viernes, 7 de diciembre de 2018

EL COCHE DE CAMUS

Albert Camus murió en un accidente de tráfico. Entre los hierros retorcidos del coche se encontró una bolsa que contenía un largo manuscrito con la obra que estaba terminando en aquellos días. La maldita carretera acabó con la vida de uno de los escritores más geniales que ha dado la raza humana y que, como tal, había sido ya reconocido con la máxima distinción a la que puede aspirar un literato. A sus 47 años, el francés, nacido y criado en Argelia, era ya toda una institución mundial con el premio Nobel acreditando su magia en la escritura, perfectamente reflejada en La Peste, El Extranjero, Calígula y otras tantas obras maestras.
Sin embargo, el escritor acababa de ser entrevistado en una revista y en su póstuma conversación reconocía que su carrera literaria acababa de empezar, que él sentía que era entonces cuando estaba comenzando a escribir bien y que todo lo que estaba por venir era mejor que lo que había quedado atrás. De alguna forma es el devenir lógico de cualquier carrera artística, basada en la creatividad, pero también en las vivencias, en la técnica cada vez más depurada y en la experiencia vital que poco a poco se va plasmando en el papel. El manuscrito, con todas sus anotaciones a pie de página y sus múltiples correcciones, terminó siendo otra de sus obras maestras, "El primer hombre", una deliciosa novela autobiográfica altamente recomendable para entender la sociedad de entreguerras, las calamidades de los emigrantes en el norte de África o el vacío vital de uno de tantos huérfanos de guerra. Leyendo ese emocionante relato y conociendo el trágico final de su autor, uno no puede dejar de preguntarse en cada línea, cómo hubiera sido la obra de Albert Camus si la carretera no hubiera segado su vida. Si "La Peste" era ya acongojante y su autobiografía te encoge el corazón, cómo iban a ser las obras de su madurez, ahora que empezaba a ser un autor adulto.
El pintor Lucio Muñoz, cuando vislumbró que el cáncer le estaba ganando la partida, una tarde de principios de mayo, comentó amargamente a uno de sus hijos que lo que peor llevaba de tenerse que morir era que sentía que justo en ese momento estaba llegando a su plenitud como artista, que después de una trayectoria coherente y creciente, se encontraba en ese zenit creativo en el que las dudas habían sido vencidas y que su trabajo contaba con el más importante de los reconocimientos, el del propio artista. Sentado en su sillón de orejas, mirando al ya florecido jardín y escuchando, como cada tarde, a Julia Otero y al profesor Delgado, sentía la angustia de la cercana muerte no como un mal natural personal sino como el desastre en una esforzada carrera artística que era truncada por la enfermedad.
La semana pasada, cuando se inauguraba en la galería Marlborough la exposición conmemorativa del veinte aniversario de su desaparición, los hijos respondimos a algunas preguntas de familiares y amigos. "¿Qué época de su trayectoria es la mejor?" Y nosotros contestábamos que todas, pero en el fondo sabiendo que la última es siempre la mejor, la que el artista estaba llevando a cabo plenamente convencido de estar recogiendo en una tabla todo lo vivido y lo sumado a lo largo de todos esos años de continuo aprendizaje.
Camús murió muy joven, como otros tantos genios. Lucio murió con 68 años, edad también escasa para un artista que en esos momentos hablaba a gritos con su pintura. No soy nadie para hacer un análisis crítico de su obra, pero sí sé que paseando por la galería, ante esas maderas más o menos vestidas, más o menos desnudas, siempre me embarga la misma pregunta que todos se hacen con Camus y los otros genios que el destino nos robó: ¿Cómo hubiera sido la obra de Lucio si la quimio hubiese triunfado?
A veces me reconforta irme a dormir imaginando esos cuadros que no llegaron a ver la luz y ya de paso imaginándole a él, silbando feliz, como siempre, ante una nueva obra que consideraba terminada.

viernes, 2 de noviembre de 2018

FABADA JAPONESA

La fabada estaba espectacular, como la de los mejores restaurantes de Asturias. Todos han repetido y han elogiado a los cocineros sin percatarse de que eran simplemente dos latas de Litoral recalentadas. Habrá que esperar a la tarde para ver si el guiso precocinado tiene efectos secundarios. A buen seguro que los tendrá. He dudado si reconocer el sacrilegio, pero habíamos pactado que guardaríamos el secreto para evitar los lógicos prejuicios. Qué difícil es guardar secretos y qué poca gente sabe hacerlo. Ha sido una buena sobremesa después del genocidio. Los avispones que han anidado en el ático han tenido un triste pero inevitable final. Anoche pasamos por momentos de pánico viendo a esos monumentales insectos volando de un lado al otro de la cámara en busca de una salida o de un humano al que inyectar. Ahora me rodean sus cadáveres, algunos aún se retuercen moribundos para provocar a mi asesina conciencia. No son avispas asiáticas porque según nos han informado los bomberos, todavía no han llegado a esta zona. La única solución era llamar a una empresa de detección de plagas para que acudieran con sus disfraces rojos (las avispas no ven bien el color rojo) y las pulverizaran. Como había que esperar bastantes días y muchos euros, al final he decidido pasar a la acción. Mi atuendo es ridículo y los chicos me lo constatan con sus risas, pero noto que el pequeño se siente protegido por ese poder sobrehumano que solo los padres tienen. Tengo que salvarle de una picadura que puede llegar a ser mortal. Son gigantes. El nido está dentro del pladur de casa y pueden aparecer por cualquier sitio, pero el traje ignífugo me protege. Vacío el bote entero de Raid multiinsectos y van saliendo del escondite envueltas en mejunje blanco. En el interior de la casa ya solo quedan crujientes insectos esparcidos por el suelo y un insoportable pero recomfortante olor a insecticida. He seguido los consejos de bomberos y técnicos matabichos y eso tranquiliza de alguna forma mi instinto demoledor. Nunca fui animalista, pero aunque bromee con el peque amenazándole de que si no apaga el ordenador algún lindo gatito morirá, tampoco soy tan salvaje. Cuando era pequeño también pensaba que mi padre me salvaría de cualquier peligro. Cuando murió tuve esa angustiosa sensación de estar solo ante el peligro, sin nadie que pudiera hacer una llamada a un amigo o darte un consejo milagroso. Hay un momento en la vida en el que tienes que dar un paso adelante, esconderte por la noche para envolver regalos o apagar las luces que los tuyos van dejando encendidas. Sigo con la doble obsesión de la tarifa de la luz. Por el día es más cara y por la noche es más barata, así que el lavaplatos no se pone hasta las once. Lo que es curioso es que en la casa del pueblo, como no tiene tarifa nocturna, nadie se preocupa por el consumo y las luces están siempre encendidas como si allí el voltio fuese gratuito. Con los años uno se va volviendo tacaño y arisco. El otro día vi las fotos que mi mujer había tomado del viaje a Japón; me sorprendió que en ellas salía mucho yo. De todos los viajes familiares solo tengo fotos de ella y de los chicos, pero yo apenas salgo. Soy poco de selfies. Me deprimió verme tan serio, con cara de enfadado casi siempre y me propuse hacer un esfuerzo para evitarlo en el futuro. Yo no soy así. Normalmente estoy feliz y contento por dentro, pero mi cara denota al exterior preocupación y enfado y me jode un montón. Claro que todos tenemos preocupaciones, múltiples y de distinta gravedad, pero es el coco el que ahonda en ellas y a veces no te deja dormir. Cuando no te sobresaltas por la noche con algún mal rollo laboral, lo haces con el examen del niño, el comentario del vecino o las avispas que invaden tu hogar. La mente es mucho más peligrosa que el entorno. En el fondo lo que te preocupa es que los de alrededor estén bien. Una vez alguien me preguntó si prefería regalar o que me regalaran. Solo los niños pequeños eligen la segunda. Por eso nos gusta tanto ser anfitriones y cuidar a los amigos, con una buena fabada y en una casa sin avispas. Y después, cuando se han marchado quedarte un rato leyendo las delicatesen de Dazai y escribiendo cuatro líneas intentando imitar su estilo. Para ir a Japón nos leímos cinco o seis libros de este simpático y desquiciado suicida y como podéis ver seguimos enganchados a él y al país del sol naciente. Habrá que volver. Como decía un amigo saharaui, se me están empezando a mezclar las tripas... y la mente.

martes, 23 de octubre de 2018

EL DÍA EN QUE ANTONIO LÓPEZ SALVÓ LA VIDA

Cuando le dije a mi padre que no iba a continuar con mis estudios, me recriminó con un gran disgusto: "Lo que me faltaba, lo siguiente será que te vayas a trabajar a un banco, te compres un coche y te cases". No sé por qué extraña ecuación unió en sus conclusiones estos tres elementos, pero desde entonces temí que sus peores augurios se cumplieran y cuando me compré mi primer coche, el Suzuki Swift Sedan, lo escondía, no por feo (que también) sino por ser uno de los tres pecados de vulgaridad a los que estaba condenado. Lo del banco no llegó a ocurrir y eso salvó mi buena reputación y la relación con él, tanto, como para atreverme a llevar a casa a la "miope" estudiante de bellas artes que se había fijado en mí e incluso a plantear la posibilidad de casarnos.
Por aquel entonces a mi padre se le había pasado ya el enfado porque había comprobado que, aunque no iba a ser premio Nobel de nada, su tercer hijo parecía tener un futuro más o menos digno y lejos de la temida banca. Pero sobre todo estaba emocionado con esa artistilla que le pedía consejo como buena discípula y con la que podía hablar de pintura, música o literatura. Quizás por eso fue el primero que se entusiasmó ante la primera boda de la familia. Tanto, que ofreció su estudio para el banquete.
El regalo estaba envenenado porque os podéis imaginar cómo estaba el maldito estudio. Durante un par de semanas estuve con mis socios Fernando y Jesús sacando toneladas de madera, kilos de pintura, limaduras de metal y mierda de todos los colores. Al final, con callos en las manos, astillas en la piel y los pulmones emponzoñados de pigmentos con aguafuerte, conseguimos dejar aquello como los chorros del oro y visto para que el mismísimo Chicote pasara revista.
No hizo falta. Cuando ya estábamos buscando catering, colocando invitados y eligiendo música, mi padre tuvo la genial idea de consultar al arquitecto sobre la capacidad de la estructura de la casa para soportar el peso de tanta gente en una fiesta. Como era de esperar, el arquitecto se cubrió las espaldas de una forma muy sincera: "Lucio, yo creo que aguanta sin ningún problema, pero si me preguntas, te tengo que decir que no".
A partir de entonces la decisión quedaba en nuestro tejado y fue mi madre la que la saldó con una sentencia que nunca olvidaré: "Ya estoy leyendo el titular del periódico <<Mueren Antonio López y otras 199 personas al hundirse una casa>>". La boda cambió de escenario, nos bajamos al jardín, con la lógica sensación de tomadura de pelo de mis socios, la liberación del arquitecto y la conciencia tranquila de no habernos cargado a Antonio López y compañía.
El bodorrio en cuestión tuvo lugar hace 25 años exactamente. Desde entonces han cambiado algunas cosas: lo peor, que mis padres ya no están; lo mejor, que seguimos unidos y felices, con una familia maravillosa y viviendo en la misma casa, con ese impresionante estudio que iluminó la obra de Lucio Muñoz y ahora lo hace con la de Montse; ese mismo estudio en el que siguen sonando Bach y Purcell, que todavía respira cultura por los cuatro costados, huele a acrílicos y a madera y es punto de encuentro de la "movida" artística del momento, como lo fue cuando ellos vivían.
Y lo mejor de todo, sin noticias de la banca y Antonio sigue vivito, coleando y tan genial como siempre.
PD. Hay que reconocer que el titular es digno del estilo periodístico actual, buscando clics...

domingo, 14 de octubre de 2018

LAS PAVAS

Si mi cardiólogo leyera esta entrada, posiblemente me soltaría un sopapo. Razón no le faltaría, pero es que cuando estoy con amigos, disfrutando de una buena mesa y un buen vinito, siempre tengo necesidad imperiosa de terminar con un buen puro. Sí, un habano que voy saboreando alternando con sorbitos de vino y de café. No existe mejor placer. Y, no contento con eso, cuando mis amigos van retirándose, busco en la mesa las pavas que se han dejado a medio consumir, las enciendo y tranquilamente, sentado al sol, me doy mi último homenaje para terminar la sobremesa íntimamente conmigo mismo.
Lo de las pavas lo aprendí de adolescente con mis amigos del insti rebuscando los cigarrillos que los fumadores poco empedernidos habían dejado a medias en los alcorques del parque o en los ceniceros de las fiestas. Reconozco que es una guarrería y una miserable cutrez, pero tiene algo de compromiso ecológico y de instinto ahorrador que me excita. Cuando lo ves en la calle, protagonizado por indigentes sin recursos, sientes pena y hasta repugnancia, pero cuando estás en casa y no lo haces por necesidad, tiene un toque "drogata" muy atractivo.
Quizás sea el efecto de la pava lo que te baja a un mundo real y te permite hacer un "break" en la tontería que te envuelve día a día. Exprimiendo la pava ya no eres tan señorito, ni tan pijo y de alguna forma se te pincha un poco esa privilegiada burbuja en la que algunos vivimos.
Observando el azulado humo de la pava diluirse en el aire, con sus fantasmagóricas formas y siluetas, me he quedado adormilado reflexionando sobre estos últimos días en los que he estado subido en el carrusel del éxito, disfrutando de lo mucho conseguido por otros. En la deliciosa experiencia de festejar un Campeonato del Mundo (el de Jorge Prado), el sueño máximo al que uno puede aspirar después de toda una vida inmerso en el mundo del deporte, y en alguno de los eventos que periódicamente se siguen celebrando para reconocer la labor artística de mis padres, el mejor regalo que puedes tener como hijo. En los dos casos, la vivencia ha sido inolvidable y muy enriquecedora, pero siempre salpicada por esos matices agridulces que rodean los triunfos. Los egos de quien se sube al carro en el último momento y abre los codos como si fuese a despegar para hacerse hueco en la foto o en el listín de agradecimientos. Al principio me sentaba muy mal, pero después tomé una postura mucho más relajante, apartarme y dejarles sitio para que llenen la foto, colmen su ego y consigan tres seguidores más en Instagram.
Y en eso, cuando la pava se consumía y los dedos empezaban a oler a carne quemada, han aparecido por la puerta mis hijos que regresaban de hacer un poco de motocross.
 -¿Qué tal, cómo ha ido?
-Muy bien papá, lo hemos pasado genial y hemos comprobado lo malo que somos. 
En ese momento me ha recorrido el cuerpo una inmensa satisfacción de deber cumplido, de haber sabido transmitir el valor más valioso que existe, la humildad. Y es que, como decía uno que ha llegado muy arriba, hay que ser humildes, muy humildes, los campeones del mundo de la humildad...
PD. No es necesario decir que esta entrada la escribí fumado, pero lo digo.

domingo, 16 de septiembre de 2018

EL TRISTE

Hace un año publiqué esta foto en redes sociales y prometí comentarla, pero se me pasó. Ahora, que he vuelto al lugar de los hechos, cumplo lo prometido porque me consta que estáis en un "sinvivir" desde entonces.
La instantánea en cuestión recoge el histórico momento del debut de un servidor como enviado especial. Momento estelar de la humanidad que suponía el lanzamiento hacia el estrellazgo de tan insigne fotógrafo y periodista. Era allá por el año 1984, cuando el protagonista era un yogurín de tan solo veinte años. Un par de meses antes había llegado en mi Vespa roja a la redacción de Marca y me había ofrecido voluntario para cubrirles la información de motocross; para mi sorpresa me dijeron que sí y, por si fuera poco, en unas semanas me pasaron también el trial, el enduro y la velocidad.
Mi pasión por la dos ruedas era tal, que confiaron a tope en un tímido chavalín y me sacaron un billete para viajar a Assen, la catedral. Menudo sitio para tomar la alternativa. Allí me presenté a dar constancia de los primeros grandes éxitos de la generación heredera de Ángel Nieto. Fue el primero de muchos viajes al norte de Holanda. En las verdes y húmedas praderas de Drenthe vi ganar a Aspar, a Sito, a Mamola, a Schwantz, a Rainey... Asistí al encontronazo entre Sito y Sarron, presencié como Garriga reventaba el carenado de su Cagiva sin caerse, vi a Parra llegar a meta con toda la cara ensangrentada por haberse "tragado" una gaviota, fui víctima de los borrachos que tiraban latas a los fotógrafos y estuve a punto de perecer aplastado por un sidecar que se salió de la pista... Pero sobre todo lo pasé en grande con los compañeros periodistas de la SARNA que me acogieron como uno más y me apodaron desde el primer día con el seudónimo de "El Triste", porque solo bebía Coca Cola y trabajaba como un descosido.
Treinta y cuatro años han pasado desde entonces. No es necesario hacer ningún otro tipo de cuentas, pero he vuelto al redil y sigo cumpliendo con la cita anual de Assen. La pista ha cambiado un poco, sobre todo porque la tapan con toneladas de arena para que pueda celebrarse el Campeonato del Mundo de Motocross. Las circunstancias también son distintas, el tono del pelo ha palidecido levemente, el equipo fotográfico ha evolucionado, las burbujas de la Coca Cola han sido sustituidas por los taninos del vino, las crónicas llegan de forma instantánea por correo electrónico y no hay que leérselas a un taquígrafo para que las teclee en la Olivetti...
Entre ambas fotos, las peripecias del destino, las peores despedidas, las mejores bienvenidas, muchos años de trabajo, mucho disfrute y la gasolina como hilo conductor. Llegué a las motos ayudando y acompañando de circuito en circuito a mi amigo Carlos Tertre, luego como testigo "juntaletras" y fotero, después empujando a Julián Miralles, más tarde organizando las carreras y ahora, unos añitos después, seguimos en el mismo ajo, remando para que Jorge Prado alcance un sueño. El viaje ha merecido la pena.

PD: Soy un tramposo porque la foto es del año pasado y ahora tengo menos pelo y más blanco, más arrugas y más kilos, pero una sonrisa de oreja a oreja muy poco triste.

miércoles, 1 de agosto de 2018

ARIGATO GOZAIMASU

No sé  que tendrán los aviones que me provocan turbulencias mentales. Quizás sea la presión, los nervios o el tempranillo manchego que me acabo de apretar. El caso es que me da por observar a mi alrededor y me sale el instinto más gore que llevo dentro.. La pareja que va delante son dos japoneses treintañeros que viajan a Ibiza con una guía de los mejores clubs de la isla, digamos que igual que mi Lonely Planet pero en donde viene una doble página del Museo Nacional de Tokyo o del Kinkayo Ji de Kyoto, en su libro viene una doble de Pachá o de Amnesia; y donde a mí me pone los horarios y las obras que no debo perderme, a ellos les pone el tipo de música, el Dj residente y los precios de las copas. Me ha bastado con ver la guía para hacerme todo tipo de prejuicios sobre la parejita, algo que después se ha confirmado viendo la película que han elegido para la primera franja del vuelo: una especie de King Kong en la que un montón de gigantescos animales atacan Chicago destrozando todo lo que pillan por delante, menos el Helicóptero del Marine bueno..
En el asiento de atrás llevo un gorila con un tamaño de bíceps muy similar al del mono que atacó Chicago, así que voy a hacer todo lo posible por moverme poco  y no molestar demasiado con el respaldo. En diagonal va un matrimonio joven con dos niñas gemelas o en su defecto, igual de mal educadas. Chillan cuando intentamos dormir, saltan encima del asiento y hablan siempre demasiado alto. Son esas típicas niñas (o niños) que siempre hay en los restaurantes o en los aviones y que cuando no les conocemos siempre decimos eso de “a esta niña lo que le pasa es que nunca le han dado una buena hostia”. Pienso en ofrecerme voluntario, pero me temo que ni la azafata ni el padre van a entender mi gesto solidario. Siempre que me ocurre esto, miro de inmediato a mis hijos por si ocurriera que fuesen ellos los merecedores del sagrado premio, pero por esta vez están tranquilos, dos tostados y uno jugando con el móvil (haced quinielas que las acertáis).
Están agotados después de casi tres semanas de viaje y, sobre todo, del madrugón y el estrés de despedida de Tokyo. Resumamos diciendo que ha sido muy heavy. Como si estuviera preparado por una agencia de viajes especializada en experiencias intensas, el destino ha querido que el último recuerdo que nos llevamos de este país sea el de la turba arrolladora persiguiéndonos en la hora punta. Cada uno arrastrando su inmensa y pesada maleta de ruedas, sudando la gota gorda porque son las siete pero ya hay treinta humedísimos grados, blasfemando en arameo porque las estaciones son un puto caos, muy difícil de interpretar y sin escaleras mecánicas en muchos andenes. Tenemos miedo de perder el avión, pero más aún la vida en uno de esos tsunamis de autómatas ejecutivos matutinos que andan a gran velocidad con el GPS mental programado en línea recta, haya lo que haya en su trayectoria. De cientos en cientos, de miles en miles. Intentamos ir en fila para no perdernos, pero como cuando alguien pisa una oruga, la hilera se deshace continuamente y la oruga madre tiene que buscar un remanso de agua calmada detrás de alguna columna para intentar recomponer la familia.

Al final alcanzamos nuestro andén  y como somos parte del plan de evacuación del hormiguero, nos preparamos a subir al vagón que se detiene y que llega totalmente lleno. No cabe ni una persona, pero tú estás rodeado por una marabunta voraz que no va a esperar a otro tren. Te falta experiencia, pero rápidamente te enseñan el funcionamiento: el de detrás te mete el codo en los riñones, el siguiente hace una carga de rugby y todos gritan mientras empujan con fuerza; los de dentro, a la defensiva, también gritan y tú te sientes naranja a punto de ser exprimida. Lucito está a punto de llorar. Contenemos la respiración y la risa nerviosa durante las tres estaciones que dura el infierno, poco a poco la presión va disminuyendo e incluso encontramos algún asiento para sentarnos en este tren que poco a poco va dejando atrás Tokyo , con rumbo a Narita. Es lo que tiene Japón, que cuando te vas te enseña su lado arisco para que pierdas el sentimiento nostálgico del fin del viaje. Me acuerdo de Barry Sheene y siento unas irrefrenables ganas de reencontrarme con los 43 grados de Madrid y con los taxistas refunfuñando. Por nada del mundo me iría ahora ni a Ibiza, ni a Chicago.

martes, 31 de julio de 2018

EL HARAKIRI

Después del fantástico recorrido que durante todo este tiempo nos ha adentrado en la cultura japonesa con toda su magia y sus rarezas, nuestro regreso a Tokyo ha sido, si cabe, más impactante. El permanente contacto con la naturaleza, el silencio de los templos y los recorridos por la edad media nipona nos han permitido conocer la cara más amable, diría que entrañable, de este país.
Sin embargo, cuando vuelves a la gran urbe, que también encierra infinidad de encantos con su animación, su arquitectura o sus museos, uno va entrando en la depresión profunda que te lleva a huir del país.
Es cierto que el balance es totalmente positivo y todo el optimismo que transmitían las primeras entradas del viaje se mantiene y en algún caso aumenta. Pero también hemos encontrado sombras que ya preveíamos y que algún amigo nos recordó, de una sociedad demasiado cuadriculada, excesivamente alienada y muy machista. Pero no entro a enumerar pequeños incidentes que hemos podido tener, sino tres escenarios de tres espacios en la vida urbana de Tokyo. A los que visteis el impactante documental "Frágil equilibrio" os sonará algo el tema.
En nuestro penúltimo día por aquí estamos dando las últimas pinceladas con los "caprichos" que cada uno tenía. Paseando por esta inmensa ciudad para llevar a un hijo a ver zapatillas, a otro a ver coches y a otro a ver museos, hemos tenido la curiosidad de entrar en varios establecimientos. Uno de ellos era un gigantesco sex shop de 5 pisos repleto de publicaciones como las que se vendían en España hace treinta años y muchos artículos de todos los colores y tamaños. Aunque no lo creáis no puedo dar detalles porque me he quedado en la puerta y me ha sobrado con el escaparate. Dicen también que la prostitución está prohibida, pero a juzgar por los locales de masajes y sus amables relaciones públicas, me da que estos tipos son bastante viciosos.
Después hemos entrado en una cafetería que el peque reivindicaba porque está ambientada en el rollo manga y las camareras van disfrazadas de niñas tontas de los años sesenta (por no poner algo más duro que podría ofender a algunos colectivos con capacidades diferentes). Nos han puesto orejas de peluche a todos, nos han hecho cantar en japonés y le han traído a Lucio una cutre hamburguesa con cara de osito por la que hemos pagado una millonada (eso sí, llevaba brécol, que es lo que les gusta a los nenes). Hasta ahí el espectáculo era lamentable, pero yo he entrado en depresión cuando he mirado a mi alrededor y he visto que, salvo otra mesa de turistas, los demás clientes eran hombres cuarentones solitarios con cara de desquiciados. Mientras los chicos buscaban cuchillos para hacerse el harakiri, he seguido observando y escuchando las conversaciones, para comprobar que las chavalas que trabajan de tonticamareras se creen su papel y disfrutan de él y que los depravados vejestorios que toman batidos babeando hablan en tono carameloso como si ellos también hubieran escapado de una peli de gnomos. A partir de ahí he perdido la cabeza pensando en lo que cobrarían esas criaturas y en cómo sería su vida, su casa, su familia, pero antes de romper a llorar he fundido la Visa y nos hemos ido.
De camino al hotel, hemos cumplido otro de los objetivos, entrar a un salón de juegos recreativos "Pachinko" y entonces sí que he entrado en crisis de ansiedad y me he tenido que hacer una tortilla de Enantium con Orfidal. Supongo que la mayoría lo conocéis, pero lo resumo. Se trata de locales muy grandes, repletos de máquinas tragaperras similares a las nuestras, pero con un sistema de juego muy distinto y bastante cachondo, porque los jugadores van metiendo canicas de metal por un embudo y van cayendo por los laterales de la máquina, dentro de un complejo sistema de suerte que combina con imágenes de videojuego. Digamos que una máquina es hasta bonita, pero cientos de ellas juntas, encendidas todas y con el salón repleto de gente, que es como suele estar, da mucho miedo. El ruido es ensordecedor y el ambiente de ludopatía tristísimo. Los habitantes de ese inframundo son todos y cada uno de ellos dignos personajes de un libro de Dazai o de cualquiera de los escritores suicidas japoneses.
El impacto ha sido tan grande que por la noche hemos regresado para ver el mismo espectáculo, pero en esta ocasión exclusivo para ejecutivos, todos ellos de uniforme, sin la corbata, y echando bolitas y bolitas hasta enloquecer. Sus caras y sus sudorosas camisas lo dicen todo de una sociedad que se desliza de forma preocupante y agobiante hacia el abismo. Me he quedado dando vueltas de nuevo a sus vidas, he imaginado sus siguientes horas, empapadas en Sake, de paseo por el sex shop y hasta tomando ositos de carne picada. Entonces he entendido lo que vi el otro día y me aterrorizó: un cementerio exclusivo para suicidas.

sábado, 28 de julio de 2018

EL SIESTÓDROMO

Cuando viajas al extranjero siempre surge ese instinto patriota capaz de detectar a tus paisanos a cientos de metros de distancia o de presumir de los inventos nacionales que hemos ido exportando a lo largo de la historia. La verdad es que uno siempre se queda en los de siempre, la fregona, el chupa chips y la siesta.
Pues no, resulta que en lo de la siesta, los japos nos sacan vuelta y media. Desde hace mucho tiempo tienen inventado el auténtico siestódromo, un espacio en ciertas zonas turísticas para que la gente pueda descansar, tirarse a la bartola y roncar (véase que bartola lo he escrito sin mayúscula). En
cualquier punto que acoja visitantes de forma masiva cuentan con espacios de descanso, en muchos casos refrigerados, con agua vaporizada o mangueras y muchísimas máquinas expendedoras. Todo lo que sirva para mitigar el insufrible calor es poco, por eso entiendes rápidamente el motivo de la sombrilla japonesa tradicional, no es que estén esperando al monzón (que también), es que hay que cubrirse del sol asesino como sea. El paipai es otro gran invento de la zona y el más preciado regalo del merchandising local, así que volvemos con las maletas repletas de abanicos con publicidad de todos los centros comerciales habidos y por haber.
El país está muy bien preparado para dar servicio a su gente y sus visitantes y, por ejemplo, hay cuartos de baño públicos por todas partes y no te cobran por dejar tus recados. Para los fumadores, aunque no está permitido fumar por la calle (para evitar quemar a alguien en las aglomeraciones) hay habitualmente zonas reservadas en alguna esquina o incluso en restaurantes y trenes.
Hay otros muchos inventos occidentales que uno sí echa en falta cuando viaja por estas islas tan peculiares. Algunos tan habituales y útiles como las rotondas. Simplemente no existen, hay cruces normales por todas partes y en los puntos conflictivos cruces de hasta seis calles, pero sin rotonda, lo cual se agradece porque eliminan el espacio para que el alcalde de turno inaugure su escultura. A cambio tienen unas gasolineras muy cutres (no hay ningún país en el mundo con el nivelaco de estaciones de servicio que tenemos en España), pero galácticas en cuanto a tecnología, ya que en muchas, los surtidores están en el techo y solo descuelga la manguera.
Siguiendo con las mangueras, la fontanería tiene su punta de lanza en Japón, con enorme creatividad en todos sus utensilios. Ya os hablé de los chorritos anales y de la tapa calenturienta, pero además tienen lavabo con desagüe directo a la cisterna para reciclar agua (espero que no funcione al revés) y grifo compartido entre el lavabo y la ducha, así que evitan poner grifería en las duchas y simplemente tienen el tubo extensible con el "teléfono". También es habitual en los hoteles, donde el espacio vale oro, instalar un pequeño cuarto de baño a modo de cubículo de plástico, similar a los que llevan las autocaravanas, con todo integrado y un desagüe en el suelo, de tal forma que te puedes duchar en medio del cuarto. No es demasiado cómodo porque se mueve cuando das un paso y piensas que el anunciado terremoto ya está aquí.
Al margen de fontanería y pocería, no se puede decir que la electricidad destaque por su eficiencia. Más bien parece un
milagro que algo funcione con esos postes llenos de cacharrera, con el guirigay de cables y con enchufes de patillas planas y voltaje de 125 v. como en el siglo pasado en nuestro país. Tampoco tranquiliza saber la profusión de centrales nucleares en un lugar con tanto riesgo sísmico. Eso sí, en tecnología van por delante; hay wifi donde quieras, pantallas táctiles y ultramodernas de todos los tamaños y funcionalidades y aquí no puedes sentirte nunca solo porque la nevera, el horno, la ducha o el coche te hablan.
Pues eso, que aunque llevemos aquí ya un montón de días y el viaje se acerque a su fin, no dejamos
de sorprendernos a cada minuto, pero no porque tengamos que envidiarnos unos a otros, sino porque somos tan distintos que es bueno tener siempre la mente abierta para entender otras culturas y reconocer sus avances. No nos olvidemos de que estos tíos son una potencia mundial en cuanto a tecnología e innovación y que fueron ellos quienes inventaron el Tamagochi.

viernes, 27 de julio de 2018

MÚSICA DE FRESA


Qué bien se come en Japón. Llevamos un montón de días y no nos cansamos de probar ricos y sustanciosos platos. Durante los primeros días, con las caminatas y el calorazo, lo sudábamos todo y llegamos a perder peso, pero desde que hemos alquilado coche, estamos andando mucho menos y tenemos exprimido al máximo el aire acondicionado. Desayuno, comida y cena en restaurante, más todos los helados del mundo, me temo que vamos a tener que reservar otra fila de asientos en el avión para encajar al luchador de sumo en que alguno se está convirtiendo.
 Además, apenas hemos probado la fruta en dos semanas. Casi no se vende y la poca que hay tiene precios prohibitivos, como dos rajas de sandía por 8 euros o un racimo de uvas por más de 50 euros. Los menús y la comida callejera son muy baratas, pero como quieras ser caprichoso y probar la carne de Kobe o el buen sushi, la cosa se va complicando. Además del precio tienes que tener en cuenta que cada restaurante se especializa en un tipo de comida y eso, que a veces da mucho gusto, cuando viajas en familia es una gracia porque en el sitio de ramen no hay sushi y en el de Okonomiyaki no hay tempura.
 Para el desayuno hay que estar preparado, porque como caigas en un ryokan un poco rural te ponen desayuno japonés y nuestro paladar todavía no está preparado para comer verduras cocidas, pescado ahumado y tofu relleno de atún según te caes del tatami. Los mayores nos tomamos gustosos la sopa de Miso, pero los peques se han hecho asiduos del Seven Eleven, el Lawson y el Family Mart y cada día hacen la compra nocturna para preparar el desayuno del día siguiente. Entre estos supermercados y las máquinas de vending que encuentras por todas partes y te venden cualquier cosa, la muerte por inanición no es fácil por aquí.
Las compras hay que pagarlas casi siempre en cash, porque en otro de los contrastes de este país tan contradictorio, todavía hay muchísimos sitios que solo cogen dinero montante y sonante (y por cierto en cantidades elevadísimas, algo así como si siguiéramos nosotros hablando en pesetas). Hasta los hoteles hemos tenido que pagar en billetes en varios casos, así que si os animáis a venir, preparad el fajo.
En los restaurantes hay varias cosas muy atractivas como el vaso de agua que te sirven según entras o el escaparate con las fotos o reproducciones 3D de todos los platos o la imposibilidad de dejar propinas o, lo que más me gusta a mí, cuando terminas, te levantas y te vas a la puerta a pagar sin tener que esperar horas a que el camarero se digne a traer la cuenta.
En muchos sitios se entra descalzo y a veces te dejan chanclas para que vayas al servicio y no pises los "meos" del suelo; la verdad es que no sé que prefiero porque me da que las babuchas que te dejan ya traen el gotelet incorporado.
La seguridad es total y puedes dejar las zapatillas, las maletas o la cámara donde quieras, que nadie te lo va a tocar. De hecho yo me olvidé en un bar la mochila con los pasaportes y la cartera y volví media hora después y allí estaba. Montse perdió su móvil en el castillo de Hikone y al rato llamaban de la comisaría de policía que lo tenía en su poder. Así que la única baja del viaje van a ser mis chanclas, que después de superar varios años de veraneo y de Sahara Marathon, han decidido venir a morir en un Airbnb de Kyoto.
Eso sí,  el gusto estético, en general, es cuando menos cuestionable. Me refiero a los carteles publicitarios, la decoración de los restaurantes, las imágenes de las calles, los programas en la tele, las revistas... bueno y también a la indumentaria, el urbanismo o la música. Sí, uno va caminando por un pasadizo comercial o entra en una tienda o un restaurante y siempre vas oyendo, que no escuchando, de fondo una desagradable musiquilla pastosa, blanda, como de gominola o de dibujos animados. Los chicos rápidamente han bautizado el género como música de fresa y la van comparando con las melódicas sintonías de Oliver & Benji, Shin Chan o Doraemon... Por cierto, que bien reflejan Novita y el gato cósmico la atmósfera japonesa.

miércoles, 25 de julio de 2018

EMPIEZO A TENER MIEDO

Este maldito país es un buen lugar para el miedo y reconozco que empiezo a tener conatos. Los  síntomas iniciales llegaron cuando me topé con el primer cementerio sobre una colina, pero después los síntomas confirmaron la dolencia cuando nos adentramos en la villa santuario de Koyasan, con sus más de 200.000 tumbas, con los monjes marcando el paso por las calles, con la magia de las campanas o como se llamen y el tétrico, misterioso ritual de las esfinges de piedra vestidas con gorros de lana y baberos rojos (por no hablar de las gigantescas y amenazantes esculturas de los dioses en posición desafiante y agresiva a la entrada de los templos).
La siguiente sensación de intranquilidad llegó en los callejones de Osaka porque no existe escenario más lúgubre y underground para ser asesinado por algún ninja de esos malísimos que tanto juego han dado en la cinematografía de este país.
También sentimos que íbamos a morir aplastados cuando nos enfrentamos al primer cruce de pasillos de metro en hora punta y comprobamos que lo visto en tantos documentales sobre Japón, no solo no está exagerado, sino que se queda corto. Nunca se te ocurra nadar contra corriente ni intentar cruzar en plena ola, solo puedes dejarte llevar por la marea y subirte al tren que ellos decidan. Supongo que cada día mueren centenares de niños y viejas aplastados por la multitud, pero las autoridades omiten la información. Además, todos esos autómatas que corren de transbordo en transbordo, luego llegan al vagón y se transforman peligrosamente, se agarran con fuerza la móvil y juegan de forma compulsiva a espantosos juegos de samurais cortando cabezas; todos a la vez, sin importar su edad, género o raza (bueno esa aquí es igual para todos).
El pánico suele llegar cuando cometes el error de salirte de lo establecido. Este país funciona muy bien porque todo está muy bien programado, pero al igual que les pasa a los alemanes, no les pidas demasiada improvisación. Por eso nos gritan y dan saltitos cuando cruzamos las calles con el semáforos en rojo, pasamos con la bicicleta por la zona peatonal o cometes graves irregularidades como la que casi me lleva a prisión: confundir el billete infantil de mi hijo Lucio y mostrárselo al revisor como si fuera mío.
Hay dos oficios que también me generan cierta inquietud, los conserjes de los hoteles y los taxistas (aquí se llaman yens) y con ambos hemos tenido algún tenso episodio, pero no lo tengo en cuenta porque esto es habitual en cualquier lugar del mundo. Lo único que nos ha quedado claro es que aquí, cuando dicen no, es no.
Ya veis que hay miedos para dar y tomar cuando se viaja y aquí pensé que podría surgir también el de los terremotos, pero la verdad es que como en San Francisco, nunca hemos sentido ningún temor. Tan solo lo pienso cuando miro los postes de la luz y veo los gigantescos alternadores y aparatos metálicos que hay flotando por encima de nuestras cabezas. Entiendo que la muerte más común en un movimiento de tierras no es por que te devore una falla o te arrastre un tsunami, sino porque te caiga un obsoleto cacharro electrificado de varias toneladas.
Y ya puestos a hablar de electricidad, también estoy un poco susceptible con la muerte electrocutado en el cuarto de baño. Todas las duchas tienen algún artilugio eléctrico para regular la temperatura y la mayoría de los retretes tienen tapa eléctrica autocalentable, lo cual, además de dar un asco horrible, te hace sentirte en el corredor de la muerte con el mono naranja remangado en los tobillos.
Tampoco anda mal de canguelos esta siniestra recepción del Ryokan de las montañas donde estamos pasando la noche, bajo la atenta mirada de un pequeño "jorobado de Notre Dame" que de vez en cuando se asoma recriminándome con la mirada que siga aquí chupándole el wifi.
Estos tipos son raros y contradictorios, ya os lo he dicho, pero no mucho más que sus visitantes y su extraña manía de tumbarse en cualquier superficie o de estar hasta las tantas escribiendo chorradas en el ordenador.
Si queréis que siga con miedos os tendría que hablar del valiente episodio que hemos empezado hoy, alquilando un coche para conducir cientos de kilómetros por carreteras estrechas de montaña, conduciendo por la izquierda, con el volante a la derecha, todos los carteles en el "chino" de aquí y una tía diciéndome todo el tiempo que me equivocado. Y esta vez no es Montse, sino el puto navegador que está programado en Japonés y no sabemos cambiarlo.

lunes, 23 de julio de 2018

EL PARAÍSO DEL HORTERA

Nos hubiera gustado escribiros más sobre esta experiencia, pero de verdad que el calor nos lo está poniendo difícil y cuando conseguimos refugiarnos, solo tenemos tiempo para hidratarnos, ducharnos y pegarnos al aparato del aire acondicionado, con pocas ganas de darle a las teclas del Mac, que además tiene cierta tendencia al sobrecalentamiento. Ya os contamos que la sensación térmica es similar a la de caerte en un volcán y eso te obliga a parar en cada esquina a sacar una botella de agua de una máquina de vending, a llevar siempre un trapo o una toalla en la mano y a dar por hecho que el sobaco y la huevera los llevas empapados como el mismísimo Camacho.
Es tan molesto el tema que cada vez que llegamos a un templo, los chicos se lanzan como posesos a la pila del agua sagrada a lavarse, meter la cabeza y evitar el golpe de calor. Hoy, paseando por el Camino del filósofo de Kyoto hemos encontrado una cascada en medio de la montaña y nos hemos metido todos en ropa interior. Pero lo más lamentable fue nuestra experiencia en Osaka. Después de visitar el castillo y otros barrios arrastrando los pies por el asfalto hirviendo, decidimos remojarnos en un parque acuático, el Spa World, una experiencia que no olvidaremos. Un edificio de ocho plantas repleto de saunas, spas, piscinas y hasta un acuopolis para el disfrute de los japos y de cinco turistas europeos despistados.
Estos tipos son muy raros y el parque acuático está cubierto y con el agua caliente. Al entrar pagas el acceso y te ponen una pulsera magnética para apuntar todos los gastos que vas haciendo. A partir de entonces pasas a ser un "pelele" alienado en manos del capitalismo oriental, que es más agresivo aún que el occidental. Pagas por dejar las zapatillas en una taquilla, pagas por dejar la ropa en otra taquilla. Después te persigue un viejo en polla exigiéndote que te desnudes. Los chicos corrían despavoridos por los pasillos hasta alcanzar el ascensor y subir al octavo piso donde estaban los toboganes y piscinas atiborrados de teenagers japoneses. Y nueva sorpresa, cada atracción es de pago, los tubos, los flotadores, todo menos un río de agua tibia que da vueltas muy despacio meciéndote entre melosos quinceañeros japoneses que restriegan la cebolleta a sus novietas, para tu repudio. Creéis que exagero, pero no, el agua tiene una película grasienta en superficie y si buceas alcanzas a ver espermatozoides persiguiendo óvulos. Este tipo de parques suele ser un paraíso del hortera, pero en este caso los límites se superan con creces, los pasillos están llenos de puestos de todo tipo de cocina fusión Japón-americana, en la terraza exterior a 38º y sin una sombra hay dos jacuzis con agua hirviendo y siempre tienes al lado algún niñato empalmado toqueteando a su joven geisha bajo el agua. Todos ellos llevan el móvil metido en una funda colgando del cuello o de alguna otra extremidad, no sea que entre un WhatsApp o un amigo cuelgue algo en Instagram y no puedan darle un 私はそれが好きです mientras bucean en busca de las partes más resbaladizas de su pareja. Los pasillos sí que están resbaladizos por el agua, las patatas con ketchup y algún que otro flujo
desconocido, pero lo pisas todo encantado con tal de no estar en la calle friéndote como tempura. Las máquinas no paran de vomitar botellas, latas y helados porque los chavales necesitan refrescar sus ímpetus y porque eso de la pulsera magnética te crea una placentera sensación de gratuidad.
Al final, cansados de estafas y de jovencitos morreando decidimos salir de este infierno para volver al infierno. Pagamos el facturón de la pulserita y salimos echando pestes de semejante horterada.
Quizás hubierais preferido que os hablara de los enternecedores cervatillos del parque de Nara, del fastuoso castillo de Himeji, de la magia de los santuarios y templos de Kyoto, del sobrecogedor cementerio de Koyasan, pero para eso hay muchas guías.

miércoles, 18 de julio de 2018

NO QUERÁIS ENTENDER...



Que los signos son indescriptibles, es una obviedad. Que no hay ni una sola palabra con raíz latina o medianamente inteligible, también. Pero no es una cuestión de acento, ni siquiera de idioma. Precisamente su vocalización es, junto con el suomi, lo más parecido que hay al español; de hecho cuando en un bar oyes las conversaciones de los grupos de alrededor, tienes la sensación de estar en el mismísimo Usera.
Pero no es eso lo que cuesta entender, son otras muchas cosas.
No quieras entenderlos, observa con la mente abierta, analiza, pero no quieras entender. Que se abriguen con tres capas, incluso con chubasquero, para protegerse del calor (hoy 38 grados con 43% de humedad...inhumano). Que no acepten ni un céntimo de propina porque lo consideran una humillación. Que todas las cosas (el dinero, la tarjeta de crédito, las llaves...) te las entreguen con las dos manos.
Que en el calor más asfixiante que puedas imaginarte, las playas estén vacías y no encuentres piscina en ninguna parte. Que en el mayor caos urbanístico que puedas imaginarte reluzca la más exquisita limpieza. Que sean la referencia tecnológica mundial en un entorno tan marcado por tradición y religión. Que sean una mezcla entre escandinavos y germanos en su meticulosidad, puntualidad y eficacia. Que se rían y disfruten como latinos. Que no crucen una calle si no es por el paso de cebra. Que todo el país esté salpicado de campos de golf y cementerios. Que una ciudad se una con la otra y esta con la siguiente, formando una interminable urbe-país. Que todo lo hagan por arriba, los parkings, las autopistas, los cables... como si no tuvieran tuneladoras. Que hayan inventado el chorrillo del culo en el retrete y no se les ocurra usar la persiana, aunque amanezca a las cuatro de la mañana. Que no encuentres ni un papel en el suelo pero tengan una política ecológica un tanto irrisoria. Que se queden dormidos de pie en el metro. Que tengan tantos bares o más que en Sanlucar. Que sean tan cívicos, tan educados, tan serviciales, tan sumisos, tan sufridores. Que les guste tanto el suicidio.
Aquí llevamos varios días intentando descifrar el enigma, sin entenderlos pero apreciándolos. Una cultura totalmente distinta, llena de tabúes para todos nosotros, con incongruencias y contradicciones por doquier, pero absolutamente maravillosa. We like Japan!!!

domingo, 15 de julio de 2018

DON JAPÓN

Decía el mítico Barry Sheene que su carretera preferida de todo el mundo era la que unía Tokyo con el aeropuerto de Narita, porque significaba que se estaba marchando de Japón. Cuando en los ochenta vine varias veces a este lejano punto donde sale el sol, terminé por hacer mía la cita e incluso a coger cierta manía a eso que los periodistas de entonces llamábamos con cierto racismo el país de los ojos rasgados. Siempre achaqué esa "debilidad" por lo nipón a lo profesional de mis visitas, del aeropuerto al circuito y del circuito al aeropuerto. Por eso ahora veo este viaje con otros ojos más positivos.
Aún así, la cosa no ha empezado bien. El vuelo directo de Iberia que hemos elegido para pasar rápido el trago, ha resultado ser un ensayo clínico de escuela de psiquiatría. Las compañías aéreas, aliadas con los diseñadores industriales (cuidado Dieguillo que vas por mal camino) están buscando los límites del cuerpo y la mente humana para ver hasta dónde pueden aguantar y llegar así al rendimiento máximo del negocio, ante nuestra pasiva docilidad. Los asientos se han estilizado, son finitos, apenas se pueden reclinar y tienen espacio para piernas de la talla de Aznar o Maradona, por poner algún ejemplo no demasiado ofensivo. De vez en cuando, para evitar quejidos, te echan un poco de comida; me gustaría extenderme con un trabajo de investigación sobre el origen de los ingredientes y del hijo de su madre que ha pensado que por estar hacinado en la fila 48 f te puede gustar ese chicloso y grasiento bocadillo de chope. Por si fuera poco, cuando intentas dormirte, siempre hay un bache siberiano que te hace saltar del asiento y agarrarte con fuerza a tu vecino japonés que chapurrea español y se hace llamar Manolo o te despierta el bebé de la fila de atrás o te despierta el bebé de la fila de delante o se desmaya el señor de la izquierda poniendo en marcha ese divertido protocolo de señoras corriendo por pasillos, gritando "¡Un médico, un médico!" que, a diez mil metros de altura, mola que te cagas.
Pero por fin llegas a Japón y vas a vivir esa experiencia única que llevas semanas preparando. Cientos de consultas a Guguel, decenas de blogs, conversaciones con amigos pioneros, muchísimos registros que indican que hemos llegado a uno de los países más maravillosos del mundo y del que apenas he oído cosas malas. Dicen que son encantadores, educados, limpios, eficaces y profesionales como nadie. Veremos.
El avión ha llegado con media hora de adelanto y el comandante presume. La primera en la frente, los japos no están preparados para esa informalidad y nos tienen tres cuartos de hora parados en las pistas esperando un finger. Como se agradece después de trece horas de ir descontando uno a uno los minutos para llegar. Para congelar las glándulas sudoríparas del pasaje, la temperatura se mantiene como ha sido durante toda nuestra travesía siberiana y cuando ya por fin abren la puerta de desembarco, el susto es tal que lo primero que haces es darte la vuelta e intentar volver a tú cómoda butaca en el siniestro aparato, pero tus malolientes compis de viaje te arrastran en su carrera por hacer la pole en el control de pasaportes.
Primera conclusión del viaje, sacada en el primer minuto de estancia: No se os ocurra venir a Japón en verano. ¡No! Definitivamente ¡No! El calor es asfixiante, inhumano, hay 33º ahí fuera, pero la bofetada es demoledora. Para que podáis imaginarlo, es como cuando vas por Preciados el diez de agosto y pasas por delante de la tobera de aire del Zara o encima de la rejilla del metro y sientes que tus días se acaban... Pues así, pero todo el tiempo. La humedad es pegajosa e insufrible, las camisas no tardan ni dos minutos en estar chorreando; uno solo puede avanzar por las calles entrando y saliendo de todas y cada una de las tiendas para refugiarse en territorio Fujitsu (menos mal que de eso sí que saben estos tipos). Por si fuera poco, las calles están atiborradas de hombrecillos y niñas disfrazadas, que andan deprisa por el lado equivocado de la acera, te chocas con ellos todo el rato y como es normal, todos van pringosos porque sus glándulas sudoríparas no están congeladas. Ahora entiendo el antifaz bucal de cirujano que se ponen para cruzar las calles a toda hostia.
La segunda conclusión del viaje, sacada así en caliente (vaya jueguecito de palabras malo), es que el primer día nunca lo debes meter en programación, porque cuando llegas a un país tan lejano y diferente, con el agotamiento que implican veinticuatro horas sin dormir y con las mencionadas penurias provocadas por la ola de calor y la pastosa humedad, digamos que tu punto de vista no es el más optimista del mundo y esa llegada mágica que habías preparado desembarcando toda la familia en el mítico cruce de Shibuya, pasa a ser una tortuosa y sufrida procesión de sonámbulos empapados arrastrando maletones en un desquiciante eslalon para cruzar la calle sin ser arrollados por uno de esos coches que conducen por el lado equivocado o por uno de esos seres que simplemente huyen de los millones, sí millones, de personas que llevan detrás. Al final conseguimos alcanzar el primero de los objetivos del viaje, llegar toda la familia unida y sin importantes rencillas ni rencores hasta un Airbnb tan cutre como aparentaba en las fotos, pero con ducha, aire acondicionado y wifi, ¡Suficiente!
Tras un breve descanso y evitando poner el cuerpo en posición horizontal para no ser arrastrados por el peligroso jetlag, salimos a deambular cuan zombies por la ciudad, vemos sudando un templo (los que sudamos somos nosotros, que no el templo), arrastramos los pies por la calle comercial más glamourosa y nos refugiamos en un bar bien aclimatado para tomar un refrigerio; nos sirven directamente del tetrabrik un auténtico Don Simón, de la mismísima Murcia, y nos vamos a dormir, que el cuerpo humano no está preparado para tanto sobresalto... ¡¡¡El viaje promete!!!

sábado, 26 de mayo de 2018

LA TUMBA DE PATTI SMITH

Lleno la taza de leche desnatada y añado dos buenas cucharadas de Nescafé. Un buen amante del café debería repudiar los sucedáneos, pero yo llegué tarde al café, como al vino, a los puros y a todo. Enciendo el microondas y sigo mi ritual diario, aprovecho el minuto de calentamiento para recoger cosas por la cocina y luego corro para llegar a tiempo de parar el aparatejo en número par. Digo que no es una superstición, solo una manía, pero siempre pulso en número par. Le pongo una pildorita de sacarina ahora que no me ve nadie. Todo el mundo me dice que no lo haga, que es veneno, que te mata las neuronas, pero yo razono para mí mismo que peor es el azúcar, que es veneno y te obstruye las arterias. Y concluyo que dado que mi sistema cardiovascular no está formado por autopistas, mejor será llegar un poco más lejos en la vida aunque sea un poco más tonto.
Montse está en una feria de arte en la que expone y presenta un libro, está feliz viviendo una segunda y justa juventud artística. Lucio se ha ido al Parque de Atracciones con unos amigos y me ha dejado encargado de buscar varios datos que le faltan sobre El Cid. No hay problema, de Rodrigo Díaz de Vivar lo sé casi todo. Martín está intentando encajar los rodamientos de dirección de la moto que lleva dos meses desmontada en el garaje. No hay duda de que lo logrará. Diego intenta olvidar el berrinche que le provoca la escayola que el capullo del médico le ha puesto en el brazo; según te lo cuenta él parece que en nada afecta el hecho de que previamente se haya metido un bofetón con la bicicleta haciendo descenso en La Pinilla.
La tarde está como el mes, nubes de evolución diurna que se van poniendo más y más negruzcas hasta proceder al diluvio. Levanto de vez en cuando la vista del libro para ver si tengo que echar a correr. Incluso me asusto con el estruendo de largos truenos que terminan siendo aviones que volando bajo bordean Madrid en su camino a Barajas. Por la mañana había viento del norte y aterrizaban desde el sur, pero luego ha cambiado la dirección del aire y aterrizan desde el norte. A pesar de todo se impone el majestuoso concierto de jilgueros, colibrís, petirojos, avestruces, lechuzas y, por supuesto, avutardas. Siempre me hubiera gustado saber distinguir los pájaros, pero como con el café y el vino, llegué tarde. Entre nublo y nublo, que es como llaman en La Mancha a las nubes (la palabra nube la utilizan para denominar a las tormentas), brilla un sol abrasador. Tendría que hacerme con unas de esas gafas de vista cansada con las lentes ahumadas para poder leer al sol. Me levanto la camisa para que me dé un poquito el sol en el pecho, no por tostar el torso sino por quitar el picor de una rápida depilación para una de las rutinarias pruebas electro lo que sean. No es buena idea, ahora no tengo pelo, pero sí moscas y mosquitos. Me tapo y los vecinos me lo agradecen.
El repicar de los pajaritos se sigue mezclando con los rugidos de los aviones y con una musiquilla lejana que parece escaparse de un sueño: una caja de música infantil que repite melodía una y otra vez. De repente todo se viene abajo con el graznido del vecino, un adolescente bastante cenutrio, que empieza a rebuznar cánticos de los Ultrasur. Está ante su gran noche, pero a mí me ha jodido mi gran tarde. Sin saber por qué (o sabiéndolo) me trae a la mente a Rajoy, Zaplana, Bárcenas, Mahillo, Hernando y la madre que les parió a todos ellos. No quería escribir sobre el entramado corrupto, ni sobre el oportunismo caza votos de cada partido, ni sobre el impresentable President, ni sobre chalets, ni siquiera sobre el amigo Trump. Me bastaba con dar la receta de boquerones fritos "tres gustos" que he cocinado a los chicos, unos con huevo, otros con harina y otros mixtos o con recomendar este delicioso libro que tengo entre las manos que me recetó nuestro amigo Manuel. M-Train de Patti Smith (sí la de "Because the night"), unas memorias, una recopilación de recuerdos sueltos en un agridulce recorrido por sus sueños, sus fantasmas y sus escritores favoritos, rindiéndoles homenaje y creando un emocionante reliquiario fotográfico. Nada más terminarlo he sentido unas irrefenables ganas de ir a limpiar una tumba.

miércoles, 9 de mayo de 2018

MIS PROBLEMAS CON LA JUSTICIA

Tengas juicios y los ganes. Nunca entendí el refrán, pero hice caso. Tres he tenido, tres he ganado. A un pobre ratero que pillamos in fraganti robando una horquilla en la tienda de bicis; a un iluminado que pretendía erigirse en propietario de los derechos del fútbol callejero y a un abogaducho peleado con el mundo.
Para este último me llegó la citación con más de un año de antelación y tres años después de los hechos. Cosas de la justicia. Traté de documentarme y de refrescar la memoria, pero apenas conseguí recordar el nombre de uno de los presuntos implicados (y no era Sole), compadecí a Barcenas y entendí que no recuerde si M. R. es Marianín o Michael Robinson.  Cuatro años son muchos para salvar datos en el disco duro y por eso subía yo un poco agobiado la Gran Vía pensando que el juez me iba a pillar en algún renuncio. Me había vestido con mis mejores galas, polo por dentro, chaqueta de franela y hasta zapatos para evitar que mi desarreglado aspecto juvenil pudiera confundir al poder judicial.
Todo elegante subía hacia Callao, apurado de tiempo, intentando reconstruir los hechos en mi cabeza para tener un discurso creíble, pero sin capacidad para concentrarme. La acera es estrecha porque está en obras para ampliarla y eso obliga a ir haciendo slalom calle arriba. Ahora esquivas a un turista sudoroso y maloliente haciendo footing, luego saltas los cartones del dormitorio de un mendigo que aún no se ha levantado, más allá pasas por encima de un pallet de ladrillos, después das paso a una adolescente en patinete y más tarde eres tú el estorbo que se para a respirar porque has forzado demasiado la máquina y estás a punto de echar la "patata" por la boca.
La subida de Gran Vía desde Cibeles es más eficiente que el Carbono 14 para ver la edad y el estado de los cuerpos. La pendiente, similar a la del Angliru, me obliga a hacer la goma e incluso pararme de vez en cuando. El sol pega fuerte y la chaqueta sobra. Miro al reloj y llego tarde, que si no me pararía en un banco a descansar, ver como avanzan las obras y echar piropos a las turistas en chándal. Al final consigo coronar el puerto, pero estoy sudando tanto que corro el riesgo de que su señoría me acuse de delito contra la salud pública. Dudo si entrar a los probadores del Primark para probarme una camiseta y secarme con ella, pero opto por tomar prestadas unas servilletas de papel en el Starbucks.
Ya en el ascensor del juzgado me seco el sudor, no sin antes comprobar que no hay cámaras. En el segundo piso se suben dos fachosos que se meten con Carmena por las obras. Se bajan en el tercero. Les insulto cuando ya no están, no sin antes comprobar que no hay micrófonos. Llego al cuarto, ya estoy en el juzgado dispuesto a soltar mi discurso: "Señoría, es lamentable que estemos todos perdiendo el tiempo por la ventajista actitud del demandante que está retorciendo la ley en su mero interés económico... y bla bla bla." No hace falta, el juicio se ha suspendido porque el demandante ha llegado a un acuerdo con las partes. Me cuesta entender la frase.  Me quejo porque no me lo hayan notificado ni me hayan llamado ni cojan el teléfono cuando les llamas, pero ni piden perdón, ni siquiera sonríen.
Llamo al ascensor. Llega pero está ocupado por tres mujeres. Subo (al ascensor). Baja (el ascensor). Una de las mujeres, jueza ella, comenta: "Esto es una locura, ayer hicimos 17 juicios y a la una habíamos terminado todos. No dejé hablar a nadie. Una señora se quejó porque no le dejaba hablar, pues no, hoy no puede hablar nadie." Esta vez no insulté, pero ganas no me faltaron.
Salgo a la calle, cabreado pero contento. Ya pasó el engorro del maldito juicio. Además ahora la Gran Vía es de bajada. Disfruto de las obras y del sol. Cambio la cartera de bolsillo porque veo dos tipos con mal aspecto, uno de ellos me tiende la mano, es el padre de un amigo del cole de mi hijo. Sigo andando tarareando la canción de Los Planetas "Mis problemas con la justicia" convencido de dos cosas: que me estoy haciendo mayor y que estoy a punto de perder el juicio.

jueves, 1 de febrero de 2018

¡DECÚBITO SUPINO!

La primera vez que oí a alguien mencionar lo de "Decúbito supino" estuve a punto de revolverme y cogerle por el cuello y si no lo hice fue por temor a represalias. Hay que reconocer que como insulto suena de lo más ilustrado: "¡Decúbito supino, que eres un peazo decúbito supino!", pero nunca había dedicado ni dos minutos a saber qué quería decir semejante expresión decimonónica. A mi me sonaba igual que lo de "no introducir el pie entre el coche y andén", "las nubes de evolución diurna", "la creciente volatibilidad del dolar" y tantas otras frases hechas viejunas con las que comulgamos diariamente.
Pensaba yo que a esta edad ya no iba a recibir lecciones y aprender tanto como esta mañana en el curso de primeros auxilios que hemos recibido en el trabajo. Siempre he pensado que esta materia debería ser obligatoria en los colegios o institutos y que si todo el mundo conociera al detalle todas esas prácticas, serían muchísimas las vidas que se salvarían. Uno, que tiene ya tantos años que en su juventud bailó al son de Betty Missiego, ha pasado por casi todos esos truculentos accidentes que requieren de conocimientos preventivos y curativos de importancia vital; puedo asegurar y aseguro (parezco Suárez) que es bastante sencillo cruzarte en tu vida con un accidente chungo, con algún incendio inesperado, con un hijo bebiendo lejía, con alguna hemorragia interna o externa, con unas cuantas lipotimias, algún que otro golpe de calor y hasta un ataque de risa con resultado de casi muerte y en todos esos casos he estado fuera de juego por no tener una formación básica para saber cómo actuar. Es verdad que las horas pasadas en sala de urgencias del hospital suman para el currículum y te conceden esa calma y sensatez que muchas veces son más útiles que los propios conocimientos médicos, pero hoy, más vale tarde que nunca, he recibido esa formación, espero haberla asimilado y deseo no tener que usarla nunca (por el bien de las víctimas).
He aprendido qué es el decúbito supino de las narices: tumbado boca arriba con las rodillas levantadas ¡Manda huevos, y se llama decúbito supino! También he sabido que las heridas inciso contusas que tanto mencionan en el telediario y en las retransmisiones de los San Fermines, son totalmente distintas: inciso te clava algo en el dedo y contusa, te machaca el mismo dedo, así que cuando es inciso contusa entiendo que primero pincha y luego machaca. No sé que prefiero. En este sentido si te has clavado algo en tu "body", nunca hay que sacarlo, conviene correr al centro sanitario con el objeto punzante asomando. Perdonad si me pongo gore y se os atraganta el desayuno, pero es que este curso lleva bastante casquería y algún torrezno incorporados; por ejemplo las vísceras que se salen del cuerpo no hay que intentar meterlas porque puedes provocar una infección, los que han tenido un golpe de calor no sudan, a los de lipotimias hay que ponerles los pies en alto, las quemaduras hay que enfriarlas con agua y dejarse de ungüentos artesanos, la sangre por la nariz como siempre, te jodes y esperas, y con la epilepsia y otros síncopes se pueden relajar los esfínteres ¡Chungo!
Total que con tanta amputación, infarto, angina y torniquete ha llegado ese temido hipocondriaco momento en el que mi cuerpo se ha sumado voluntariamente a todos los síntomas, he dejado de erigirme en el omnipotente salvador cual vigilante de la playa para ser víctima propiciatoria de todos esos síncopes. Os juro que según iban mencionando casuística, yo me iba poniendo del lado del enfermo y no del sanador y a punto he estado de ofrecerme como maniquí para que me aporrearan el pecho en maniobra de reanimación. No lo he hecho porque me da que el cosquilleo del "desfibri" no debe molar ni un carajo. Al final me ha tranquilizado comprobar que bastantes de estas maniobras se las puede practicar uno mismo, como los libros de autoayuda, los selfies y la...
Desde hoy vivimos en un mundo más seguro, si os atrangantáis con el pollo, os pica una víbora, os sube la bilirrubina o lo que sea, llamad al 112, porque un servidor tiene un poquito mezclados algunos conceptos. De momento me voy un ratito a hacer el decúbito supino que estoy cansado.


PD: Os ruego que no visualicéis la imagen del cincuentón bailando al ritmo de la Missiego.