Recuerdo en mis inicios, cómo repasaba la lista de conocidos en alguna firma relevante, que me pudieran echar una mano. Iba a una boda o un bautizo y rápidamente me informaba de dónde trabajaba cada invitado, por si sonaba la flauta. Todavía veo a mucha gente joven que sigue cayendo en la trampa, que piensa que por tener un primo trabajando en El Corte Inglés, va a conseguir que su teléfono con ruedas o su cojín con altavoces se venda en sus centros comerciales. No, el primo, amigo, cuñao, vecino o colega termina siendo coherente y salvaguardando la amistad por encima de una efímera relación comercial que puede salir mal y joderlo todo. En el fondo, debes agradecérselo.
Por eso ya no me importa si mis amigos o familiares son empresarios, directores de marketing, mendigos o incluso funcionarios. Por eso tampoco me importó cuando este fin de semana me invitaron a hacer una ruta por los Picos de Europa con unos montañeros, amigos de amigos; me dijeron que varios de ellos eran directivos de un banco y, entre cuchicheos, me confiaron que "el más alto es uno de los jefazos".
Joder como subían cuestas los malditos banqueros; yo creo que iban dopados, que habían desayunado prima de riesgo. Sudé tinta, la de los chipirones de la cena anterior y toda la almacenada en mis acolchados michelines. Qué forma de arrastrar mis huesos por aquella empinada cuesta, qué digo cuesta... pared. Pero también tuve mi momento de gloria, cuando en la cima, decidieron hacer una foto de grupo y yo, tirando de esa patosería infantil que tantos éxitos me ha dado, pinché con mi bastón una tierna y consistente boñiga de vaca y la lancé hacia el grupo con la intención de poner mi sello a la instantánea. Y bien que lo hice, el sello, entintado en marrón y bastante pestoso, quedó estampado en la mejilla de uno de mis compañeros de "cordada", imaginad cuál... Sí, ese, el más alto. Por eso no menciono el nombre del banco, aunque bien sé que nunca haré negocios con él.