Dicen que era un dios de la mitología romana, el espíritu
encargado de selvas, bosques y campos y el primer responsable de delimitar un
terreno con piedras en las esquinas. Vamos, que inventó la propiedad privada y
por eso tiene su nombre en tan señorial avenida de la fase de desarrollo que da
salida a Arturo Soria, Canillas y Hortaleza hacia el desagüe automovilístico de
la M-40.
Sus casas denotan, por estilo y material de construcción,
que ya no pertenecen a esas promociones de los 50 y 60 que se mantienen en pie
un poco más arriba con su olor a sofrito de ajo y sus abuelas en bata de
guatiné paseando perros sin pedigrí. Silvano es ya de otro estatus, los
telefonillos ya tienen cámara, las ventanucas al patio son ahora terrazas que sobrevuelan
piscinas y pistas de pádel y los vecinos disfrutan de las "zonas comunes" (lo
que antes era: “Niño baja al patio que se ha caído un calcetín”). Consigue ese
objetivo de las nuevas promociones de albergar a la clase media, que es
media-alta en las casas que dan hacia el Conde de Orgaz y media-baja en las que
dan hacia Vila Rosa.
Por algún motivo es calle, cuando debería ser avenida. La
diferencia entre una y otra nomenclatura la marcan la anchura y la velocidad de
los coches. Quizás no haya conseguido el “upgrade” por culpa de los semáforos,
que están perfectamente sincronizados para joderte la mañana o la tarde, según
vayas o vengas. Qué tiempos aquellos en los que mi madre y yo nos hacíamos todo
Velázquez sin parar enlazando semáforos en verde o naranja. Cómo sufría el
cientoveintisiete después de dos kilómetros a fondo en segunda. Qué mal
conducía mi madre y qué bien nos lo pasábamos.
A mitad de calle el urbanista de turno sembró una plaza,
pero le salió mustia. Esa manía de los urbanistas de pensar que los espacios se
hacen solos: quito un bloque de viviendas y en medio crecerá vida. Pues no,
solo hay cacas de perros, y eso que cuenta con los tres mejores abonos para que
crezca vida, el kiosko, la farmacia y el estanco.
Abajo de la cuesta está la M-40, siempre atascada o a punto
de atascarse, la vía del tren hacia no se sabe dónde y el recinto ferial de
Ifema, auténtico pulsómetro de la ciudad. Que Madrid está en huelga, Ifema
bloqueado; que los taxistas y los uberes se pegan, reyerta en Ifema; que llega
la Navidad, Ifema lleno de circos; que viene Greta a España, Ifema lleno de
verdes; que el terrorismo nos sacude, Ifema se llena de muerte. Son tan
espaciosos esos gigantescos y fríos pabellones que rápidamente se hacen eco de
lo que hierve en la ciudad.
Al otro lado de la cuesta, es decir arriba, está el Palacio
de Hielo. Una de esas tretas administrativas que permitieron convertir terrenos
para uso recreativo y deportivo en insulsos e impersonales centros comerciales.
No precisa de descripción porque es igual que todos, con las tiendas en el piso
de abajo y toda la restauración amontonada en el piso de arriba, esa orden
administrativa que impide que bares y Zaras puedan juntarse y convierte la zona
comercial en un triste deambular de zombies que gritan y se desmelenan cuando
llegan a la planta de la cerveza.
De tanto ir a tan repudiado espacio, los chicos han
aprendido a colarse al cine y yo a asomarme a la pista de hielo a ver bofetones
sin tener que conectarme a Yutuv. Reconozco que ya casi no voy porque a algún
cretino se le ocurrió que las tiendas de los Vips no eran rentables; ay,
listillo, ahora te estarás comiendo los mocos viendo la cantidad de tortitas
que vendías gracias a las revistas que nadie compraba y los libros gordos y
baratos que tantos Reyes y cumpleaños han salvado.
Pues hoy me he levantado pensando, reconozco que algo
obsesionado, con la cuesta de Silvano y deseando que no nos toque ni bajarla,
ni sobre todo subirla, en los próximos días.
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