Siempre he sido contrario a esa generalizada opinión paterna
de que los hijos tienen que estudiar carreras que tengan salidas. Al principio
pensé que se referían a la facilidad sexual de las jóvenes estudiantes y como
padre de tres varones y, llevado por cierto machismo, pensé que no era mal plan,
así que me uní al llamamiento para juntar a nuestros donceles con chiquillas
salidorras. Luego al comprobar que lo único que se pretendía era elegir el
futuro de los chavales desde el más pragmático materialismo, pensando
exclusivamente en la salida profesional lo más digna, accesible y, sobre todo,
bien pagada que hubiera, empecé a sentir sarpullidos.
Quizás es que tuve mala influencia y al ser hijo de
artistas, el tipo de orientación que recibí fue absolutamente contrario. De
entrada no trataron de influir en la elección de mi futuro y si lo hacían de
forma disimulada era siempre para llevarme hacia el lado menos práctico e
intentando despertar la escasa creatividad que habitaba en mi intelecto. Por
eso cuando dudaba entre matricularme en Historia o en Periodismo, ellos barrían
claramente hacia la menos práctica de las dos, la que podía aportar algo más de
conocimiento abstracto, del que dicen que no sirve para nada, pero sirve para
todo y más. Yo elegí la otra, pero no porque tuviera más salidas, que de eso
nada, todas eran unas estrechas, sino porque simplemente me gustaba más. Ellos
aceptaron, aunque seguían de cerca mis pasos para que no me fuese hacia el lado
oscuro. Recuerdo muy bien el día que le dije a mi padre que me quería comprar
un coche y él me dejó cortado con una sentencia que tardé varios años en
entender: “Ya, y lo siguiente que me dirás es que quieres trabajar en un
banco…”
Para él era lo peor, era venderse al dinero, entregarse a un
sueldo, dar la espalda a la cultura y a otras formas de vida más constructivas,
otras salidas. Y eso es lo que ahora se promueve desde nuestro sistema
educativo y ese sistema mercantilista que se nos ha impuesto. Ahora ya no hay
dudas, la crisis vuelve a ser excusa para cortar por lo sano cualquier atisbo
de inquietud cultural o de disidencia; se estudia para trabajar, nunca para
aprender, ni para saber, ni para ser más culto, ni mucho menos para ser más
sensible. Por eso no queremos que nuestros hijos sean profesores, ni historiadores,
ni artistas, ni periodistas y nos cegamos en un “cortoplacismo” pensando que si
son diseñadores de aplicaciones digitales, ingenieros informáticos, webmasters
o community manager tienen el camino allanado, cuando ni ellos ni nosotros
sabemos hacia donde va a ir este mundo y cuáles son las profesiones del futuro.
Por eso ahora, rodeados todavía de oraciones subordinadas,
logaritmos y listas periódicas y viendo lo coja que está nuestra educación de
la otra parte menos práctica y más creativa, sólo me atrevo a darles un
consejo: no os fiéis de las salidas... ni de las estrechas.
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