Esta entrada va a tener bastante aceptación porque el titular incita a pensar que voy a desvelar alguna infidelidad o a confesar una cornamenta. Mal vais. También sería sugerente si os dijera que os voy a hablar de una intensa noche de hotel en tierras granadinas. Seguís por mal camino. Trata de fantasías mentales nocturnas con un desconocido en un íntimo hotel andaluz. Mentira no es.
Los hoteles han dado para mucha literatura, cientos de canciones, mucho cine y alguna que otra serie. No voy a hablar del suicidio de Pavese, ni del infarto de Rita, ni de tantos acontecimientos históricos y de ficción ocurridos en el escenario de un hotel, pero es obvio que el continente da para mucho contenido, desde las fantasías sexuales con la camarera o el botones de turno, a trepidantes historias de acción, pasando por el más tenebroso terror o por la escatología de las sábanas manchadas por semen desconocido o el vello púbico en almohada propia. ¡Qué carita de asco!
Y uno, que ha pasado por casi todos esos periplos, sufrió el otro día una experiencia nueva, la noche interactiva, virtual, 4D, de realidad aumentada y un tanto paranoica. El caso es que las paredes del hotel eran de papel de fumar, se oían todas las conversaciones de la habitación de al lado y, por la noche, el rechinar de los muelles del colchón o el traqueteo de un cabecero de la cama mal colgado. Y pasó lo que tenía que pasar (no volváis a pensar mal), que interactuamos; no sé si fue antes mi ronquido o su encontronazo contra la madera, pero el caso es que empezamos a mandarnos sutiles mensajes en morse que debieron despertar a medio hotel. Cada vez que me conseguía dormir, aquel cafre arremetía con un golpetazo en el cabecero y yo contestaba con un par de puñetazos contra la pared y como en toda buena discusión, cada uno quería tener la última palabra. La tensión rezumaba en el yeso. Si no fuera por ese frágil tabique hubiésemos llegado a las manos porque la noche irradiaba odio.
Recuerdo que en el fragor de la disputa me desvelé un rato y estuve calculando los años que transcurrieron entre la entrada de Tariq en el 711 y el final de la Reconquista, aunque poco después me dormí y estuve soñando que tenía un perro real, de carne y hueso, pero que se podía controlar con un mando a distancia y yo me lo pasaba bomba chocándolo contra los muebles o las paredes porque rebotaba. Pronto volvió a despertarme otro animalito, el vecino, con otro martillazo sobre mi nuca, seguido de un buen meo y una interminable ducha. No me quedó más remedio que seguir sus pasos y ducharme escuchando como se sonaba los mocos. Tenía una ansia loca por bajar a desayunar y buscar a semejante hijo de la gran... Entre huevos revueltos, churros y tostadas busqué al energúmeno con mis ojos ensangrentados en odio y repitiendo en mi cabeza: ¿Y quién es él...?
Los hoteles han dado para mucha literatura, cientos de canciones, mucho cine y alguna que otra serie. No voy a hablar del suicidio de Pavese, ni del infarto de Rita, ni de tantos acontecimientos históricos y de ficción ocurridos en el escenario de un hotel, pero es obvio que el continente da para mucho contenido, desde las fantasías sexuales con la camarera o el botones de turno, a trepidantes historias de acción, pasando por el más tenebroso terror o por la escatología de las sábanas manchadas por semen desconocido o el vello púbico en almohada propia. ¡Qué carita de asco!
Y uno, que ha pasado por casi todos esos periplos, sufrió el otro día una experiencia nueva, la noche interactiva, virtual, 4D, de realidad aumentada y un tanto paranoica. El caso es que las paredes del hotel eran de papel de fumar, se oían todas las conversaciones de la habitación de al lado y, por la noche, el rechinar de los muelles del colchón o el traqueteo de un cabecero de la cama mal colgado. Y pasó lo que tenía que pasar (no volváis a pensar mal), que interactuamos; no sé si fue antes mi ronquido o su encontronazo contra la madera, pero el caso es que empezamos a mandarnos sutiles mensajes en morse que debieron despertar a medio hotel. Cada vez que me conseguía dormir, aquel cafre arremetía con un golpetazo en el cabecero y yo contestaba con un par de puñetazos contra la pared y como en toda buena discusión, cada uno quería tener la última palabra. La tensión rezumaba en el yeso. Si no fuera por ese frágil tabique hubiésemos llegado a las manos porque la noche irradiaba odio.
Recuerdo que en el fragor de la disputa me desvelé un rato y estuve calculando los años que transcurrieron entre la entrada de Tariq en el 711 y el final de la Reconquista, aunque poco después me dormí y estuve soñando que tenía un perro real, de carne y hueso, pero que se podía controlar con un mando a distancia y yo me lo pasaba bomba chocándolo contra los muebles o las paredes porque rebotaba. Pronto volvió a despertarme otro animalito, el vecino, con otro martillazo sobre mi nuca, seguido de un buen meo y una interminable ducha. No me quedó más remedio que seguir sus pasos y ducharme escuchando como se sonaba los mocos. Tenía una ansia loca por bajar a desayunar y buscar a semejante hijo de la gran... Entre huevos revueltos, churros y tostadas busqué al energúmeno con mis ojos ensangrentados en odio y repitiendo en mi cabeza: ¿Y quién es él...?
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