De nísperos y metralletas...
Me parece que os estáis llevando un mal concepto de un servidor. A pesar de que hable de ellos muy a menudo, ni el Duo Dinámico, ni Manolo Escobar, ni Jeanette, ni en este caso, María Jiménez, figuran en mi lista de cantautores preferidos.
Se acabó. Me refiero, evidentemente, al confinamiento. Justo cuando se cumplen tres meses de estado de alarma, se suceden una serie de hechos que marcan el final de esta inusitada e imprevista situación. Cabrían otros muchos adjetivos para calificar el encierro, pero siempre conllevan cierta subjetividad, así que lo dejaremos en esos tan obvios.
Pensaréis que los hechos que marcan la desescalada definitiva y la vuelta a la normalidad son la apertura de fronteras, el final del estado de alarma, las cifras alentadoras o las optimistas noticias relacionadas con la vacuna. Eso sí que es una obviedad.
En mi caso ninguno de esos hechos es suficientemente relevante para pensar que esto ha cambiado, ni siquiera lo es la esperanzadora vuelta a la actividad profesional. Es mucho más sencillo que todo eso, se trata de nísperos y ametralladoras. Esos dos elementos, tan unidos entre sí, han marcado el día a día de mi confinamiento y como si de un mal (o buen) fario se tratara, ambos han llegado a su final en la misma fecha.
Vayamos por partes. Los nísperos son esos pequeños frutos naranjas, fáciles de pelar, difíciles de comer y que rivalizan con la chirimoya y el aguacate en cuanto a escurribilidad de su hueso. Por eso es tan incómodo de comer porque las posibilidades de tragarte uno de esos inmensos "pipos" y engrosar las listas de fallecidos por causas domésticas son elevadas. Lo de las causas domésticas es un inmenso cajón de sastre en el que caben todos los que la palman por ridículos motivos, ya sea resbalarte con una alfombra, esnucarte contra el retrete o tragarte el hueso de un nispero. Si es el de un aguacate, además eres gilipollas.
El caso es que en casa tenemos un nispero desde hace varias décadas. No sé si su origen fue un "pipo" que se le escurrió a mi padre hacia el lado apropiado o si lo plantaron a propósito. Durante todos estos años el arbolito en cuestión apenas ha dado media docena de chuchurríos frutos por temporada, pero este año la cosa se ha desmandado, ya sea por las lluvias de abril o el sol de mayo, el viejo nispero erguido ha decidido dar kilos y kilos de fruta. Es como si hubiese recibido un tratamiento de fertilidad o hubiera desatascado alguna cañería interna, pero el árbol se ha teñido de naranja con manojos de nísperos por todas sus ramificaciones. La noticia llenó de alegría nuestro hogar, que veía la posibilidad de pasar la cuarentena con autoabastecimiento de postre. Lo que un ERTE te quita, un níspero te lo devuelve.
Y ahí llegó la ametralladora. Desde el primer día observé que pajarracos de diversa calaña merodeaban en torno al frutal con sospechosas intenciones. Había que ponerse en marcha con urgencia y la experiencia sumada con tanta serie sobre malísimos terroristas musulmanes me hizo llegar a la conclusión de que hacía falta un francotirador. Pronto encontré en la habitación de los chicos una ametralladora de plástico que mi hijo consiguió como premio en el tiro al blanco de Luarca tras invertir medio millón de euros en perdigones. Salió cara, pero dispara las bolitas de plástico con una potencia que puedes dejar tuerta a una cuñada desde una distancia de 300 metros (el trasero de mi santa esposa os lo podría atestiguar). La precisión no es muy alta, pero es lo que aprendió durante su estancia en la caseta del tiro al blanco.
Resumiendo, me he pasado media cuarentena vigilando el arbolito para evitar que mirlos, urracas, grajos, palomas, cotorras o gorriones se acerquen a la fruta. Apostado detrás de una ventana o camuflado entre los arbustos, lo primero y último que hacía cada día era sentirme Sylverter Stallone disparando a diestro y siniestro (para tranquilidad de Ecologistas en Acción y Pacmas, insistiré en la poca precisión del arma). La otra mitad del confinamiento he estado subido en una escalera, armado con unas tijeras de podar, jugándome la vida (también se hubiera considerado accidente doméstico), para alcanzar a recolectar todos y cada uno de los nísperos de mi querido acompañante de pandemia. Lo sé todo de esa fruta, su punto de maduración y acidez, la incidencia del sol, los bichos o las aves y además han sido la base de mi dieta durante dos meses. Habré comido una docena diaria, le he regalado varios kilos a familia y amigos y han sido un fiel acompañante de este encierro.
Pues hoy han querido los dos acabar con esta situación. Primero ha sido el níspero, que ha dicho que hasta aquí ha llegado y que si quiero más me vaya al Ahorramás. Y después la ametralladora que ha considerado que su fecha de caducidad estaba cumplida y su precio, sobradamente amortizado. Sin ellos, la cuarentena no tiene ningún sentido, así que volvamos rápido a la nueva normalidad, que no será tan entretenida, pero sí algo más segura.
Hachetetepebarrabarra y después lo que quieras poner. Es un título demasiado ambíguo para un blog, demasiado abierto. Pero así es este espacio. Unos días abierto para la alegría, otros para la pena; para la esperanza o el escepticismo; la reflexión o la ironía... Lo que salga de los huevos ¿no?
lunes, 15 de junio de 2020
jueves, 11 de junio de 2020
YO SOY RACISTA
Yo soy racista porque el mundo me ha hecho así... Los viejos que os sabéis como sigue la canción seguid tarareando. Los demás vamos al grano. Yo soy racista y me temo que tú, también. Somos racistas porque decimos que no somos racistas. Porque hemos dejado de hacer chistes de negros a pesar de la gracia que nos hacían. Porque presumimos de tener algún amigo de color con la misma tolerancia y apertura de mente que cuando nos orgullecemos de conocer un homosexual. Porque muchas sueñan con el negro de WhatsApp. Porque decimos "de color" en lugar de negro. Porque cuando cruzas la calle y viene alguien oscuro de frente, haces por pasar cerca de él para que no se note tu xenofobia. Porque cuando le preguntas precio de la camiseta de Ronaldo al mantero, te haces el simpático tolerante y te sorprendes por su amabilidad, ¡Qué encanto el negrito! Porque no tienes nada contra los negros pero sí contra los gitanos del Este que limpian cristales en los semáforos. Porque no huelen mal, huelen fuerte. Porque no todos los negros son mala gente. Porque los chinos están invadiendo el mundo. Chinito tú, chinito yo, qué "lisa" me da. Porque los indios son muy raros, son blancos con la piel negra o negros con rasgos de blancos. Porque los moros no son de fiar. Porque en España nunca hemos sido racistas. Porque siempre hemos trabajado como negros para que luego nos engañen como chinos y nos la líen los moros. Porque yo no los distingo, me parecen todos iguales.
Hoy me he dado el lujo de ver el partido del Rayo Vallecano, un encuentro que se suspendió por los gritos de odio y sectarios contra un jugador. ¿Sabéis de qué color?: ¡Blanco! Toda la puta vida oyendo a los ultras de todos los estadios insultar con aullidos de monos a todos los jugadores negros, pero el castigo solo ha llegado cuando se ha atacado a un blanco. España no es un país racista, por eso tiene un 2,4 de su población de origen africano, un volumen suficientemente alto como para estar bien representados en nuestras instituciones, pero el único rastro oscuro que queda es el del Rey Baltasar tan bién interpretado por miles de concejales blancos teñidos de betún. Dejadme que me salte al negro de Vox porque supongo que es mi racismo lo que me impide entender su libre elección política sin compadecerme de él.
También en el mundo de la empresa la situación es la misma o peor. En treinta y tantos años de profesión y a una media de 4 ó 5 reuniones semanales, no recuerdo haber tenido nunca una reunión de trabajo con un negro. Sí que puedo presumir de que en dos o tres ocasiones hemos tenido en la empresa trabajadores de color, perfectamente identificados por motes en alusión a su piel. Pero notarios negros, abogados, banqueros o marketinianos, ninguno, qué tontería, con lo bien que cocinan, friegan y limpian.
Es cierto que en el colegio y en nuestras casas nos han educado de forma militante contra el racismo (eso debe ser lo de la dictadura progre), conviviendo con naturalidad con la chacha centroamericana y apadrinando a algún "guachupino" con una ONG. Incluso hemos llegado a admirar a Tiger Woods, James Stewart o Lewis Hamilton, de quienes destacaríamos como principal virtud... que son negros. También hemos aceptado que la NBA sea un feudo de gigantones oscuros aunque lo que mola es cuando uno de nuestros blanquitos lo hace bien. Bien es cierto que no es lo mismo un negro rico que uno pobre y su procedencia también marca. Los atletas kenianos o eritreos nunca cobrarán como los jamaicanos o americanos, ni siquiera nos aprenderemos sus rocambolescos nombres. No es lo mismo un árabe Saudí que un moro marroquí, ni un chino que un japo; en el racismo hay muchos rangos. No terminamos de entender que la Selección Francesa esté compuesta por once negros y no asimilamos que pueda haber alguien de otra raza defendiendo la rojigualda. Aunque mola mucho oír a Iñaki Williams hablar con acento vasco o a la Peleteiro en gallego, qué graciosos... Cuando se les entrevista a ellos o a cualquier otro famoso no caucásico, siempre hay alguna alusión a su piel, aunque sea para rechazar el racismo.
Una cuarta parte del mundo somos blancos y supongo que, como decía un famoso tenista español, somos más listos que los negros, tenemos más dinero, vivimos mejor, vamos mucho menos a la cárcel e incluso morimos una cuarta parte menos por el Covid19. Quizás por eso, porque la raza dominante es menos numerosa, tengamos algo de miedo a que la fiebre amarilla siga aumentando, a que los indios sigan reproduciéndose como chinchillas o a que los negros de África aprendan a nadar.
He oído que el otro día la policía americana mató a un negro. Es indignante, no hay derecho, si todos somos iguales, qué animales. Menos mal que a partir de ahora ya se va a acabar esta desigualdad y el mundo será más justo a partir del 3 de noviembre. Aunque, pensándolo bien y, muy a mi pesar, me parece que Trump no es el único culpable. Igual todos tenemos que sacarnos algo de mierda del ombligo. Habréis comprobado que además de racista soy oportunista.
Hoy me he dado el lujo de ver el partido del Rayo Vallecano, un encuentro que se suspendió por los gritos de odio y sectarios contra un jugador. ¿Sabéis de qué color?: ¡Blanco! Toda la puta vida oyendo a los ultras de todos los estadios insultar con aullidos de monos a todos los jugadores negros, pero el castigo solo ha llegado cuando se ha atacado a un blanco. España no es un país racista, por eso tiene un 2,4 de su población de origen africano, un volumen suficientemente alto como para estar bien representados en nuestras instituciones, pero el único rastro oscuro que queda es el del Rey Baltasar tan bién interpretado por miles de concejales blancos teñidos de betún. Dejadme que me salte al negro de Vox porque supongo que es mi racismo lo que me impide entender su libre elección política sin compadecerme de él.
También en el mundo de la empresa la situación es la misma o peor. En treinta y tantos años de profesión y a una media de 4 ó 5 reuniones semanales, no recuerdo haber tenido nunca una reunión de trabajo con un negro. Sí que puedo presumir de que en dos o tres ocasiones hemos tenido en la empresa trabajadores de color, perfectamente identificados por motes en alusión a su piel. Pero notarios negros, abogados, banqueros o marketinianos, ninguno, qué tontería, con lo bien que cocinan, friegan y limpian.
Es cierto que en el colegio y en nuestras casas nos han educado de forma militante contra el racismo (eso debe ser lo de la dictadura progre), conviviendo con naturalidad con la chacha centroamericana y apadrinando a algún "guachupino" con una ONG. Incluso hemos llegado a admirar a Tiger Woods, James Stewart o Lewis Hamilton, de quienes destacaríamos como principal virtud... que son negros. También hemos aceptado que la NBA sea un feudo de gigantones oscuros aunque lo que mola es cuando uno de nuestros blanquitos lo hace bien. Bien es cierto que no es lo mismo un negro rico que uno pobre y su procedencia también marca. Los atletas kenianos o eritreos nunca cobrarán como los jamaicanos o americanos, ni siquiera nos aprenderemos sus rocambolescos nombres. No es lo mismo un árabe Saudí que un moro marroquí, ni un chino que un japo; en el racismo hay muchos rangos. No terminamos de entender que la Selección Francesa esté compuesta por once negros y no asimilamos que pueda haber alguien de otra raza defendiendo la rojigualda. Aunque mola mucho oír a Iñaki Williams hablar con acento vasco o a la Peleteiro en gallego, qué graciosos... Cuando se les entrevista a ellos o a cualquier otro famoso no caucásico, siempre hay alguna alusión a su piel, aunque sea para rechazar el racismo.
Una cuarta parte del mundo somos blancos y supongo que, como decía un famoso tenista español, somos más listos que los negros, tenemos más dinero, vivimos mejor, vamos mucho menos a la cárcel e incluso morimos una cuarta parte menos por el Covid19. Quizás por eso, porque la raza dominante es menos numerosa, tengamos algo de miedo a que la fiebre amarilla siga aumentando, a que los indios sigan reproduciéndose como chinchillas o a que los negros de África aprendan a nadar.
He oído que el otro día la policía americana mató a un negro. Es indignante, no hay derecho, si todos somos iguales, qué animales. Menos mal que a partir de ahora ya se va a acabar esta desigualdad y el mundo será más justo a partir del 3 de noviembre. Aunque, pensándolo bien y, muy a mi pesar, me parece que Trump no es el único culpable. Igual todos tenemos que sacarnos algo de mierda del ombligo. Habréis comprobado que además de racista soy oportunista.
martes, 2 de junio de 2020
REINVENTARSE
La palabra mágica servía como conjuro para las brujas, después para
quedarnos embobados con la saga de Harry Potter y ahora es la contraseña
del wifi. Del abracadabra pasamos al wingardiuleviosa y después a
Murcia1962, la primera con mayúscula. La pandemia, el confinamiento, la
cuarentena, el Covid19, el Coronavirus o el puto bichito, como te dé la
gana llamarlo, también ha tenido su propio palabro: reinventarse.
Con la misma convicción que los propósitos de enmienda de cada día uno de enero, todas las personas, todas las empresas y todas las instituciones han acudido a la palabra como si fuera el mesias que nos va a salvar a todos. Los líderes de opinión, ya sean tertulianos, taxistas o peluqueros llaman, casi arengan, a reinventarse.
Y qué significa reinventarse: volver a inventarse. Muy fácil, como si alguno supiera cómo en su día nos inventamos a nosotros mismos. La llamada genérica tiene un toque religioso, místico, trascendente, tanto que de alguna forma suena a reencarnación. Y cuando uno piensa en reencarnación no piensa en algo sino en alguien y rápidamente dudas si elegirías entre Amancio Ortega, Pablo Escobar, Manolo Escobar, Paquirrín o Rocío Monasterio.
Reinventarse como mundo se supone que es volver a ser lo que nunca fuimos: respetuosos, tolerantes, solidarios, pacíficos y darle el valor a la naturaleza (incluido en ella el ser humano) que ahora mismo le damos al dinero. Reinventarse como país es lo mismo y además ser menos desconfiados, menos envidiosos, menos viscerales y más comprensivos con el del otro equipo, partido o territorio. Reinventarse como empresa es la misma recopilación añadiendo compromiso, justicia social, ecología, valores igualitarios y principios. Reinventarse como persona es todo eso y también ser más empatico con los demás, más cívico, menos capullo, más compañero, más amigo y más familiar.
Pero no, como dijo Antonio López el otro día y han vaticinado tantos filósofos, sociólogos y humanistas: "El hombre, ni aprende ni se arrepiente". Todo seguirá igual, exactamente igual, con las mismas guerras, las mismas peleas, la misma beligerancia, el mismo culto a la economía, el mismo pisoteo al medio ambiente e incluso, como ha pasado en todo tipo de crisis, las consecuencias de la pandemia pasarán a ser efectos colaterales como los de las guerras, que nos quitarán derechos y nos someterán aún más a la dictadura de Wall Street.
Y como yo no vengo a alentar la revuelta contra los trumposos racistas ni a incitar a la revolución, me limito a reinventarme como cada vez que me atraganto al tomar las uvas y pensar que voy a adelgazar, a hacer deporte, a ser más simpático, a sonréir a los míos, a ser ordenado, a comprender a los del Madrid, a no odiar a los que odian, pero ya sabéis que eso se hace siempre a partir del próximo lunes. Llega la nueva normalidad, a reinventarse toca. Aunque lo que me pide el cuerpo es reproducir la más célebre cita de Labordeta o de Fernando Fernán Gómez...
Con la misma convicción que los propósitos de enmienda de cada día uno de enero, todas las personas, todas las empresas y todas las instituciones han acudido a la palabra como si fuera el mesias que nos va a salvar a todos. Los líderes de opinión, ya sean tertulianos, taxistas o peluqueros llaman, casi arengan, a reinventarse.
Y qué significa reinventarse: volver a inventarse. Muy fácil, como si alguno supiera cómo en su día nos inventamos a nosotros mismos. La llamada genérica tiene un toque religioso, místico, trascendente, tanto que de alguna forma suena a reencarnación. Y cuando uno piensa en reencarnación no piensa en algo sino en alguien y rápidamente dudas si elegirías entre Amancio Ortega, Pablo Escobar, Manolo Escobar, Paquirrín o Rocío Monasterio.
Reinventarse como mundo se supone que es volver a ser lo que nunca fuimos: respetuosos, tolerantes, solidarios, pacíficos y darle el valor a la naturaleza (incluido en ella el ser humano) que ahora mismo le damos al dinero. Reinventarse como país es lo mismo y además ser menos desconfiados, menos envidiosos, menos viscerales y más comprensivos con el del otro equipo, partido o territorio. Reinventarse como empresa es la misma recopilación añadiendo compromiso, justicia social, ecología, valores igualitarios y principios. Reinventarse como persona es todo eso y también ser más empatico con los demás, más cívico, menos capullo, más compañero, más amigo y más familiar.
Pero no, como dijo Antonio López el otro día y han vaticinado tantos filósofos, sociólogos y humanistas: "El hombre, ni aprende ni se arrepiente". Todo seguirá igual, exactamente igual, con las mismas guerras, las mismas peleas, la misma beligerancia, el mismo culto a la economía, el mismo pisoteo al medio ambiente e incluso, como ha pasado en todo tipo de crisis, las consecuencias de la pandemia pasarán a ser efectos colaterales como los de las guerras, que nos quitarán derechos y nos someterán aún más a la dictadura de Wall Street.
Y como yo no vengo a alentar la revuelta contra los trumposos racistas ni a incitar a la revolución, me limito a reinventarme como cada vez que me atraganto al tomar las uvas y pensar que voy a adelgazar, a hacer deporte, a ser más simpático, a sonréir a los míos, a ser ordenado, a comprender a los del Madrid, a no odiar a los que odian, pero ya sabéis que eso se hace siempre a partir del próximo lunes. Llega la nueva normalidad, a reinventarse toca. Aunque lo que me pide el cuerpo es reproducir la más célebre cita de Labordeta o de Fernando Fernán Gómez...
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