Me pasó en verano, pero todavía me río cuando lo recuerdo. Mis hijos mayores jugaban a cosas de hijos mayores, vamos a lo mismo que hacen todos los chavales de su edad, es decir tiraban el móvil al aire y luego lo golpeaban con un bate de béisbol y se desternillaban al comprobar que el móvil salía ileso del golpe una y otra vez. Ni yo ni su madre nos dimos cuenta del estúpido juego hasta que empezaron a insultarse y amenazarse tras comprobar que en uno de los vuelos, el aparatito había volado demasiado alto y había caído en el canalón del tejado. La primera reacción, obvia, fue castigarles, regañarles, sermonearles, recordar a los niños de África y llamarles niños bobos, mimados y mal educados. Eso sí que fue como hacen todos los padres. Pero a continuación tuve que ponerme manos a la obra para recuperar el maldito cacharro antes que ver el angustioso espectáculo de los chicos gateando por el tejado.
Escalera de tres metros para asomarme a una claraboya, lanza telescópica de pintor con escobilla atada con cinta americana en el extremo para intentar barrer el canalón, frontal con linterna sobre la cabeza para intentar iluminar en la oscuridad, arnés casero para atarme a la ventana y evitar una defunción ridícula. Mi experiencia en el servicio militar por fin estaba sirviendo de algo y hasta creo que mis hijos empezaban a sentir cierta admiración por la destreza y valentía de su padre. La delicada operación se alargaba más de la cuenta porque el cacharro parecía engancharse en algún codo del canalillo y el bombero torero empezaba a ponerse nervioso. A ello también contribuía el pequeño Lucio que cada dos o tres minutos golpeaba la escalera desde abajo y decía: "Papá, puedes bajar un momento que te quiero enseñar una cosa..." Yo, sudando y cabreado, le gritaba una y otra vez: "Déjame en paz ahora, no ves que estoy liado y que me puedo caer..."
Los chicos desde abajo intentaban iluminar con otras linternas y orientarme para indicar dónde podía estar el puto móvil. Mi cabreo se multiplicaba por cada minuto que sumábamos al rescate y las posibilidades de encontrar al Samsung con vida eran casi nulas; pero lo peor de todo era la inoportunidad del peque pidiendo a cada momento que bajase: "Papá, que tengo una cosa para ti..." o "Papi, ven a mi cuarto que te vas a morir de risa" y luego "Papá deja ya de hacer el tonto en el tejado" Mi respuesta era cada vez más seca y amenazante porque no podía entender como un chavalín tan minúsculo pudiera ser tan sumamente pesado.
Agotado de pescar sin resultado, tiré la lanza, cerré la velux, recogí la escalera y me bajé dispuesto a montar un pollo explosivo, a no dejar títere con cabeza. Pero al bajar el último escalón y girarme, mi entrecejo fruncido se chocó con la carcajada de Lucio que me entregaba el móvil con una convincente explicación: "Papá, qué pesado eres, llevo dos horas diciéndote que bajes que tenía algo que enseñarte, es el móvil, que había caído en la terraza de mi cuarto." Quise matarle o besarle, pero sobre todo quería evaporarme, desaparecer de esa escena de dibujos animados tantas veces vista y nunca comprendida. No me molaba nada ser Homer Simpson.
Lo de Homer Simpson lo pones para que entremos al ataque sin piedad ¿no?...... pues fíjate que yo no te veo tan amarillo.
ResponderEliminarCaray! como cambian los tiempos, mis hijos se limitaban a golpear con el bate de beisbol las sandías del huerto. Para comprobar como explotaban y les ponían perdidos de juguillo. Hasta tenía su gracia la cosa, salvo porque toca lavar un montón de ropa pringosa. Por cierto ¿no vas a colgar a Lucio boca abajo del puñetero canalón? yo lo haría, le sacaría una foto y entrada nueva para el blog, jajaja
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