Volar un día después del dramático
accidente de los Alpes no es nada fácil. Más que nada porque el aluvión de
información que te rodea solo hace que ahondar en la herida y buscar
morbosos y lacrimógenos argumentos.
El presidente de la Asociación de hosteleros de Benavente da su pésame al
President Mas y los tertulianos sabelotodo demuestran no tener ni puta idea
tampoco de aeronáutica.
Y yo, que me cago en los pantalones en
cuanto huelo el queroseno, me tranquilizo con todos los argumentos del sentido
común escuchados a los expertos entre lágrima y lágrima e imágenes del fuselaje
del Airbus descerrajado. Cada dos segundos despega en el mundo un avión como el
del accidente; cada año son casi 50 millones los aviones que vuelan sobre
nuestras cabezas; las posibilidades de morir en un accidente aéreo son menores
a las de que te caiga un rayo y, sobre todo, y ya que tiramos de estadística,
las probabilidades de que haya otro accidente al día siguiente son prácticamente
nulas. Así que, ¡yuppie!, a volar.
A pesar de todo, nada consigue que la
mente desconecte ni un solo momento del luctuoso incidente. En cada
turbulencia, en cada bache, en cada niño que llora o en cada adolescente que
chilla, uno se acuerda de esas inocentes víctimas. Y de las anécdotas como la
del que cambió su vuelo en el último momento y cuando llegamos a Londres con
retraso y perdemos la conexión con Dehli, empiezas a pensar si serás el
afortunado que se ha bajado en el último momento del avión siniestrado o si por
el contrario, serás el desgraciado que se ha subido en el último momento. Me
anima que el nuevo vuelo es ahora de Virgin, todo colorido y profesionalidad.
Vuelvo a hacer un esfuerzo de desconexión, sobrevolamos Brandeburgo, donde los
conciertos, después Berlín, donde el muro, y más tarde Varsovia, donde los
pactos, pero no sirve de nada porque pronto aparece en el mapa Ukrania, Rusia y
su disputada frontera sobre la que surcamos el aire a más de 11.000 metros de
altura para intentar que no nos envíen algún recadito en forma de misil. La
sombra del temor vuelve a aparecer con fuerza y más porque tras esa zona de
conflicto llega otra y uno duda si el avión tirará por el sur hacia Irak o por
el este hacia Afganistán y Pakistán. Mi único temor entonces es que tengamos un
aterrizaje de emergencia y le dé a alguien por regalarnos un pijama naranja.
Al final, después de catorce horas de
viaje, estamos en New Dehli, agotados físicamente y con pocas fuerzas para
afrontar psicológicamente el contraste de este país, que es una de las primeras
economías del mundo y a su vez es líder en mugrienta miseria. Una primera
impresión nos recuerda a una mezcla de Casablanca, Dakar y otras ciudades
africanas, aunque con más motos y sin poder haber sentido aún la magia
tranquila indú.
Vamos a descansar.
PD. Evidentemente cuando volamos no sabíamos la verdadera causa del accidente de los Alpes. Ahora además de controlar la calidad y antigüedad del avión, habrá que ir atento a las caras de psicópatas de la tripulación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario