Ayer viajé en Metro. Anoche dormí mal. Lo uno no es consecuencia de lo otro o sí. Reconozco que no soy fiel usuario del transporte público, porque vivo en las afueras, trabajo en Alcobendas y soy bastante vaguete. Pero ayer iba a un concierto al centro y no podía llegar tarde, así que aseguré con el Metro. Debería cogerlo más, es rápido, eficaz y una muy buena terapia para esa radiografía social que tanto me gusta hacer. Sin embargo, ayer me provocó un estado de inquietud y ansiedad que me impidió disfrutar del concierto y conciliar el sueño luego en casa; de hecho todavía estoy algo alterado.
Cuando iba charlando con mi hermano, entró en el vagón un hombre de mediana edad con un cartel de cartón pidiendo limosna y con la voz quebrada mendigó: "Por favor ayúdenme, no tengo trabajo y necesito algo para dar de comer a mi hija". Como en todos estos casos, por muchos que haya y por mucho que nuestra mente se anestesie contra el dolor ajeno, el mensaje te encoje todas las vísceras. En este caso es todavía más estremecedor el silencio posterior, la enorme tensión que se expande por el vagón, la huida de las miradas refugiándose en móviles, libros o tablets. Nadie se atreve a abrir el bolsillo, ni siquiera a cruzar sus ojos con los del "sin techo", hay miedo a saltarse el guión, a hacer algo distinto a los demás y la colectividad, la masa, siempre ha sido un buen refugio, una genial excusa. Además hay quien dice que no es buena la caridad, que no arregla nada y que provoca que surjan más y más casos; no es mal argumento para quedarte tranquilo mientras el desafortunado elemento se va perdiendo por el pasillo hacia la cola del tren.
Sin embargo, aquel hombre al que no miré y no ayudé, amparado en la voluntad mayoritaria, se me incrustó en la retina y subió hasta la mismísima raíz de la conciencia. Ya he dicho que no le miré de frente, pero noté que él sí lo hacía y cuando pasó ante mí, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: "¡Coño!, a este tío le conozco, creo que es un periodista que venía a las carreras y que hace tiempo que no veo", le dije a mi hermano. Cuando quise reaccionar, con una angustia enorme, intenté buscarle en los vagones siguientes, pero ya no estaba en el tren. Una vez en casa llamé a otros periodistas, indagué en internet e inicié un plan para ayudar a este chico, un tipo normal al que por algún motivo la vida se le había torcido. No podemos permitirlo. Por suerte, al rato llegué a la conclusión de que todo era producto de mi imaginación y que mi amigo mantenía su trabajo y su "posición social". A pesar de ello no dormí bien porque aunque pronto volveré a encontrarle en alguna rueda de prensa, la experiencia de la tarde-noche de ayer me permitió sentir de cerca el dolor y la incomprensión que un ser humano puede sentir y que los demás sólo apreciamos cuando esa cara sin afeitar, esos ojos hundidos por la depresión y esas manos rudas de frío pueden ser las de alguien cercano. Ahora me gustaría abrazar a mi amigo y también, con más fuerza, a su pobre doble. Su doble pobre.
PD. La foto no tiene nada que ver con la historia, pero refleja angustia ¿a qué sí?
Cada vez que veo el anuncio del "bocadillo mágico" se me caen las lagrimas..... y debe de ser contagioso , porque a mis hijas también.
ResponderEliminarMuy buena Diego.
ResponderEliminarDesde luego que el mundo es injusto. Me ha dicho mi portera que la jequesa de Catar se ha gastado más de 100 millones en beicon.
Chema