domingo, 26 de noviembre de 2017

UN DÍA

Salgo de casa y me encuentro a los municipales poniendo multas a todos los coches aparcados en la calle, me paro y discuto con uno de ellos: no hay señal de prohibido, toda la vida se ha aparcado ahí y no hay ni el más mínimo problema de peligro o de retenciones, pero como siempre en estos casos choco con intransigencia dialéctica "está prohibido porque es una calle de dos direcciones y yo soy un mandao". Represión y recaudación, tantas veces paralelas. Recuerdo las noticias de esta semana sobre algún miembro de este cuerpo, pero prefiero no mezclar.
Seguimos el peque y yo hacia casa de su amigo, en la M-40 vamos detrás de un gran camión grúa que transporta un viejo camión desguazado. De repente un hierraco del tamaño de un ladrillo se desprende de la carrocería del camión y se queda botando en el asfalto esperando a impactar contra nosotros; por suerte consigo frenar un poco y lo pillo cuando está abajo, reventando el paragolpes pero evitando un desastre mayor si llega a dar en el parabrisas y a meterse dentro del coche.
Voy a una expo-mercadillo de Montse, lo pasamos bien con muchos amigos y ella vende bastantes dibujos. Lo que gana nos lo gastamos en comprar cuadros de otros artistas. Curioso equilibrio.
Salgo a tomar café y comprar libros (podría hacerlo por internet, pero es más aburrido). En el camino me detengo a hacer una foto del cartel de un skatepark cubierto, pero tengo que salir por patas porque un extraño caballero empieza a gritarme recriminando que haya hecho una foto a ese edificio. Temo que me vaya a pegar, pero le explico que mi hijo es "patinetedependiente" y me sonríe con complicidad, los suyos también. No me pega. Entablamos una profunda amistad hasta el siguiente cruce en el que nuestros caminos se separan para no volver a vernos en la eternidad.
Subo en el Metro, juego a aguantarle la mirada a un simpático niño chino, le gano siempre, se ríe él antes que yo y su madre le regaña. Como siempre, observo a todos y cada uno de los pasajeros, me complace ver que hay una chica leyendo un libro. Llego al centro, surfeo entre los peatones, me gusta esta ciudad con sus aglomeraciones, su polución, sus municipales y sus loteras. Compro tres libros para amontonar en la columna de libros pendientes de leer, si todo va bien les tocará turno en 2087. Regreso en Metro y me enternezco ante la historia personal de una profesora que ha perdido su trabajo y su única posibilidad para sacar adelante a la familia es pedir de vagón en vagón. Compruebo que nadie levanta sus ojos de la pantalla del móvil, nadie ve a la profesora, nadie oye a la profesora, porque nadie la mira y nadie la escucha. Me siento mal por atenderla, por tratar de salvar de la ignominia a esa mujer con solo un poco de atención y por traicionar a todos los silenciosos viajeros, curtidos ya de viajar en suburbano. Mi gesto esquirol ha delatado mi intrusismo en el transporte público, lo reconozco.
Nivelo las tasas de colesterol de cañas con los amigos y regreso a casa que ya es medianoche. Atasco en la M-30, buen momento para repasar y reflexionar sobre lo largos que a veces son los días. Sí, como diría el sabio Rajoy, los días son muy largos y pasan muchas cosas.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

LA PLAGA

"Los humanos somos una plaga para la tierra, lo mejor que podría pasar es que desaparecieran todos los seres humanos del planeta"-dijo Lucio después de arrojar los casi diez kilos de mochila al maletero, repanchingarse en el asiento y abrocharse el cinturón-. A mí se me cortó la respiración, me atrapó la ansiedad y me entró una enorme preocupación por ver si mi hijo, con solo once años, había sido captado por alguna peligrosa secta multisuicida o había sido abducido por algún aprendiz de genocida. De inmediato y con tono imperativo exigí una explicación a su derrotismo e indagué en la procedencia de esos deprimentes pensamientos.
Contestó como más jode, con una pregunta: "¿Es qué no piensas así tú? Somos una plaga que nos estamos cargando el mundo, ya podíamos irnos y dejar tranquilos a los animales y las plantas." Después confesó que eran cosas que había comentado con su amigo Mateo, pero que él pensaba de vez en cuando, y entró en detalles: "Nos comemos todos los animales y las plantas, tiramos basura por todas partes, contaminamos el aire y los ríos, nos matamos entre nosotros y somos muy egoístas... El mundo estaría mejor sin humanos".
El mocoso filósofo estaba ahondando en la profunda depresión que algunas informaciones y evidencias de los últimos días estaban empezando a provocar en mi imperturbable sueño. El informe de BioScience firmado por más de 15.000 científicos de todo el mundo, advirtiendo sobre las nefastas consecuencias del cambio climático, de la deforestación, de la sobrepoblación del planeta y de otros muchos insensatos actos, que esta inconsciente humanidad que somos todos está protagonizando, es tan demoledor que debería estar en todas las portadas de los periódicos. Pero no. Es más importante hablar de los hackers rusos y venezolanos para tapar lo de Catalunya que a su vez tapa lo de la corrupción; ni los políticos pierden su tiempo en estos desalentadores asuntos, ni los periodistas encuentran rentabilidad en previsiones a largo plazo, ni los ciudadanos queremos que nos amarguen más la sobremesa.
Pero ahí llega el canijo, con su sabia inocencia, a dar un puñetazo sobre la mesa y recordarnos que el mundo no es nuestro, que el uso que estamos haciendo de él es totalmente cortoplacista y avaricioso y que los políticos que nos representan nunca ven más allá de cuatro años, de encuestas y de elecciones. Qué la economía y el capitalismo o liberalismo feroz han aplastado al humanismo y la sostenibilidad. Por eso Trump boicotea el acuerdo de París para beneficiar a las industrias de su país o Mariano se carga la energía solar para salvaguardar las acciones de las eléctricas o los chinos esquilman África...  No os aburriré con cientos de casos bochornosos.
Nosotros nos moriremos en unos años (de ahí nuestro cegador egoísmo) y en lugar de pensar lo de "el que venga detrás que arree", deberíamos educar a las siguientes generaciones para que reconduzcan este disparate, con una visión global a largo plazo y con políticos de altura, porque ellos van a heredar un planeta moribundo al que hay que añadir un sol moribundo (según los últimos vaticinios de Stephen Hawking).Ya no hay sitio para negacionistas ni primos escépticos, el reloj ha entrado en la cuenta atrás.
Ya sé que alguien me va a tachar de exagerado como en mi catastrofista augurio sobre Cataluña. Es cierto que se han mezclado los mencionados informes con la "pertinaz sequía" que empieza a dar miedito, con la canción de REM que me han puesto en RockFM, "It's the end of the world as we know it", con el trabajo del peque sobre la contaminación en el Ganges y con su rotunda afirmación sobre la plaga humana que me ha llevado a un estribillo de Robe Iniesta (Extremoduro): "He dejado de creer en la puta humanidad, creo que lo mejor será una guerra nuclear..."
Siento incomodaros con esta desasosegante entrada, pero por un poco de alarmante realismo de vez en cuando no se va a acabar el mundo... o sí.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

ME MUEROOO...

Hoy me he muerto y luego no. A mi padre le pasó una vez: se desmayó en el pasillo por una hemorragia interna y sintió que se moría y luego volvió a vivir. Desde entonces siempre presumía de saber lo que era morirse, lo cual no dejaba de ser una buena terapia para quitarse el miedo que produce la cosa.
No soy supersticioso ni creo en los malos farios u otras farándulas, pero ayer, cuando volvía a casa, adelanté a un coche fúnebre que iba vacío, con conductor, pero sin fiambre. Aceleré para alejarme de él, pero el sempiterno atasco de la M-40 nos recolocó cual tetris, yo delante y él detrás. No podía quitar ojo del retrovisor y me agobiaba ver el descafeinado careto del chófer y, sobre todo, el inmenso hueco que tenía detrás. Volví a pisar el gas, pero no me deshice de él, se salió en la misma salida que yo, paró en el mismo semáforo, entró en la misma urbanización, me siguió hasta mi calle y cuando ya estaba yo dispuesto a entregarme al destino de cuerpo presente, pasó de largo y se perdió en la curva en busca de algún expirado vecino.
La noche la pasé con normalidad, roncando como un rinoceronte y dándole vueltas en sueños a la desgracia de Albano Dante Fachín, pero no por su enfrentamiento con Podemos sino por el destino que le castigó con ese apellido. Mis paranoias habituales. Por la mañana, camino del hospital, un gato negro cruzó a toda velocidad la calle, pero no soy supersticioso y seguí adelante hasta llegar a mi destino, quiero decir a la cita que tenía en el hospital.
Azul, amarillo, naranja, elija su color preferido; derecha, centro, izquierda, elija su ideología; 1, 2, 3... elija un número: lo de orientarse en los grandes hospitales es más difícil que el rosco de Pasapalabra. Al final después de esquivar decenas de renqueantes abuelas, sortear mogollón de sillas de ruedas y alguna que otra cama ocupando todo el pasillo, conseguí llegar a la consulta. Hubiera sido más fácil con un par de referencias: al lado de la oficina de recursos humanos y encima del tanatorio. Tal para cual, menos mal que no soy supersticioso.
Me atiende una amabilísima enfermera que me pide firmar un papel de consentimiento, uno más de esos que te responsabilizan de la persecución del pueblo judío, del calentamiento global y te advierten de que tienes amplísimas posibilidades de cascarla en la prueba que te van a hacer. Digo yo que pondrá eso, porque nunca me he leído una. Firmo. En esta ocasión creo que no iba desencaminado porque oigo a una enfermera pelearse con otro paciente que se niega a firmar y se marcha sin hacerse la prueba. El médico me había dicho que era una prueba sencilla para resolver mis menopáusicos mareos. No sé.
La enfermera me invita a pasar al vestuario femenino, me dice que me despelote, me da unas babuchas y un camisón, pero se marcha. Pensé que era parte de la prueba. No entiendo lo del vestuario femenino, salvo porque su ventana da justo al aparcamiento del tanatorio. Un amplio y negro utilitario espera allí cliente. Paso por la ridícula y humillante situación de atarme yo solo los lazos del camisón por la espalda, busco si hay cámara oculta y como no la veo me descoyunto hasta conseguir la lazada en el quinto intento. La joven me entrega una bolsa, me dice que guarde mis pertenencias (vaya frasecita) y me acompaña a la sala de torturas. Allí me espera su compañera, que me tumba en un camastro de madera, parece que me está tomando las medidas, como la cobra o como el descafeinado conductor, después me ata con unos cinturones, me llena el cuerpo de cables y procede a estoquearme el brazo; después de tres pinchazos consigue abrir la vía con el descabello. Noto que el paciente empieza a estar algo nervioso, jodido y asustado, así que trato de tranquilizarle, pero me confiesa que se está meando y no se atreve a decirlo porque estando tan atado y cableado la escena podría ser, cuando menos, poco decorosa.
Por fin llega el médico, es un chico muy majete pero demasiado joven como para confiar en él (los médicos, los aguacates y los pilotos de avión siempre los he preferido maduros). El chaval hace un ejercicio de sinceridad y me confiesa que la prueba que me van a hacer es muy desagradable, que van a forzar mi sistema circulatorio para provocarme un desmayo y que lo voy a pasar bastante mal. ¡Gracias, majo! Siento una alegría que se expande por todo mi cuerpo... Ahora entiendo por qué estoy atado y por qué se largaba el otro paciente. De seguido revisan todos los protocolos de seguridad, comprueban si tienen listos todos los reanimantes, llaman al tanatorio a reservar plaza y se ponen manos a la obra. De golpe y porrazo elevan el camastro a posición vertical, preguntan si me mareo, pero uno, que es muy chulo, contesta que no y bromea con la montaña rusa, momento en el que el doctor se avalanza sobre mí, me coge del cuello y mete su mano con fuerza para taparme la carótida y alterarme el ritmo cardiaco. Pienso que de un momento a otro va a gritar "alla akbar" y que mi imagen saldrá abriendo todos los telediarios, pero no me da tiempo a más, entro en el prometido desagradable momento que no pormenorizo para no herir sensibilidades de hipocondriacos o supersticiosos, hasta perder el desconocimiento (no es errata) al grito de "me mueroooooo".
De mi ausencia no recuerdo nada, ni túnel, ni imágenes de mi infancia, ni frases ilustres de Puigdemont, ni vuelo por encima de mi cuerpo, todo muy planito, apacible. Por el relato de la enfermera supe que pasé unos segundos tostado, lo justo para dar dos buenos ronquidos. Desperté de inmediato, agobiado pensando que me habría meado en aquel semiataud, pero me palpé seco y aliviado porque no me había aliviado. Feliz por la sequía y por aquello de estar vivo, me quejé diplomáticamente al doctor por la dureza de la pruebecita. Mientras terminaba de teclear el informe en el ordenador me pareció leer en sus labios: "pues haber elegido muete..."

PD:Como me jode la gente que te cuenta con pelos y señales sus enfermedades y visitas al médico... pero es que esta...tenía que contarla
Y por cierto, dice el chavalín que estoy cojonudamente.