¡Te
conozco y sé donde vives! Era la peor de las amenazas. Te decía eso el
malote del barrio y ya te habías defecado en la ropa interior o cagado
en los calzones, como prefiráis. Eran tiempos en los que no existía la
geolocalización, ni las redes sociales, ni siquiera los teléfonos
móviles... Pero no temáis que no voy por ahí, no me voy a poner a
defender el pasado frente al presente o el futuro ni a contaros
batallitas de viejo sobre nuestras vivencias en los maravillosos años
ochenta.
Vengo a hablar de una sensación incómoda que creo que
muchos tenemos durante estos días, un extraño sentimiento de pérdida de
intimidad cuando estamos precisamente en el lugar más íntimo que
tenemos, nuestra casa. Tampoco estoy hablando de ese miedo pandémico tan
aireado en los medios y utilizado políticamente, a perder derechos por
la utilización de aplicaciones sanitarias que puedan geolocalizarte. No
me dejo llevar demasiado por los alarmistas de la ciberseguridad que
continuamente te acongojan con los peligrosísimos peligros que hay
detrás de esta pantalla. Ya sé y he sufrido a alguno de los hackers
malos malísimos y a alguno de los estafantes estafadores online. Soy
consciente de que me pueden grabar viendo porno cualquier mañana de
estas (soy muy de porno con el café) o me pueden robar las claves del
Facebook y colgarme fotos paseando en bolas por la playa con la querida.
Para eso tengo mis propias fórmulas para encriptar la información y que
no puedan encontrar esas imágenes. Por otro lado no me siento mucho más
inseguro en la red que en alguna incursión por el Bronx, por Oakland,
por Dar es Salaam, por El Raval o por La Moraleja... En todas partes hay
delincuentes.
Si la aplicación coronaria nos ayuda a acabar con
el puto virus, bienvenida sea. Hace tiempo que desconté, como hace la
bolsa, que Mark Zuckerberg se asoma diariamente a mi vida y que la CIA
conoce todos mis movimientos. De hecho cada vez que abro el ordenador o
el móvil les saludo (en inglés, claro) y ahora, que estoy viendo la
serie Homeland, más todavía. Así que si próximamente me avisa de que el vecino
tiene el virus no me sentiré más violado que cuando se entera de que
quiero viajar a Cancún y me bombardea con mil ofertas. Asumo
dolorosamente la perdida de ciertos derechos que han traído las nuevas
tecnologías, pero celebrando que han servido para cambiar y democratizar
el ocio en todo el planeta.
Lo que a mí me hace sentirme
incómodo es que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, sepa dónde
estuve ayer, dónde estoy ahora y dónde estaré mañana. Sabiendo que todos
estamos presos, resulta especialmente alienante esa pérdida de
intimidad geográfica, que cualquiera sepa que estás en tu casa, que te
puedan escribir o llamar en cualquier momento y no tengas escapatoria.
De hecho ha surgido toda una nueva enciclopedia de excusas para no
contestar, muy distintas a las habituales. Lo de, estaba en el banco,
tenía una reunión en el centro, voy al médico o tengo tutoría de mi
hijo, ya no sirve y, en su defecto, están triunfando, tenía una
videoconferencia, estaba ayudando a mi hijo con los deberes o me estaba
duchando (ya sabéis que la gente no hace caca). Y menos mal que ya no
existe la guía de teléfonos con su volumen azul "por direcciones".
Todos
estamos presos y, más o menos, lo soportamos, pero eso de sentirte
vigilado en todo momento, geolocalizado, cronolocalizado y hasta
vídeolocalizado es una dependencia nueva que cuesta asumir. Te obliga a
cumplir ciertos horarios que te gustaría romper, a vestirte
adecuadamente, a contestar los mensajes antes que nunca y a estar
acojonado por si entra una llamada de skype, facetime o Zoom o si suena el timbre de casa y aparece el malo malote a
ajustar viejas cuentas pendientes.
Hachetetepebarrabarra y después lo que quieras poner. Es un título demasiado ambíguo para un blog, demasiado abierto. Pero así es este espacio. Unos días abierto para la alegría, otros para la pena; para la esperanza o el escepticismo; la reflexión o la ironía... Lo que salga de los huevos ¿no?
domingo, 19 de abril de 2020
lunes, 13 de abril de 2020
ROJO Y EN BOTELLA
Lo dicho ya no tengo ni Thermomix, ni transistor, ni móvil... La otra
opción era pediros el suicidio colectivo y me da que vuestra fidelidad a
este blog no es tan militante y, sobre todo, me echa para atrás la
posibilidad de que nuestra muerte contribuyera a ampliar la lista de
fallecidos por el puto virus, que pasáramos desapercibidos en medio de
la estadística y que le fastidiáramos el día a algún político.
La otra opción era alcoholizarme, más de lo que estaba, tanto como se creen mis vecinos que estoy. Cada dos días salgo a tirar el vidrio y noto el aliento de los vecinos tras sus ventanas abiertas, escondidos entre los visillos y contando uno a uno los cascos que se estrellan contra el fondo del contenedor. Unos cuentan en español, otros en noruego y otros en francés, porque aunque vivan en un barrio pijo, también tienen el carnet de policía que se nos expidió a todos los ciudadanos el mismo día que se decretó el estado de alarma. Realmente no les oigo, pero sé que están allí y que están contando; lo sé porque si fuese yo el que viviera delante del contenedor, también lo haría. El caso es que merecen una explicación y aquí se la plasmo por si algún día se tropiezan con este blog, aunque creo que son poco de leer.
Como todo el mundo, en estos días toca hacer limpieza de despensas, vaciar armarios y neveras al máximo, para alargar el periodo de estanqueidad hogareña sin salir a comprar, a infectarte, a morir. Realmente no sé que es más peligroso, porque eso ha supuesto terminar con todos los botes de fabada Litoral, de menestra precocinada y de piña en almibar. En ese proceso de limpieza también hemos pasado por un minucioso control de fechas de caducidad para comprobar primero, que el cabronazo que escribe la maldita fecha es muy joven, ve muy bien y le gusta jugar al escondite. Por su culpa nos hemos zampado un chocolate a la taza vencido en 2018, una salsa bernesa de 2019 y un bote de setas confinadas caducado en 2014 (en el frasco ponía "consumir antes de: ver tapa" y les hice caso).
Pero lo peor ha sido con el vino: cuando empezó todo esto miré la estantería y me quedé tranquilo porque había suficiente género, pero pronto me di cuenta de que la bodega era un trampantojo, que realmente había cuatro o cinco botellas aceptables y el resto era el descarte de todas las comidas o fiestas celebradas en casa durante los últimos años, los restos de muchos naufragios. Es lo que tiene el arte y los artistas, que necesitan el vino para inspirarse y cada vez que hacemos un sarao se beben hasta el alcohol del Cristasol. Si conocieráis la calaña de la gente que acude a esos saraos entenderíais los vinos que había, que eran ya los que nadie quería al final de la fiesta. Por resumirlo, el mejor era el que nos regaló el pescadero en Navidad. Corchos de plástico, botellas de culo plano, etiquetas de impresora y mucho vino joven envejecido varios años junto a los bidones de gasolina de la moto, los botes de aceite y los sprays de pintura de mis hijos, a 40º en verano y bajo cero en invierno.
Como buen sumelier cada vez busco algo apropiado para la comida y me termino decantando (que bien traído) por alguno rojo y en botella. Y cada vez que he querido abrir una botella han terminado siendo tres (como cuando vienen amigos a cenar) pero por diferente motivo, unas por estar picadas y otras avinagradas. Lo malo es cuando tu mujer te dice a las nueve de la mañana y después de desayunar que le dés un vino para hacer carrilleras y tienes que abrir y probar cuatro botellas de cosecheros podridos. Ahí quería llegar yo, que sepan mis vecinos que dos terceras partes del vidrio que oyen explotar en el contenedor son botellas de vino infecto que alguien me regaló algún día y que un tipo de morro fino ha optado por tirar al fregadero. Y una última petición de anfitrión, si no te gusta el vino no regales vino o por lo menos gástate una pasta. Al vino, vino.
La otra opción era alcoholizarme, más de lo que estaba, tanto como se creen mis vecinos que estoy. Cada dos días salgo a tirar el vidrio y noto el aliento de los vecinos tras sus ventanas abiertas, escondidos entre los visillos y contando uno a uno los cascos que se estrellan contra el fondo del contenedor. Unos cuentan en español, otros en noruego y otros en francés, porque aunque vivan en un barrio pijo, también tienen el carnet de policía que se nos expidió a todos los ciudadanos el mismo día que se decretó el estado de alarma. Realmente no les oigo, pero sé que están allí y que están contando; lo sé porque si fuese yo el que viviera delante del contenedor, también lo haría. El caso es que merecen una explicación y aquí se la plasmo por si algún día se tropiezan con este blog, aunque creo que son poco de leer.
Como todo el mundo, en estos días toca hacer limpieza de despensas, vaciar armarios y neveras al máximo, para alargar el periodo de estanqueidad hogareña sin salir a comprar, a infectarte, a morir. Realmente no sé que es más peligroso, porque eso ha supuesto terminar con todos los botes de fabada Litoral, de menestra precocinada y de piña en almibar. En ese proceso de limpieza también hemos pasado por un minucioso control de fechas de caducidad para comprobar primero, que el cabronazo que escribe la maldita fecha es muy joven, ve muy bien y le gusta jugar al escondite. Por su culpa nos hemos zampado un chocolate a la taza vencido en 2018, una salsa bernesa de 2019 y un bote de setas confinadas caducado en 2014 (en el frasco ponía "consumir antes de: ver tapa" y les hice caso).
Pero lo peor ha sido con el vino: cuando empezó todo esto miré la estantería y me quedé tranquilo porque había suficiente género, pero pronto me di cuenta de que la bodega era un trampantojo, que realmente había cuatro o cinco botellas aceptables y el resto era el descarte de todas las comidas o fiestas celebradas en casa durante los últimos años, los restos de muchos naufragios. Es lo que tiene el arte y los artistas, que necesitan el vino para inspirarse y cada vez que hacemos un sarao se beben hasta el alcohol del Cristasol. Si conocieráis la calaña de la gente que acude a esos saraos entenderíais los vinos que había, que eran ya los que nadie quería al final de la fiesta. Por resumirlo, el mejor era el que nos regaló el pescadero en Navidad. Corchos de plástico, botellas de culo plano, etiquetas de impresora y mucho vino joven envejecido varios años junto a los bidones de gasolina de la moto, los botes de aceite y los sprays de pintura de mis hijos, a 40º en verano y bajo cero en invierno.
Como buen sumelier cada vez busco algo apropiado para la comida y me termino decantando (que bien traído) por alguno rojo y en botella. Y cada vez que he querido abrir una botella han terminado siendo tres (como cuando vienen amigos a cenar) pero por diferente motivo, unas por estar picadas y otras avinagradas. Lo malo es cuando tu mujer te dice a las nueve de la mañana y después de desayunar que le dés un vino para hacer carrilleras y tienes que abrir y probar cuatro botellas de cosecheros podridos. Ahí quería llegar yo, que sepan mis vecinos que dos terceras partes del vidrio que oyen explotar en el contenedor son botellas de vino infecto que alguien me regaló algún día y que un tipo de morro fino ha optado por tirar al fregadero. Y una última petición de anfitrión, si no te gusta el vino no regales vino o por lo menos gástate una pasta. Al vino, vino.
martes, 7 de abril de 2020
AHORA MÁS QUE NUNCA
Tres de cada dos anuncios que se emiten en la radio llevan
incorporada la frase “ahora más que nunca”. Diez de cada ocho entrevistados
terminan afirmando que “juntos lo conseguiremos”. Cien de cada sesenta
periodistas incluyen en su crónica eso de “esta crisis ha sacado lo mejor y lo
peor de la gente”. Y por supuesto,
el mil por ciento de los programas incorporan, preferiblemente en la
despedida, una nueva versión del “Resistiré”. No aguanto más, me va a explotar
la cabeza, los medios han entrado en bucle y os voy a proponer el suicidio
colectivo si vuelvo a oír una de estas malditas coletillas que se han
convertido en los grandes éxitos de la pandemia, los highlights de la
cuarentena.
Esto me pasa por intentar estar sobreinformado, en contra de
los que recomendaban los psicopredicadores. Tantas horas de radio, de
telediarios, de periódicos online de aquí y allá y, por supuesto, tantos grupos
de WhatsApp enviando memes, noticias falsas y gilipolleces han minado mi escaso
sentido crítico, han mermado mi capacidad de aguante y han chamuscado mi
paciencia. Paciencia… a tomar por saco la paciencia, mañana es muy posible que
saque todo ese espíritu violento que sabéis que llevo dentro y estampe contra
la pared el transistor (forma antigua de llamar a ese antiguo medio de
comunicación denominado radio), reviente el televisor con la thermomix (forma antigua de llamar a ese antiguo
mezclador denominado batidora o Turmix) y tire el móvil al retrete (forma
antigua de llamar a ese antiguo medio de depuración denominado váter como
simplificación de la expresión inglesa “Water Closet”, que realmente significa
armario de agua, pero que se sigue utilizando el anglicismo porque traducido
quedaría muy feo eso de cagar en un armario de agua).
Llevamos casi un mes encerrados en casa y esas rutinas que
tanto nos recomendaban empiezan a ser demasiado rutinarias. Es lo que tienen
las rutinas. Y uno “prende” el radio o el monitor con la esperanza de encontrar
aire fresco y te das de bruces con publicidad e información más repetitiva que
el alioli. Anuncios teñidos de falsa y oportunista solidaridad, información
sobre gélidos números embalsamados, selfies de sanitarios quejándose de falta
de material, asesores despeinados en casas con cuadros muy feos hablando de
obviedades y famosos o deportistas muy solidarios cantando himnos ñoños o
donando raquetas de pin-pon por si
pueden servir de respiradores. Y todos los días lo mismo.
De verdad, necesito una breve desconexión para apaciguar mi
lado gore y evitar una situación todavía más dramática de lo que es. Sin duda
tengo demasiada azúcar o melaza acumulada en el cuerpo y la ira me ha salido
contra mi amada profesión periodística.
Menos mal que siempre tienes las breves pero brillantes
moralejas o sentencias de Manuel Javois en la radio o los emocionantes e
inteligentes cierres de Telediario de Carlos del Amor, que ayudan a calmar a
Mr.Hyde cuando cae la noche.
Ya veis que ahora, más que nunca, esta crisis ha sacado lo
mejor y lo peor de mí, pero juntos lo conseguiremos.
domingo, 5 de abril de 2020
UNA MONTAÑA DE LETRAS
Cuando te acabas un libro, te quedas vacío. Bueno, si el libro
es bueno y te ha gustado, te quedas lleno, sientes una sensación de complicidad
con ese mazacote de papel muy parecida al amor (sin sexo). El vacío que digo es
mayor cuanto más te ha gustado el libro anterior, sientes que después de esa
maravilla difícilmente vas a sentir el mismo placer leyendo cualquier otro
ejemplar. Por eso cada vez que quedamos impactados por alguna obra, corremos a
la estantería, la biblioteca o la librería a buscar otras cosas de ese mismo
autor. De esa forma también huimos de esa montaña de libros pendientes que
solemos tener en la mesilla y que nunca encuentran su momento.
Estos días están siendo muy propicios para la lectura y me he propuesto, como primer objetivo, acabar con la susodicha montaña de letras.
Esta formación geodésica se crea por sedimentación de ejemplares que te van
regalando o que has comprado porque en un momento dado te han interesado, pero
que requieren de unas circunstancias muy concretas para su lectura y, no sé por
qué, pero esas circunstancias son más escurridizas que el mismísimo pico de la
curva. El monte en cuestión cuenta de nueve volúmenes que se supone que están
los primeros en la lista de espera. Por detrás de ellos hay otra veintena que
están en el estante de los "sin leer", alguno de ellos desde hace muchos años. De
vez en cuando algún enchufado consigue escaparse de esa desesperante
“cuarentena” de espera y adelanta por la izquierda a todos los de la mesilla,
ante las evidentes quejas del resto de víctimas del overbooking literario.
El proceso selectivo por el que se permite a cualquiera de
ellos el “upgrade” es muy exigente. Tiene que superar primero las cribas
básicas de autor y obra, después ha de tener una presencia física atractiva (el
marketing del libro es tan importante como el del vino o el de los
calzoncillos), el grosor también es fundamental porque no siempre está uno con
humor para enfrentarse a un tocho de ochocientas páginas, la temática tiene que
pasar un examen psicotécnico para coincidir con el estado de ánimo del lector y
una vez superado todo ese proceso, el lector elige el que le sale de la punta,
en función de factores totalmente inescrotables.
En mi caso y debido a la edad, también afecta bastante el
tamaño de la letra y la distribución en capítulos relativamente cortos que te
permitan hacer paradas de vez en cuando y no tener que empezar cada día a
releer todo para ver dónde te habías perdido cuando te quedaste dormido.
También es importante saber lo que uno espera de un libro y en mi caso suele
ser que me hagan pensar. Por eso me gusta más la no ficción, que no tiene un
enredo argumental y normalmente conoces el desenlace, pero te hace darle
vueltas al coco. No digo que la ficción no te haga pensar, pero está siempre
más edulcorada o más sazonada que la propia realidad. Es una diferencia similar
a la de los documentales y las películas; los partidos de fútbol oficiales y
los amistosos o la pornografía y el sexo... Me gusta que cuando menos, estén "basados en hechos reales".
Otro factor a tener en cuenta es el objetivo de la lectura.
Dependiendo de si lo que quieres es divertirte o formarte o informarte o…
simplemente disfrutar el momento, porque sabes que dentro de dos semanas apenas
recordarás nada de lo que has leído. Esa triste situación la conozco
perfectamente y como muestra os diré que esta semana he terminado dos libros,
uno de Giles Tremmlett que no sé como se llama y otro de no sé quién que se
llama El Archipiélago del perro. También hay casos como el de mi amiga Olga,
que abre cualquier libro y lo primero que hace es leerse la última página para
evitar ansiedad durante la lectura.
Y después de este paseo por los cerros de Úbeda, volvemos a
la montañita de la mesilla para tomar la difícil elección y nos encontramos "El
Decamerón" de Boccaccio, que antes de discoteca fue escritor, y que lo
recomendaron en la radio por su temática sobre una pandemia de peste; también está el
último de Akutagawa antes de suicidarse; los dos que me faltaban de Thomas
Bernhard con su brillante cenicismo; una antología de Borges con la letra tan
pequeña que necesitaría lupa además de las gafas y un anecdotario del
motociclismo de los años ochenta. Me parece que me voy a cantar el Resistiré,
que ya me he aprendido la letra.
viernes, 3 de abril de 2020
MORIR DE VIEJO
No tuve abuelos y por tanto no pude despedirme de ellos. En
cambio, sí vi morir a mis padres y desde entonces sé muy bien lo que es el
dolor del alma. También fui consciente en aquellos duros momentos de lo mucho
que supone el calor amigo. Incluso alguna vez escribí al respecto, que mi
objetivo vital y el de cualquier bien nacido debía ser convocar el máximo
número de personas a tu propio entierro. Es el mejor termómetro de que has
hecho bien las cosas en la tierra y dejas atrás a mucha gente que te quiere. La
opción contraria es estar solo en tu entierro porque eres un indeseable o
porque has sobrevivido a todos los tuyos, lo cual me parece mucho más duro. Lo que nadie puede negar es que el objetivo de todos los humanos, por mucho que fanfarroneemos, es morir de viejos.
Esta mierda en la que estamos metidos nos está poniendo a
prueba como civilización y esperemos que por lo menos sea la puerta para un
nuevo escenario mucho más humano. Porque si hay algo que caracteriza la
situación es la deshumanización de la muerte. Es normal en casos de pandemias,
guerras o catástrofes en las que los fallecidos se cuentan por miles, las
morgues son colectivas e incluso las fosas comunes son el destino final para
tanta gente.
Aquí no hemos llegado a tanto, pero sí a la frivolización de
los números y los mensajes. Cada día tomamos el aperitivo con las cifras de
España y merendamos con las de Italia como si los números que te dan fuesen los
datos de la bolsa o la clasificación de la Liga. ¿Cómo ha ido la cosa? Bien, se
mantiene en la línea de toda la semana, 900 muertos, pero sube solo un 8%...
Stop, stop, stop, rebobinemos, tomemos conciencia de lo que estamos oyendo y
rebelémonos para no aceptar la frialdad matemática. Novecientos muertos son
tres Boeing de los grandes estrellándose,
son cinco once emes cada día, son casi los muertos en accidente de
tráfico en España a lo largo de todo un año… Y sobre todo son novecientas
personas, con nombre y apellidos, con padres, hermanos e hijos, con amigos y
con una vida vivida con todos sus detalles y su memoria tan emocionante y
particular. Conocer solamente la historia de uno de ellos y sentir de cerca el
dolor de los que le conocían te permite imaginar lo que supone esa
multiplicación tan obscena que estamos acostumbrados a hacer en maremotos del
Índico o en guerras de África, pero que revuelve un poco más el estomago cuando
se trata de nuestros vecinos.
Además, esta deshumanización de la muerte viene en este caso
complementada con el sadismo de la deshumanización de la despedida. Las
circunstancias son las que son y no se puede culpar a nadie, pero como mínimo
todos tenemos que ser empáticos con las familias que no pueden despedir a los
suyos y con esas víctimas que tienen que despedirse de este mundo de esa forma
tan anodina, por no decir humillante.
Y si todos estos argumentos os parecen poco dolorosos,
quizás el más deprimente de todos sea esa miserable aceptación social de que
los viejos tienen que morirse, esa autoprotección que nos lleva a todos a
pensar que la enfermedad no nos tocará porque solo afecta a los ancianos y por
suerte todavía no lo somos. Paremos, nuestros ancianos son lo más valioso que
tenemos o por lo menos así debería ser, como en esos países que llamamos
subdesarrollados y que basan su cultura y su jurisprudencia en las vivencias y
opiniones de sus mayores, reunidos bajo un baobab.
Este límite insospechado de menosprecio a la tercera edad ha
llegado a casos esperpénticos con gente apedreando autobuses con ancianos
llegando a un pueblo o a la situación dramática de desamparo de tantas
residencias.
Hemos dado por hecho que se tienen que morir y nos
tranquilizamos porque en esas estadísticas que diariamente nos golpean solo hay
viejos. Siempre es bueno recordar que algún día, ojalá, todos tendremos esa
despreciable edad. Y quizás nos gustará ser algo más que una cifra y morirnos de viejos.
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