Siempre me ha gustado coger a autoestopistas,
aunque pocas veces coinciden las circunstancias para poder hacerlo. El otro
día, saliendo de Sierra Nevada, ya de vuelta a Madrid, coincidió que teníamos
un asiento libre y que irremisiblemente teníamos que pasar por Granada, así que
no había excusa para no invitar a subir al mantero senegalés que regresaba a
casa tras su jornada comercial.
No lo hicimos por solidaridad sino por
algo un poco más egoísta y enriquecedor para nosotros: escuchar y aprender de
lo que ese hombre nos iba a contar en la media hora de curvas que separan la
estación de esquí de la ciudad de la Alhambra. Era, sin duda, una buena
oportunidad para que nuestros hijos salieran por unos minutos de esa burbuja en
la que viven y conocieran el relato de una vida muy distinta a las nuestras. Sí,
justo en el momento de terminar unas maravillosas vacaciones en una carísima estación
de esquí.
Mame, que así se llamaba el grueso y
oscuro pasajero, era senegalés y hace cinco años llegó a España en una patera,
tras pagar a una mafia mil euros por ese peligroso pasaje de barco. Dice que no
pasó miedo porque hacía buen día y buena mar y porque fueron sólo unas horas
hasta que les rescató Cruz Roja del mar y le llevaron a un centro de
extranjeros. Después pasó las habituales miserias legales y vitales, durmió a
la intemperie en más de una ocasión, hasta que al final consiguió reunirse con
otros compatriotas de la diáspora que le echaron esa imprescindible primera
mano.
Ahora ya estaba totalmente instalado,
instaurado y legalizado. Orgulloso de tener sus papeles en regla, presumía de
estar dado de alta de autónomos y nos contaba la mecánica de su negocio,
comprando artículos muy baratos en una gran nave que los chinos tienen en
Armilla y vendiendo a los turistas en verano y a los esquiadores en invierno.
De vez en cuando se cruzaba con algún policía municipal que le retenía e
incluso le quitaba la mercancía y sorprendentemente Mame, les comprendía: “Es
normal, están haciendo su trabajo y nosotros no tenemos permiso para vender por
la calle.”
Pero lo más interesante llegó cuando pasó
a filosofar sobre su experiencia vital y el fenómeno de los inmigrantes: “A mí
no me gusta vivir aquí, prefiero estar allí en mi país y si estoy aquí es por
ganar unos cuantos euros que al cambio son mucho dinero en Senegal y así puedo
enviar de vez en cuando dinero para mi familia y mi hijo de siete años. Pero
amigo, tenlo claro, estaré un tiempo y volveré cuando pueda, todos queremos
estar en nuestro país y eso que África está muy mal, sin solución”. Eso dio pie
a adentrarnos en temas políticos, donde el autoestopista mantero saco un
inteligente y bien informado discurso sobre la primavera árabe, los
colonialismos y el terrorismo. Con perlas como: “los europeos y americanos
estaban obsesionados en quitar a Gadafi, a Sadam, a El Asaad y a todos los
dictadores africanos porque eran malos y no dejaban votar al pueblo, pero lo
que han conseguido es el caos, llenar todo de armas y guerras” y siguió con
“África está fatal porque está llena de corrupción y porque los europeos han
beneficiado a los políticos corruptos para hacer negocio y aprovecharse de las
riquezas de África” o la más preocupante, pero también bien fundada visión del
terrorismo: “Europa piensa que el terrorismo es una cuestión religiosa o un
asunto de unos cuantos locos, pero no, es un ajuste de cuentas por las
diferencias económicas y sociales…”
El viaje llegó a su fin y en una
gasolinera de Armilla se bajó nuestro invitado con una última sentencia:
“Siempre he pensado que hay que vivir con la esperanza de que un día tendrás
suerte y hoy yo la he tenido”. Nosotros sí que la tuvimos, Mame.
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