miércoles, 12 de diciembre de 2012

PARA BAJAR HAY QUE SUBIR

A cierta edad, la mayoría de los días no son tuyos, son de los tuyos. Vamos, que dicen tus hijos que quieren subir al monte a tirarse con la bici y ahí estás tú con el coche, ejerciendo de remonte, de encargado del telesilla. Así llegamos el otro día a Abantos, la Meca del mountain bike, para que mis hijos se aprendieran los más complicados y kamikazes descensos de la sierra madrileña. Una cita con la familia León para que les enseñaran los senderos y los trucos para volar con la bicicleta.
Toda la familia en el coche, con los bocatas y las latas para el picnic y las bicis en el carrito. Nada más enchufar el remolque al coche, se funden todas las luces; un mal contacto manda al garete todos los fusibles y esa asignatura no la di en el colegio, así que tira palante y reza para que no se haga de noche, ni aparezca la benemérita. 
Llegamos al Escorial, empieza a llover, pero esto no hay quien lo pare, tiramos para arriba por la bacheada carreterilla de Abantos, por el retrovisor las bicis van saltando como si hubiera empezado ya el descenso, y los chicos empiezan a segregar adrenalina. A mitad de cuesta, pasamos a dos chavales que suben empujando sus bicis, nos sale la vena solidaria y les invitamos a subir al coche, uno apretujao entre todos los chicos y el otro delante, tocándole el culo a mi mujer; las bicis las amontono como puedo en el carrito. Arrancamos y a los veinte metros votamos en un inmenso bache de la carretera, los chicos se ríen, pero las bicis salen volando y se caen del carrito. Bajo corriendo y las subo de nuevo, las engancho como puedo con las cinchas; los coches de detrás se ríen por la ridícula situación. Se ríen sus ocupantes, los coches todavía no saben, pero pronto se andará. Nervioso por el atasco que estoy montando, acelero de nuevo, recorro otros veinte metros e intento esquivar un nuevo bache, pero no, tengo querencia por los agujeros y hasta el fondo... Las bicis vuelven a salir despedidas y al caer, una de ellas, a modo de venganza, corta de cuajo la válvula de la rueda del carrito. Esta vez los coches ya empiezan a reír, sus ocupantes a cabrearse y nuestros dos autoestopistas son invitados a seguir su camino a pie, después de haber recorrido cuarenta metros en diez minutos, metidos en una lata de sardinas y con las bicis más golpeadas que si hubieran corrido la Copa del Mundo de descenso. Y nosotros en la cuneta, cambiando la rueda del puto carrito, entre gritos de teenagers nerviosos porque buscaban otro tipo de aventura. 
Tenía razón mi padre, hubiera sido mejor aficionarse a la flauta travesera...
PD. Para evitar equívocos os diré que la foto no es de ese día.

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