como decía mi madre "que los desasne su padre".
PD. La de la foto es la reconstrucción posterior en otro terreno. A ver cuánto dura...

martes, 15 de marzo de 2016

LA HABITACIÓN DE MORIR

Conozco a dos personas que serían absolutamente felices en la U.C.I de un hospital: uno es mi hijo Martín, quien entraría en éxtasis ante tanto cachibache tecnológico y tanto aparataje digital, ruidoso y caro, muy caro. Sería feliz desmontando uno a uno todos esos millones de euros. El otro sería Thomas Bernhard porque reviviría en ella su "habitación de morir" de ese húmedo y lúgubre hospital austriaco para tuberculosos. La cosa ha mejorado en estas décadas y las camas ya no están amontonadas en el cuarto de baño esperando a que sus ocupantes dejen hueco para el siguiente, pero la primera impresión nada más entrar en la sala es la de dolor flotante.
Me acaban de meter dos muelles en las arterias del corazón. Ellos lo llaman angioplastia pero a mí eso me suena a producto de droguería anunciado por Concha Velasco. Prefiero lo de "muelle". El caso es que acabo de pasar por uno de los momentos más jodidos de mi vida (sin contar, por supuesto, con la muerte de mis padres) y ahora estoy aquí en la cama 3, con vistas al patio, de la U.C.I. de una Clínica cercana a casa, con un agujero sangrante en mi muñeca izquierda, dos agujas enchufadas en el otro brazo, mogollón de electrodos sobre el pecho depilado (este detalle es gratuito), un tensiómetro que me oprime el bíceps cada media hora, unos tubos que me suministran oxígeno como si lo necesitara y un dedal que marca mis pulsaciones en un monitor. Cada vez que bajo de 45 pulsaciones la máquina pita y Jessica, la enfermera, viene corriendo a comprobar si estoy vivo: "Tiene usted corazón de deportista" -me dice-. "Sí, como Induráin"-le digo-, pero se marcha extrañada porque no sabe de quién hablo.
En la habitación de morir estoy rodeado de enfermos críticos, postoperatorios, jodidos y sobre todo mucho mayores que yo y aquí, hoy, yo soy la persona más feliz del mundo. Quizás porque he empezado mi segunda vida cuando no terminaba de tenerlo claro. Porque hace tan solo dos horas, al entrar al quirófano, he firmado, sin leer (tal como me ha recomendado la enfermera), unos papeles que he supuesto que eran una autorización para incinerar mi cuerpo, algo con lo que no estoy conforme porque me hace más juntarme con mis padres y con Pablo Iglesias, el auténtico, en el Cementerio Civil. Y por eso soy feliz en la U.C.I. porque de alguna forma soy consciente de que este susto lo que ha hecho ha sido dar el pistoletazo de salida a la segunda vida o, como me dijo el doctor al terminar su trabajo: "para volver a nacer".
Siempre me he considerado una persona afortunada, no lo puedo negar, y siempre he temido que esa suerte cambiara, como ha sido con ese mareo que llevó a ese tac que llevó a ese catéter que urgió a implantar esos muellecitos. No esperaba que ese golpe llegara tan pronto, a los 52 y siendo el más joven de la habitación de morir y por eso, después de todas estas tensas semanas comiéndome el coco, sufriendo por los míos, ordenando papeles y poniéndome en lo peor, ahora siento un gran alivio al comprobar que hay vida después del quirófano.
Pensaréis que soy un paranóico hipocondriaco (que sí) o que esta es la típica milonga de buenos propósitos que todos nos hacemos cuando perdemos a alguien cercano o vemos los ojos de la muerte, pero la verdad es que la U.C.I. con sus constantes pitidos nocturnos es un buen lugar para meditar, la habitación de pensar. La de la segunda oportunidad, la del carpe diem, la de no repetir errores, la de repescar valores, la de la segunda vida (que es más corta que la primera)... La noche es larga y con la llegada de la luz la habitación de morir, que se había convertido en la habitación de pensar, entraba en una frenética actividad por despertar a la anestesiada, tranquilizar a la abuela, repartir medicamentos... en un ejemplo impresionante de funcionamiento coordinado, solidario y eficiente, digno de ser calcado por cualquier empresa, institución o incluso país. Los médicos chocan las cinco con las enfermeras cuando despiertan a una mujer de su postoperatorio; la abuelita llama "zorras" y "perras" a dos ATS que sonríen con paciencia; la enfermera más joven se agacha a cambiar una sonda plantándole el tanga rojo en la cara a un infartado que está a punto de sincopar... Y yo asisto a todo sorprendido y feliz en la habitación de vivir, de volver a vivir.