lunes, 15 de septiembre de 2014

THOMAS BERNHARD


Busqué en la estantería, esa vieja estantería que es la misma que había pertenecido a mis padres, en el mismo salón que había pertenecido a mis padres y que ahora es mi dormitorio porque mis padres se marcharon, pero la casa mantiene buena parte de el sabor que ellos, mis padres, le habían sabido dotar con un exquisito buen gusto. Y encontré, en mi búsqueda de algo distinto y nuevo que leer, uno de los libros que más había impactado a mi padre y a mis hermanos y a mi mujer y que yo nunca me había atrevido a coger porque de tanto oír hablar de ese libro, había llegado incluso a rechazarlo sin apenas conocer casi nada de él, el libro. Realmente sí lo sabía todo de él porque durante años asistí, con entusiasmo al principio, y pereza al final, a las interminables tertulias de sobremesa en el comedor que había pertenecido a mis padres y que ahora es el cuarto de baño de la casa que ahora no es de mis padres, pero que cuando era el comedor de mis padres acogía día tras día, comida tras comida, los elogios que yo consideraba exagerados sobre ese estilo tan peculiar de Thomas Bernhard, sobre esa prosa tan disparatada en su forma, sin un solo punto y aparte en todo el libro, sin un mínimo respiro para el lector, pero capaz de enganchar y entusiasmar a cualquiera con sus repeticiones reiteradas, reiteradamente repetidas, y su trepidante argumento obsesivamente maniático, único en su género, de un escritor austriaco maniáticamente obsesivo y con una capacidad única para describir situaciones, ambientes y sentimientos. Y en ese comedor que había pertenecido a mis padres y que mi madre pintó en un maravilloso cuadro que ahora mismo tenemos colgado en el salón de casa, junto a la mesa y la lámpara de ese comedor que perteneció a mis padres, pero que ahora es un baño y por tanto ya no tiene ni la mesa ni la lámpara que están en el salón que antes no lo era, cada día se hablaba de lo mismo, de Thomas Bernhard y su autobiografía escrita en varios volúmenes y del primero de ellos, El origen, una obra maestra que plasmaba la sociedad en guerra con un dramatismo y un escepticismo deprimente que llevaba a la carcajada por lo exagerado de las afirmaciones del autor en su perenne estado depresivo. Incluso bromeaban sobre la propensión de Bernhard para hablar del suicidio y de sus irrefrenables deseos de suicidarse y ese tipo de conversaciones a mí me aterraban y por eso lo rechazaba y me aburría cuando hablaban a cada minuto de Thomas Bernhard, en cada comida, en el comedor que pertenecía a mis padres y que mi madre pintó y en el que yo sigo oyendo voces que hablan de Bernhard, aunque ahora es un baño. La muerte se mezclaba con el gazpacho y Salzburgo era tan triste como las lentejas y la amarga adolescencia de Thomas se me hacía un nudo en la garganta, con los garbanzos y el arroz y el pollo, también el pollo. Para unirme a la tertulia intenté un día leer el libro, pero nada más abrirlo lo encontré lleno de cadáveres, de horror y de interminables frases que no dejaban respirar al lector y que le sumían en un aplastante tormento. Pensé que no estaba preparado para leerlo y que nunca lo estaría y decidí no tomar postre para no alargar las sobremesas. Ahora ya debo de estar preparado, no voy a juzgar los motivos porque no viene al caso, y el libro que ha caído en mis manos desde la estantería que es la misma que había pertenecido a mis padres y que es viejo y está manoseado, entiendo que por mis padres, mis hermanos y mi mujer, me ha cautivado con la misma fuerza que lo hizo con ellos, me lo he leído en un día y ahora lo tengo abrazado, sobre el pecho. Y me lo quería perder…

2 comentarios:

  1. Jajajajajaa...Resumiendo: Ahora haces de vientre donde antes fagocitabas...o al revés y hay que leer el libro.

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  2. Que envidia me das Diego. Lo que daría por leer por primera vez ese libro increible, El origen,que me impactó tanto.

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