*Enrique Gómez-Acebo,
galerista y referente de una época dorada del arte español.
No era un acceso
fácil. Una puerta de cristal en el lateral del rellano del portal número 29 de
la calle Villanueva daba a una escalera que descendía hasta una acogedora sala
de arte de las de toda la vida. De toda la vida, sí, porque allí estuvo durante
45 años, desde que en 1969 abrió sus puertas con una exposición colectiva.
Allí, en ese sótano de edificio señorial del barrio de Salamanca, se coció
buena parte de la historia del arte contemporáneo español de finales del Siglo
XX y comienzos de XXI.
Allí, escondido en
su despacho, Enrique levantaba la vista al tintineo de la campanilla de la
puerta y, a través del reflejo de un cuadro oscuro estratégicamente colgado, observaba
quién entraba en la galería. Si era un amigo o un artista, saludaba gritando
desde su cubículo; si era un aficionado o curioso, dejaba que su escudero José
Ramón atendiera cortésmente y si era un coleccionista, afilaba el diente y daba
un salto de la silla.
Conocía como nadie
su profesión, la aprendió de Juana Mordó para quien trabajó, tras unos primeros
escarceos con el pincel, y con quien entabló una especial amistad y complicidad
que le llevó a abrir EGAM, animado por ella.
Al principio sus
paredes colgaron obra gráfica de nombres importantes procedentes de Juana Mordó
como Manolo Millares, Eusebio Sempere, Lucio Muñoz, Fernando Zóbel, Manuel
Mompó, Luis Feito o Carmen Laffón, pero pronto Enrique dio forma a su propio
equipo de artistas que con el paso del tiempo y una entrañable fidelidad que
dice mucho de esa no siempre fácil relación entre galerista y artista, se
convirtieron en el núcleo duro de EGAM. Eran Alfredo Alcaín, Mitsuo Miura,
Guillermo Lledó, Juan Antonio Aguirre, Alfonso Albacete, Gerardo Aparicio,
Ricardo Cárdenes, Santiago Serrano, José Miguel Rodríguez, Alberto Solsona,
Enrique Vara, Miguel A. Campano o Fernando Almela.
Él era EGAM y EGAM
era él. Enrique Gómez-Acebo Muriedas era todo lo que esas siglas significaban
para el mundo del arte. Tenía la elegancia, finura, exquisitez y exigente buen
gusto que quizás había heredado de la Mordó, pero aderezados con un sentido del
humor picante y una simpatía que invitaban a bajar asiduamente a aquel sótano
de Villanueva, indispensable para estar al día de los últimos chascarrillos
culturales de la ciudad.
Sí, EGAM estaba en
esa ruta obligada por el madrileño barrio de Salamanca para conocer las últimas
tendencias de pintura, escultura o fotografía y Enrique, en su afán por
descubrir nuevos valores artísticos, se erigió también en el impulsor de otra
interesante generación con artistas como Natividad Bermejo, Eduardo Barco,
Sandra Rein, Ignacio Barcia, Montserrat Gómez-Osuna, Pedro Morales, Fran
Mohino, Ramón Echevarria, Juan Asensio, Adrián Carra o José Piñar, entre otros.
En su Liérganes, en
la ópera del Real, en la calle Velázquez, en su familia y sobre todo en el
mundo del arte, Enrique, el “Mariscal”, deja un hueco tan grande como su estatura, el de alguien que
siempre creyó en lo que colgaba de la pared, que dio a luz a varias
generaciones de artistas y que supo ganarse el cariño de todos. Él era el señor
EGAM, todo un señor.
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