Lo reconozco, soy de los que suelo ver la Botella medio hiena. Tal vez sea porque cada vez soy más intolerante a la estupidez. Por eso no me gusta contar con semejante esperpento como embajadora de mi ciudad y cada vez que abre la boca siento ganas de meterme debajo de la mesa, como cuando mis padres me pedían que recitase una poesía a las visitas. Quizás desde entonces mi sentido del ridículo, la vergüenza propia y la ajena, las tengo excesivamente desarrolladas. Así que en cuanto Anita abre la boca yo busco una mesa camilla porque lo paso muy mal, no quiero que nadie me pueda identificar con ese ser e incluso siento lástima por ella. Eso debe ser lo que llaman síndrome de Estocolmo.
La última vez que la he oído, que no escuchado, ha sido haciendo esa proclama o llamamiento a los turistas de todo el mundo para que visiten nuestra maravillosa ciudad con el pretexto de que tienen que probar los bocadillos de calamares. ¡No!, my friends, forget it, si vais a venir a Madrid hacedlo por su cultura, su ambiente, su clima, su buen rollo, sus museos, sus bares, sus galerías, sus restaurantes, su tradición, su historia, su tolerancia, su sol, su Puerta del Sol, su Velázquez, su cielo, su Goya, su cocido, su deporte, su gente, su olor, su color, su Prado, su alegría, su Guernica, su ópera, su movida, su chueca, su Rastro, sus fiestas, su Plaza Mayor... pero el bocadillo de calamares no merece tanto esfuerzo y gasto. No es que no esté bueno, que sí lo está, pero es muy incómodo de comer; la grasa te chorrea por las manos y los morros, las servilletas que te dan son muy poco absorbentes, los calamares suelen estar algo chiclosos y cuando intentas morder uno, lo habitual es que se estire hasta límites insospechados, se salga del bocata, se caiga al suelo o se quede colgando de tu boca cual piercing o le dé un latigazo a alguna abuelita que pase por delante. Definitivamente el argumento no es el mejor para contrarrestar la caída del turismo en Madrid y quizás debería esta señora plantearse si lo que necesita nuestra ciudad es alguien con una altura de miras un poco más elevada. Como decía el otro día un humorista, nunca pensé que del matrimonio Aznar, José Mari iba a terminar siendo el bueno.
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