domingo, 20 de diciembre de 2020

EL AVIÓN DE VUELTA

Este blog es como los ojos del Guadiana o como las olas del Covid, va y viene, viene y va, caprichosamente en función de factores impredecibles. Hace unos días me regalaron un reloj de esos que llaman inteligentes, mide las pulsaciones del corazón, los pasos que doy cada día y las veces que abro el frigorífico. Entre sus múltiples funciones que no he conseguido todavía descifrar, porque soy menos inteligente que él, tiene una que permite saber la calidad del sueño cada noche. Me tiene agobiado porque resulta que lo normal es dormir profundamente menos de una hora al día, osea a la noche. El resto del tiempo lo considera sueño ligero y supongo que es en ese tramo en el que habitan esas rocambolescas pesadillas de tiempos oscuros que últimamente me asedian.

La de anoche era una escena que podría estar patrocinada por Securitas Direct, Vox o cualquiera de los negociantes del miedo. Una horda de oscuros y malignos inmigrantes se metían a vivir en casa de mi hermano justo cuando yo me había quedado encargado de cuidársela y tuve que tirar de labia para poner las cosas en su sitio. Peor fue la de ayer, en la que un avión se estrellaba en mi dormitorio y era yo el que tenía que asistir a los heridos, saltar por encima de los muertos, apagar el fuego que devoraba libros y cuadros y ponerme en contacto con las familias de las víctimas . Lo curioso es que incluso por extrañísimas coincidencias y casualidades conocía a varias de esas personas. Tranquilos, que ninguno sois susceptibles de estar leyendo esta estupidez.

Las habituales escenas de accidentes aéreos en los sueños, lejos de tener un carácter premonitorio, están más bien provocadas por ese ilógico y descontrolado miedo a los aviones. En varias ocasiones he hablado de ello en este espacio, pero me sorprende que ocurra justo ahora, cuando llevo más de un año sin subirme a un hierraco con alas de esos. Mi conclusión es que se debe a una reflexión que en las últimas semanas me atosiga: el síndrome del avión de vuelta. Los que no lo pasan bien volando me entenderán, el resto pensarán que estoy como una chota, pero eso no es nada nuevo.

El caso es que cuando emprendes un viaje largo, a ultramar por ejemplo, vas superando con éxito las distintas fases. El primer despegue, la primera escala, el punto sin retorno en medio del océano, las turbulencias al sobrevolar la costa y el victorioso aterrizaje. A la ida todo eso está edulcorado por la euforia del comienzo del viaje, pero al regreso, ¡Ay al regreso! El viaje se termina, la euforia se torna morriña y los baches se agudizan en el aire. En ese momento el miedo a volar se acrecenta con la sensación victimista de poder ser tan imbécil de ir a palmarla justo cuando ya el vuelo se está terminando. No es broma, lo pienso en cada vuelo, cuando ya he superado todos los temores y los principales riesgos, cuando el avión empieza a descender y el aterrizaje es inminente, entonces aparece el síndrome del vuelo de regreso, el temor a cagarla cuando ya todo está casi terminado.

Y ¿a qué viene esto? A que esa última frase, "el temor a cagarla cuando ya todo está casi terminado" la aplico cada día cuando veo las noticias, cuando se habla de la vacuna, cuando se ve la luz al final del túnel y cuando todos empezamos a congratularnos porque el maldito 2020 va a quedar atrás. Pienso en el avión de vuelta que se estrella en el aterrizaje, en mi casa o en la de Bertín Osborne; también me acuerdo del soldado americano Henry Gunther que murió en un ataque suicida cuando ya se había declarado la paz de la Primera Guerra Mundial y en tantos otros que podrían ser condecorados como "pringaos" además de víctimas.

Pues ya me habéis entendido, que pronto la puta pandemia podría estar más o menos controlada, pero mientras llega ese feliz momento aún son muchos los miles de seres humanos que, como dicen los americanos "pasarán lejos", o como decimos por aquí se irán al otro barrio, con la impotente sensación de sus familiares de haber perdido el partido en el tiempo de descuento. ¡Cuidaros mucho!, que peor que morir es hacerlo sintiéndote un "pringao".

Ya me jodería...

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