Tumbado encima de decenas de maletas en lo alto de un vetusto camión rumbo hacia Tindouf. Delante van cuatro autobuses repletos de corredores solidarios. Acaba el Sahara Marathon y noto que me va dando el bajón de todos los años; una vez pasada la tensión provocada por el peso de la responsabilidad, todo el agotamiento de las últimas semanas sale a relucir sin avisar. Miro a las estrellas e intento repasar los mejores momentos del intenso viaje, pero me quedo dormido con el traqueteo del camión y los frenazos de la escolta.
Supongo que la mayoría de mis acompañantes coinciden en esos highlights de la semana: la hospitalidad de la familia, la grandeza del desierto, la música en las dunas, la alegría de los niños corriendo o los típicos gritos guturales de las mujeres saharauis. Yo no soy menos, pero quizás porque ya lo he vivido muchas veces, los momentos especiales que me llegan a la cabeza son mucho más tontos, casi anecdóticos, pero muy reveladores de lo que es este viaje.
Sin ni siquiera haber iniciado el vuelo, en Madrid, en la calle Príncipe de Vergara, tuve la primera inmersión en el profundo y mágico mundo saharaui. Mientras recogía los visados y ultimaba los detalles legales antes de ir al aeropuerto, Mahayub, el delegado consular, estaba algo estresado porque íbamos justos de tiempo, pero entre llamada y llamada me ofrecía un te calentito para que me fuera adaptando. Tomar te saharaui en el barrio de Salamanca es cuando menos relajante. Lo peor fue cuando volvió a sonar el teléfono y Mahayub me dejó esperando durante media hora porque llamaban desde el Sahara para pedirle la mano de su sobrina y allí me quedé yo escuchando el ceremonial de la jaima, el camello que iban a matar, los invitados, el novio... Inmersión inmediata en los campamentos.
Una vez allí, en Smara, os podría contar mis mejoras con el hassania porque Dumaha ya me ha enseñado a decir que tengo hambre, sed o sueño e incluso sé decir catorce y veintiocho con cierta fluidez. Pero me quedó grabado un momento que pudo ser dramático pero quedó en anécdota. El primer Ministro saharaui se dirigía a una delegación de corredores de todo el mundo y yo tenía que traducir su filosófico discurso. Empezaba a pasarlas canutas cuando vi que al fondo de la sala varios de los asistentes se levantaban angustiados por la presencia de un gran escorpión entre las colchonetas en las que estaban sentados. Un valiente saharaui lo cazó con una gorra y lo metió en una botella. Todos nos quedamos algo asustados por lo que podría haber pasado, pero en Primer Ministro siguió hablando de la moralidad en el deporte y yo translating.
No hay muchos animales en el desierto, aunque todos hemos visto alguna que otra cucaracha meterse por el agujero negro del retrete. Eso sí, su paulatina occidentalización les va llevando a tener cada vez más gatos o perros a modo de animales de compañía, cosa que las cabras y los camellos no son. También hay ratoncillos y nosotros teníamos un par de ellos como mascotas. Uno estaba en la oficina de carrera y nos controlaba mientras dábamos dorsales; el otro estaba en el almacén, donde yo me recluía en solitario para hacer las cuentas o repasar el programa. Se trata de un despacho muy particular, lleno de polvo y mierda, con las cajas amontonadas por todas partes, sin luz eléctrica durante buena parte del día... Pero yo me encuentro muy a gusto allí, escondido y con el ratoncito pasando entre mis pies. Si en Madrid veo un ratón, os aseguro que salto encima de la mesa, pero allí es parte de mi familia.
Pero ya que hablo de mi familia y si me tengo que quedar con un momento de toda la semana, sin duda me quedo con el rato que pasé con Mohamed, el padre de nuestra familia, jugando a un juego de mesa, o de alfombra, saharaui. Se juega con cacas secas de camello y es una mezcla entre las canicas y la petanca, pero con olorcillo. Lo pasamos en grande.
Ya sé que esperabais aventuras e historias más truculentas de tan apasionante viaje, pero es que yo siempre me quedo con las nimiedades. Eso sí, de toda esta experiencia he sacado una clara conclusión: no me vuelvo a dormir arriba del camión, menudo trancazo me he pillado.
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