Hace unas semanas compré un ordenador.
Tengo que reconocerlo, caí en la trampa del Black friday, pero no me arrepiento
porque gracias a eso me ahorré más de doscientos piriburcios, que no es pecata
minuta. Era un portátil que los chicos reclamaban para poder hacer los deberes
y estudiar durante los fines de semana que nos vamos fuera de Madrid. Caí en la
trampa, pero no por lo del maldito viernes negro sino por la inventiva de mis
hijos para convencerme de comprar esa imprescindible herramienta digital para
seguir conectados sine die a sus habituales juegos, redes sociales o youtubers de moda.
Es lo que toca, que le vamos a hacer, aceptado está.
Sin embargo, lo que no está tan aceptado
es el bombardeo publicitario que desde ese día sufro para que me compre un
ordenador portátil. Cada vez que abro una página web, ya sea de El País, El
Alcazar o El Pueblo me salen al lado de cada noticia unos llamativos anuncios
que me ofrecen inmejorables ofertas de ordenadores similares al que compré. Y
lo peor de todo, en la mayoría de los casos, el anuncio es de L’Fnac, la tienda
en la que compré el cacharraco. Os lo juro, han pasado tres semanas, pero todos
los días, haga la búsqueda que haga, me meta donde me meta, los motores
superinteligentes que los dioses del big data han creado consiguen detectar que
durante varios días estuve consultando precios y ofertas de ordenadores
portátiles y en una increíble exhibición de perspicacia informática me
persiguen, me amedrantan, me invaden con más y más ofertas del mismo puto
ordenador que ya me compré. Si son tan listos podían haber detectado también que ya
hice la adquisición, que pagué a través de Internet y dejé escrito mi rastro en
todos sus fastuosos motores con el pago, el proceso de envío y la recogida del
maldito ordenador.
Desde entonces los señores de L’Fnac se
han gastado en anuncios pagados a Google, Facebook, El País, El Mundo o
putas.net mucho más dinero del que yo me ahorré con la compra en el oscuro
viernes. Y no queda ahí la cosa, porque el año pasado viajé a Berlin, a
Winchester y a Montpelier y desde entonces no hago más que recibir ofertas para
viajar a los mismos sitios y a los mismos hoteles. Pero ¿es que sois tontos?
¿cómo pensáis que voy a volver a caer en el mismo puto antro de carretera de La
Junquera que encontré en Booking? Es obvio que si este año he ido a Montpelier,
quizás el próximo me apetezca ir a Dar es Salaam, a Quito o a La Rochelle, pero
nunca a Montpelier. Y que si me he comprado un ordenador portátil, ya no
necesitaré otro hasta dentro de tres años cuando la obsolescencia programada lo
haya echado a perder; mientras tanto ofrecerme exprimidores de naranjas, coches
descapotables, tijeras de cortar el pelo o muñecas hinchables…Cualquiera de
esas cosas tiene mucha más cabida en mi consumista presupuesto que el jodido
ordenador que ya está pagado, utilizado y amortizado.
Y lo malo de todo es que mañana o pasado
caeré en alguna reunión de trabajo en la que algún tontolaba digital me dará
lecciones de cómo el mundo está controlado por la sociedad de la información y
por los registros de los datos que saben cada uno de nuestros movimientos. Los
pasados, tío; los futuros, ni yo los sé y basta que me avasallen para que haga
lo contrario. He dicho.
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