No tuve abuelos y por tanto no pude despedirme de ellos. En
cambio, sí vi morir a mis padres y desde entonces sé muy bien lo que es el
dolor del alma. También fui consciente en aquellos duros momentos de lo mucho
que supone el calor amigo. Incluso alguna vez escribí al respecto, que mi
objetivo vital y el de cualquier bien nacido debía ser convocar el máximo
número de personas a tu propio entierro. Es el mejor termómetro de que has
hecho bien las cosas en la tierra y dejas atrás a mucha gente que te quiere. La
opción contraria es estar solo en tu entierro porque eres un indeseable o
porque has sobrevivido a todos los tuyos, lo cual me parece mucho más duro. Lo que nadie puede negar es que el objetivo de todos los humanos, por mucho que fanfarroneemos, es morir de viejos.
Esta mierda en la que estamos metidos nos está poniendo a
prueba como civilización y esperemos que por lo menos sea la puerta para un
nuevo escenario mucho más humano. Porque si hay algo que caracteriza la
situación es la deshumanización de la muerte. Es normal en casos de pandemias,
guerras o catástrofes en las que los fallecidos se cuentan por miles, las
morgues son colectivas e incluso las fosas comunes son el destino final para
tanta gente.
Aquí no hemos llegado a tanto, pero sí a la frivolización de
los números y los mensajes. Cada día tomamos el aperitivo con las cifras de
España y merendamos con las de Italia como si los números que te dan fuesen los
datos de la bolsa o la clasificación de la Liga. ¿Cómo ha ido la cosa? Bien, se
mantiene en la línea de toda la semana, 900 muertos, pero sube solo un 8%...
Stop, stop, stop, rebobinemos, tomemos conciencia de lo que estamos oyendo y
rebelémonos para no aceptar la frialdad matemática. Novecientos muertos son
tres Boeing de los grandes estrellándose,
son cinco once emes cada día, son casi los muertos en accidente de
tráfico en España a lo largo de todo un año… Y sobre todo son novecientas
personas, con nombre y apellidos, con padres, hermanos e hijos, con amigos y
con una vida vivida con todos sus detalles y su memoria tan emocionante y
particular. Conocer solamente la historia de uno de ellos y sentir de cerca el
dolor de los que le conocían te permite imaginar lo que supone esa
multiplicación tan obscena que estamos acostumbrados a hacer en maremotos del
Índico o en guerras de África, pero que revuelve un poco más el estomago cuando
se trata de nuestros vecinos.
Además, esta deshumanización de la muerte viene en este caso
complementada con el sadismo de la deshumanización de la despedida. Las
circunstancias son las que son y no se puede culpar a nadie, pero como mínimo
todos tenemos que ser empáticos con las familias que no pueden despedir a los
suyos y con esas víctimas que tienen que despedirse de este mundo de esa forma
tan anodina, por no decir humillante.
Y si todos estos argumentos os parecen poco dolorosos,
quizás el más deprimente de todos sea esa miserable aceptación social de que
los viejos tienen que morirse, esa autoprotección que nos lleva a todos a
pensar que la enfermedad no nos tocará porque solo afecta a los ancianos y por
suerte todavía no lo somos. Paremos, nuestros ancianos son lo más valioso que
tenemos o por lo menos así debería ser, como en esos países que llamamos
subdesarrollados y que basan su cultura y su jurisprudencia en las vivencias y
opiniones de sus mayores, reunidos bajo un baobab.
Este límite insospechado de menosprecio a la tercera edad ha
llegado a casos esperpénticos con gente apedreando autobuses con ancianos
llegando a un pueblo o a la situación dramática de desamparo de tantas
residencias.
Hemos dado por hecho que se tienen que morir y nos
tranquilizamos porque en esas estadísticas que diariamente nos golpean solo hay
viejos. Siempre es bueno recordar que algún día, ojalá, todos tendremos esa
despreciable edad. Y quizás nos gustará ser algo más que una cifra y morirnos de viejos.
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