Casualmente en el día de la felicidad, en el que este blog
hablaba de la suprema felicidad social, me topé en el periódico con distintas
versiones de felicidad y sin quererlo fui hilvanando unas con otras, como el
juego de las palabras encadenadas. La primera la protagonizaban un grupo de los
llamados subsaharianos, un grupo de negritos, probablemente de Mali, Niger o
Costa de Marfil, que habían conseguido su objetivo vital y estaban en Melilla,
el comienzo de su idolatrado paraíso. La imagen no tenía el dramatismo de los
días anteriores, estaban vestidos, duchados, sin sangre y sonreían de oreja a
oreja mientras esperaban en la puerta de la comisaría para conseguir una orden
de expulsión, una ansiada orden de expulsión que se convierte en su pasaporte
para convertirse en un “sin papeles” y moverse por España y/o Europa con cierta
libertad y con un futuro indigno, pero mucho más digno del que dejan atrás. El
que hace la ley hace la trampa y nuestras fronteras con muros, vallas con
cuchillas y policías disparando inofensivas bolas de goma tienen un inmenso
agujero legal y burocrático que llena de esperanza a estos jóvenes que se
equivocaron de país al nacer.
Dos páginas después veo la cara sonriente de un tal Wilders,
cuyo curriculum presenta como racista a secas y que está feliz porque cada vez
encuentra mayor respaldo en Holanda, como Le Pen en Francia, a sus teorías
xenófobas. El populismo mal entendido favorece a estos cantamañanas que calcan
en sus declaraciones y línea de pensamiento a un tal Adolf que hace 75 años
consiguió el respaldo popular para cometer el episodio más aberrante y
vergonzoso de la humanidad. A Marie Le Pen la escuché hace poco en una
entrevista en la que daba argumentos demagógicos para defender su inhumana
actitud: “¿Usted metería en su casa a alguno de estos?”-preguntó-, a lo que la
entrevistadora, desafiante, contestó que sí. No creo que esa sea la pregunta ni
la contestación. Yo también hubiera dicho que sí y sobre todo me hubiera negado
a seguir con este hipócrita sistema que los atrae para después despreciarlos y
humillarlos y que nunca afronta el problema desde los países de origen.
Sigo pasando páginas en busca de más felicidad y encuentro
una nueva imagen de sonrientes caballeros; son Pablo Isla, César Alierta y
Francisco González riendo a carcajadas a la salida de alguna reunión, puede
que indigna. La fotografía sirve para ilustrar el ranking de los ejecutivos
mejor pagados de nuestro país, un ranking malévolo que se publica cada año para
su desgracia y el odio y/o envidia de sus conciudadanos. Supongo que la mayoría
de ellos ha hecho méritos más que suficientes para estar donde están y para
tener salarios astronómicos, pero eso no quita que su publicación a escasas
páginas de las otras informaciones resulta un tanto obsceno o poco estético y,
en este caso, sí que la demagogia está más justificada.
Yo, como lector, soy feliz viendo tanta cara feliz, aunque
si escribo esto es porque es una felicidad un tanto atormentada.
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