Lo dicho ya no tengo ni Thermomix, ni transistor, ni móvil... La otra
opción era pediros el suicidio colectivo y me da que vuestra fidelidad a
este blog no es tan militante y, sobre todo, me echa para atrás la
posibilidad de que nuestra muerte contribuyera a ampliar la lista de
fallecidos por el puto virus, que pasáramos desapercibidos en medio de
la estadística y que le fastidiáramos el día a algún político.
La
otra opción era alcoholizarme, más de lo que estaba, tanto como se creen
mis vecinos que estoy. Cada dos días salgo a tirar el vidrio y noto el
aliento de los vecinos tras sus ventanas abiertas, escondidos entre los
visillos y contando uno a uno los cascos que se estrellan contra el
fondo del contenedor. Unos cuentan en español, otros en noruego y otros
en francés, porque aunque vivan en un barrio pijo, también tienen el
carnet de policía que se nos expidió a todos los ciudadanos el mismo día
que se decretó el estado de alarma. Realmente no les oigo, pero sé que
están allí y que están contando; lo sé porque si fuese yo el que viviera
delante del contenedor, también lo haría. El caso es que merecen una
explicación y aquí se la plasmo por si algún día se tropiezan con este
blog, aunque creo que son poco de leer.
Como todo el mundo, en
estos días toca hacer limpieza de despensas, vaciar armarios y neveras
al máximo, para alargar el periodo de estanqueidad hogareña sin salir a
comprar, a infectarte, a morir. Realmente no sé que es más peligroso,
porque eso ha supuesto terminar con todos los botes de fabada Litoral,
de menestra precocinada y de piña en almibar. En ese proceso de limpieza
también hemos pasado por un minucioso control de fechas de caducidad
para comprobar primero, que el cabronazo que escribe la maldita fecha es
muy joven, ve muy bien y le gusta jugar al escondite. Por su culpa nos
hemos zampado un chocolate a la taza vencido en 2018, una salsa bernesa
de 2019 y un bote de setas confinadas caducado en 2014 (en el frasco
ponía "consumir antes de: ver tapa" y les hice caso).
Pero lo
peor ha sido con el vino: cuando empezó todo esto miré la estantería y
me quedé tranquilo porque había suficiente género, pero pronto me di
cuenta de que la bodega era un trampantojo, que realmente había cuatro o
cinco botellas aceptables y el resto era el descarte de todas las
comidas o fiestas celebradas en casa durante los últimos años, los
restos de muchos naufragios. Es lo que tiene el arte y los artistas, que
necesitan el vino para inspirarse y cada vez que hacemos un sarao se
beben hasta el alcohol del Cristasol. Si conocieráis la calaña de la
gente que acude a esos saraos entenderíais los vinos que había, que eran
ya los que nadie quería al final de la fiesta. Por resumirlo, el mejor
era el que nos regaló el pescadero en Navidad. Corchos de plástico,
botellas de culo plano, etiquetas de impresora y mucho vino joven
envejecido varios años junto a los bidones de gasolina de la moto, los
botes de aceite y los sprays de pintura de mis hijos, a 40º en verano y
bajo cero en invierno.
Como buen sumelier cada vez busco algo
apropiado para la comida y me termino decantando (que bien traído) por
alguno rojo y en botella. Y cada vez que he querido abrir una botella
han terminado siendo tres (como cuando vienen amigos a cenar) pero por
diferente motivo, unas por estar picadas y otras avinagradas. Lo malo es
cuando tu mujer te dice a las nueve de la mañana y después de desayunar
que le dés un vino para hacer carrilleras y tienes que abrir y probar
cuatro botellas de cosecheros podridos. Ahí quería llegar yo, que sepan
mis vecinos que dos terceras partes del vidrio que oyen explotar en el
contenedor son botellas de vino infecto que alguien me regaló algún día y
que un tipo de morro fino ha optado por tirar al fregadero. Y una
última petición de anfitrión, si no te gusta el vino no regales vino o
por lo menos gástate una pasta. Al vino, vino.
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