viernes, 3 de abril de 2020

MORIR DE VIEJO


No tuve abuelos y por tanto no pude despedirme de ellos. En cambio, sí vi morir a mis padres y desde entonces sé muy bien lo que es el dolor del alma. También fui consciente en aquellos duros momentos de lo mucho que supone el calor amigo. Incluso alguna vez escribí al respecto, que mi objetivo vital y el de cualquier bien nacido debía ser convocar el máximo número de personas a tu propio entierro. Es el mejor termómetro de que has hecho bien las cosas en la tierra y dejas atrás a mucha gente que te quiere. La opción contraria es estar solo en tu entierro porque eres un indeseable o porque has sobrevivido a todos los tuyos, lo cual me parece mucho más duro. Lo que nadie puede negar es que el objetivo de todos los humanos, por mucho que fanfarroneemos, es morir de viejos.
Esta mierda en la que estamos metidos nos está poniendo a prueba como civilización y esperemos que por lo menos sea la puerta para un nuevo escenario mucho más humano. Porque si hay algo que caracteriza la situación es la deshumanización de la muerte. Es normal en casos de pandemias, guerras o catástrofes en las que los fallecidos se cuentan por miles, las morgues son colectivas e incluso las fosas comunes son el destino final para tanta gente.
Aquí no hemos llegado a tanto, pero sí a la frivolización de los números y los mensajes. Cada día tomamos el aperitivo con las cifras de España y merendamos con las de Italia como si los números que te dan fuesen los datos de la bolsa o la clasificación de la Liga. ¿Cómo ha ido la cosa? Bien, se mantiene en la línea de toda la semana, 900 muertos, pero sube solo un 8%... Stop, stop, stop, rebobinemos, tomemos conciencia de lo que estamos oyendo y rebelémonos para no aceptar la frialdad matemática. Novecientos muertos son tres Boeing de los grandes estrellándose,  son cinco once emes cada día, son casi los muertos en accidente de tráfico en España a lo largo de todo un año… Y sobre todo son novecientas personas, con nombre y apellidos, con padres, hermanos e hijos, con amigos y con una vida vivida con todos sus detalles y su memoria tan emocionante y particular. Conocer solamente la historia de uno de ellos y sentir de cerca el dolor de los que le conocían te permite imaginar lo que supone esa multiplicación tan obscena que estamos acostumbrados a hacer en maremotos del Índico o en guerras de África, pero que revuelve un poco más el estomago cuando se trata de nuestros vecinos.
Además, esta deshumanización de la muerte viene en este caso complementada con el sadismo de la deshumanización de la despedida. Las circunstancias son las que son y no se puede culpar a nadie, pero como mínimo todos tenemos que ser empáticos con las familias que no pueden despedir a los suyos y con esas víctimas que tienen que despedirse de este mundo de esa forma tan anodina, por no decir humillante.
Y si todos estos argumentos os parecen poco dolorosos, quizás el más deprimente de todos sea esa miserable aceptación social de que los viejos tienen que morirse, esa autoprotección que nos lleva a todos a pensar que la enfermedad no nos tocará porque solo afecta a los ancianos y por suerte todavía no lo somos. Paremos, nuestros ancianos son lo más valioso que tenemos o por lo menos así debería ser, como en esos países que llamamos subdesarrollados y que basan su cultura y su jurisprudencia en las vivencias y opiniones de sus mayores, reunidos bajo un baobab.
Este límite insospechado de menosprecio a la tercera edad ha llegado a casos esperpénticos con gente apedreando autobuses con ancianos llegando a un pueblo o a la situación dramática de desamparo de tantas residencias.
Hemos dado por hecho que se tienen que morir y nos tranquilizamos porque en esas estadísticas que diariamente nos golpean solo hay viejos. Siempre es bueno recordar que algún día, ojalá, todos tendremos esa despreciable edad. Y quizás nos gustará ser algo más que una cifra y morirnos de viejos.

martes, 31 de marzo de 2020

EL PROFESOR


La de inglés ha mandado un mail con las instrucciones para acceder al Aula Virtual, pero en previsión de que no funcione, envía un documento en Word con los deberes: empezamos. Hay que hacer una redacción de ciencia ficción, pero los personajes hay que sacarlos del Power Point que hay en algún sitio de la nube o más bien tormenta en que se ha convertido la internés esta; después hay que usar el vocabulario que viene en el libro, escribirlo en el notebook de inglés, que debe ser el cuaderno, y una vez acabado fotografiarlo, pasarlo a PDF, tratar de subirlo al Educa Madrid y si no funciona, que no funciona, enviárselo por mail a la profesora. Sencillito (en inglés “little easy”).
El de mates ha buscado otro método y ha colgado instrucciones y deberes en el aula virtual, pero en previsión de que no funcione, que no funciona, ha decidido abrir una cuenta de Twitter y poner ahí los deberes. Vale. Hay que abrir Twitter, seguir la cuenta de mates del insti y buscar el hastag #2ºESO (trending topic), allí sale un enlace con un blog en el que vienen bien explicados los deberes a cumplimentar, con un enlace para descargar los ejercicios, que una vez descargados hay que imprimir, pero que están hechos en un formato que no imprime y hay que copiarlo antes en algún otro programa para poder imprimir, si es que a la impresora le da por imprimir, porque se está quedando sin tinta y nosotros estamos confitados porque hay un virus fuera de la impresora y del ordenador y no podemos salir a comprar carchutos de impresora. Si resuelves ese jeroglífico técnico luego el niño tiene que resolver unos veinte problemas algebráicos y si quiere se puede guiar por otros dos vídeos explicativos de la materia. Después hay que subirlo al aula virtual, si es que funciona, y esperar instrucciones para hacer un Kahoot. Como todos sabéis, para hacer un cajut tienes que ir a su web, meter tu nombre de usuario, que por supuesto no sabes, y una contraseña que eficientemente te ha enviado el profesor en el documento adjunto de instrucciones para el Kahoot. No funciona y me temo que tendremos que pasar otro día más de nuestra vida sin hacer un Kahoot, aún a sabiendas de que el chaval se va llevar un cero al cociente y bajo la cifra siguiente. En un momento de lucidez busco a ver si el profe ha dejado un mail para preguntarle, sí, aquí está: quienquiereaprobar@institutodemihijo.com. Qué simpático, nos ha salido creativo el profe de mates. Le escribo desde una cuenta que creo para la ocasión: quecoñoesunkahoot@elpadredelniñoquevaasuspender.com. Me contesta, abrimos el Kahoot y ¡Bingo!, está lleno de problemas de matemáticas que por supuesto el chaval no sabe hacer.
Hemos echado la mañana en el proceso de búsqueda de los deberes de mates y hemos fracasado, así que cambiamos de flanco, atacaremos por las “Marías”, nos vamos a Educación física. Por suerte tenemos jardín y el chico podrá correr un poquito para desfogarse. Miro el mail del profe y encuentro varios documentos adjuntos y enlaces a vídeos, power points y Karahos. Tiene que hacer una presentación sobre las distintas técnicas de pie y de mano en la escalada y después estudiarse un documento de tres folios con un pormenorizado estudio de las tácticas defensivas en fútbol. Hasta aquí podíamos llegar, no le voy a hacer perder ni un segundo más, cojo el papel y leo a carcajadas todo un tratado de soplapolleces mal escritas y con faltas ortográficas explicando que cuando un defensa sube al ataque, otro le hace la cobertura o que el jugador que no tiene el balón debe buscar huecos y ofrecerse para que sus compañeros puedan pasarle. Y yo, que me reconozco forofo del fútbol, termino compartiendo esa infantil pregunta que él se hace cada día: ¿de verdad esto me va a servir para algo en la vida?
Os he hablado de tres asignaturas, así que me faltan otras cinco o seis y todas tienen un procedimiento similar de descoordinación absoluta, distintos procesos para enviar los deberes y para entregarlos, distintas plataformas, no sé cuántas contraseñas y largas horas de investigación preparatoria para saber qué coño tiene el niño que hacer. A veces pienso que es una broma y que me están grabando los profes al otro lado de la pantalla. Y así llevamos quince días, empezamos por la mañana, lo intenta él y fracasa, lo intento yo y fracaso (somos igual de torpes, debe ser hijo mío) y al final terminamos dedicando a estudiar o resolver problemas mucho menos tiempo que en todo el proceso telescolar. Si queréis sigo, pero me parece que va a ser insufrible para vosotros como lo está siendo para mí.  Estoy en ese momento en que mataría al profesor y si no lo hago es porque soy yo.

PD: Todo mi respeto a la comunidad educativa que además de estar pasándolo mal, tiene que soportar la responsabilidad de formar a nuestros maleducados hijos, pero que quizás no tiene las herramientas necesarias ni las instrucciones adecuadas para coordinar eso que se llama telecolegio.

sábado, 28 de marzo de 2020

A AFEITARSE TOCA


En estos tiempos de incertidumbre florecen psicoconsejeros por doquier que nos recomiendan cómo vivir la cuarentena. Todos dicen lo mismo, que nos sometamos a rutinas, que marquemos horarios, que nos quitemos el pijama, que nos aseemos y, por supuesto, que pasemos la escobilla al retrete. Si no llega a ser por ellos…
Sin embargo ayer me atreví a tomar una decisión en su contra. Me pareció que esta es una oportunidad única para dejarme el pelo largo y volver a tener barba como en mi época sanfranciscana. Solicité permiso a los otros habitantes de la casa y me lo concedieron. Eso implicaba un importante ahorro de agua para la familia y la comunidad de Madrid, ya que tengo la costumbre de afeitarme en la ducha, alargando el tiempo de estancia bajo el chorrito.
Ya sabéis que la ducha, como el alcohol, es la musa que genera la máxima inspiración creativa y que las grandes decisiones se meditan bajo el agua (no es recomendable mezclarlos). Si supierais qué grandes ideas y proyectos han salido de un/una tío/tía en bolas mirando hacia arriba, con la boca abierta y dando vueltas sobre sí mismo/a sin ningún sentido. Y en esa situación me encontraba yo esta mañana cuando me ha llegado una revelación divina que me ha hecho cambiar de opinión y abortar el plan de dejar la barba crecer.
Resulta que llevo varios días oyendo una terrible información que dice que los hospitales y médicos, ante el desbordamiento, van a tener que priorizar y elegir a quién salvan y a quién no, en función de su estado y/o edad. No es nada nuevo, es lo mismo que se ha venido haciendo siempre en situaciones de crisis y cada día en los accidentes de tráfico, se atiende al herido salvable y se da una patada a la cabeza que rueda por el harcén (al que me corrija le cuento la segunda parte del chiste). La noticia es dramática y cruel, no ya por su realidad sino por su difusión: si eso fuese verdad, lo último que habría que hacer es comunicarlo y difundirlo para atemorizar a todos los ancianos. No voy a extenderme en la crítica a la irresponsabilidad periodística que tanto me enerva.
El caso es que he empezado a imaginar mi aspecto con barba de varios días o semanas, con este pelo desarreglado que me está empezando a clarear y directamente he visto el pulgar del emperador señalando hacia abajo. Si a mi estado convaleciente y mi mediana edad le sumamos una barba pordiosera y un virus con forma de corona, me temo que los doctores, según me vean me van a desahuciar. Así que entenderéis que haya salido como un poseso al supermercado a vaciar las estanterías de Gillettes, que tras la torpeza del gobierno de cerrar las peluquerías, mi vida corre peligro. Afeitaros y si os llevan al hospital poned cara de jóvenes robustos que os vais a salvar, aunque os estéis muriendo por dentro… os lo dice un experto psicopredicador.

jueves, 26 de marzo de 2020

LAS "PASTIS" DEL CORAZÓN


En febrero me voy al Sáhara y al quirófano. Sí, llevo varios años haciéndolo y no me sienta mal. Lo malo es que siempre que vuelvo de Tindouf pienso “ahora necesitaría tener una semanita de vacaciones sin salir de casa” y siempre que salgo del hospital me digo “quién pudiera quedarse en casa recuperándose una semanita”. Pues bien, esta vez, por prescripción médica, lo he hecho y además he juntado las dos semanitas. Las he utilizado para recuperarme, estar con la familia y limpiar los rodapiés. Pero también me ha servido para soñar. Y es que el último día de mi ingreso, el cardiólogo decidió cambiarme la medicación y recetarme una pastillita que me ayuda a mantener el ritmo cardiaco acompasado, pero que tiene el extraño efecto secundario de provocar sueños excesivamente realistas, ya sean pesadillas o pelis de amor y lujo. El caso es que es cierto y cada noche me adentro en una segunda vida. El primer día soñé con el hospital y con un cura que venía a ofrecerme sus servicios y se fue escaldado. Después me encontré rodeado en el recreo de mi hijo por decenas de adolescentes que me querían matar por haber criticado el Fortnite. Pero ayer la cosa se puso más chunga, se me fue mucho la cabeza y me vi envuelto en una pesadilla demasiado rocambolesca.
Resulta que un extraño virus invadía el mundo y contagiaba a diestro y siniestro a la gente, matando a miles de ancianos y a cualquiera que mostrara cierta debilidad. En mi estado de convalecencia me acojoné,  pero luego me relajé por el disparatado argumento del sueñecito. Todo el mundo era obligado a recluirse en sus casas, la gente hizo acopio de papel higiénico y algo de comida y se encerró en su domicilio con los móviles, la tele y el perro. La peña se lavaba las manos ochocientas veces al día y se cubría la cara con mascarillas o bragas.
Durante la primera semana la epidemia contagió a todo el mundo de un frenético entusiasmo, todos estábamos de vacaciones, podíamos hacer el vago, retomar esos quehaceres hogareños atrasados, limpiar las estanterías y desarrollar un solidario compañerismo solo comparable con los episodios de exaltación de la amistad de discoteca a las cuatro de la mañana. Las redes sociales dieron rienda suelta a toda la creatividad que la gente tenía escondida; los grupos de “guasap” se llenaron de divertidísimos memes y las casas de to-dios fueron expuestas sin ningún pudor (podríais colgar algún cuadro, cabrones).
Esa fase de euforia en la que hasta los políticos se llevaron bien, con una ejemplar lealtad que les unía frente al enemigo común, pronto cambió por un deprimente escenario en el que los balcones de la solidaridad se convirtieron en garitas de vigilancia. Las frías cifras de las estadísticas pasaron a tener nombres y apellidos (algunos famosos), las teles se llenaron de féretros, los dormitorios se deprimieron y la tensión empezó a merodear por todas partes.
Los políticos volvieron a dar el pistoletazo de salida para una nueva fase. Empezó la caza de brujas, la bronca y el mal rollito mientras los hospitales y tanatorios colapsaban y la economía se iba a la mierda. El puto bichito se extendió por todo el mundo creciéndose cada vez más y creando una auténtica escabechina al llegar a América, India o África. Cuando ya llevábamos todos más de un mes “confitados” en nuestras casas ocurrió algo increíble… Pero eso ya os lo contaré más adelante que por muy cuñado que sea, no soy todavía el “Capitán A Posteriori” y estas pastillas tampoco tienen tanto poder.

miércoles, 25 de marzo de 2020

LA CUESTA DE SILVANO


Dicen que era un dios de la mitología romana, el espíritu encargado de selvas, bosques y campos y el primer responsable de delimitar un terreno con piedras en las esquinas. Vamos, que inventó la propiedad privada y por eso tiene su nombre en tan señorial avenida de la fase de desarrollo que da salida a Arturo Soria, Canillas y Hortaleza hacia el desagüe automovilístico de la M-40.
Sus casas denotan, por estilo y material de construcción, que ya no pertenecen a esas promociones de los 50 y 60 que se mantienen en pie un poco más arriba con su olor a sofrito de ajo y sus abuelas en bata de guatiné paseando perros sin pedigrí. Silvano es ya de otro estatus, los telefonillos ya tienen cámara, las ventanucas al patio son ahora terrazas que sobrevuelan piscinas y pistas de pádel y los vecinos disfrutan de las "zonas comunes" (lo que antes era: “Niño baja al patio que se ha caído un calcetín”). Consigue ese objetivo de las nuevas promociones de albergar a la clase media, que es media-alta en las casas que dan hacia el Conde de Orgaz y media-baja en las que dan hacia Vila Rosa.
Por algún motivo es calle, cuando debería ser avenida. La diferencia entre una y otra nomenclatura la marcan la anchura y la velocidad de los coches. Quizás no haya conseguido el “upgrade” por culpa de los semáforos, que están perfectamente sincronizados para joderte la mañana o la tarde, según vayas o vengas. Qué tiempos aquellos en los que mi madre y yo nos hacíamos todo Velázquez sin parar enlazando semáforos en verde o naranja. Cómo sufría el cientoveintisiete después de dos kilómetros a fondo en segunda. Qué mal conducía mi madre y qué bien nos lo pasábamos.
A mitad de calle el urbanista de turno sembró una plaza, pero le salió mustia. Esa manía de los urbanistas de pensar que los espacios se hacen solos: quito un bloque de viviendas y en medio crecerá vida. Pues no, solo hay cacas de perros, y eso que cuenta con los tres mejores abonos para que crezca vida, el kiosko, la farmacia y el estanco.
Abajo de la cuesta está la M-40, siempre atascada o a punto de atascarse, la vía del tren hacia no se sabe dónde y el recinto ferial de Ifema, auténtico pulsómetro de la ciudad. Que Madrid está en huelga, Ifema bloqueado; que los taxistas y los uberes se pegan, reyerta en Ifema; que llega la Navidad, Ifema lleno de circos; que viene Greta a España, Ifema lleno de verdes; que el terrorismo nos sacude, Ifema se llena de muerte. Son tan espaciosos esos gigantescos y fríos pabellones que rápidamente se hacen eco de lo que hierve en la ciudad.
Al otro lado de la cuesta, es decir arriba, está el Palacio de Hielo. Una de esas tretas administrativas que permitieron convertir terrenos para uso recreativo y deportivo en insulsos e impersonales centros comerciales. No precisa de descripción porque es igual que todos, con las tiendas en el piso de abajo y toda la restauración amontonada en el piso de arriba, esa orden administrativa que impide que bares y Zaras puedan juntarse y convierte la zona comercial en un triste deambular de zombies que gritan y se desmelenan cuando llegan a la planta de la cerveza.
De tanto ir a tan repudiado espacio, los chicos han aprendido a colarse al cine y yo a asomarme a la pista de hielo a ver bofetones sin tener que conectarme a Yutuv. Reconozco que ya casi no voy porque a algún cretino se le ocurrió que las tiendas de los Vips no eran rentables; ay, listillo, ahora te estarás comiendo los mocos viendo la cantidad de tortitas que vendías gracias a las revistas que nadie compraba y los libros gordos y baratos que tantos Reyes y cumpleaños han salvado.
Pues hoy me he levantado pensando, reconozco que algo obsesionado, con la cuesta de Silvano y deseando que no nos toque ni bajarla, ni sobre todo subirla, en los próximos días.

domingo, 24 de marzo de 2019

¡QUÉ TÍO MÁS RANCIO!

Rancio y casposo son dos de mis adjetivos preferidos. Los utilizo solo como insultos y siempre he temido ser acreedor de alguno de ellos. En nuestra tierra abundan esos personajes, un tanto tóxicos, un mucho patéticos; casi siempre empiezo por despreciarlos, pero termino por compadecerme ante su mediocridad. Suelen habitar en despachos oficiales, pasillos institucionales, partiduchos, consejos de administración, gabinetes, ventanillas, mostradores, dependencias, departamentos, corredurías, asesorías, consultorías y demás tipos de "...rías". La burocracia es su leitmotiv y su mandato consiste en hallar un problema para cada solución.
Pero yo hoy venía a hablaros de champú.
Cada vez que regreso de uno de esos viajes mágicos al Sáhara paso una buena temporada de estrecha relación con la ducha. Como diría mi abuelo, a quien no conocí, pero que supongo que lo diría porque para eso están los abuelos, las cosas se valoran cuando se pierden (también lo decía Baudelaire, pero si os lo digo parecería pedante). Por eso después de unos cuantos días sin duchita matinal, cuando te reencuentras con la alcachofa disfrutas como un campeón de cada gotita que te golpea en el cogote. Ya sé que se avecina una buena sequía, pero mientras Isabel II no diga lo contrario seguiré pensando y cantando cada mañana mientras elimino las casposas toxinas de mi admirado cuerpo.
El caso es que esta mañana he procedido con el ritual, pero por un problema de overbooking he tenido que migrar al baño de los chicos para ducharme y cuando estaba en plena faena he comprobado que no quedaba ni un solo frasco de champú. Miento, había cinco o seis. Uno de gel robado en un hotel, un pastoso acondicionador, dos botes de champú Johnson de los que "não causa lágrimas" y una loción azul para los pelos canosos. Sí, ese último es el que debería haber usado, por motivos obvios, pero resulta que ya lo utilicé ayer y si no lo dosificas mucho, corres el riesgo de que el pelo se te ponga totalmente azul. Como no me apetecía llegar al trabajo disfrazado de Alaska o de uno de sus pegamoides y tampoco me parecía estético cruzar toda la casa en pelota picada y empapado, he optado por la solución Johnson and Johnson, que al fin y al cabo era la más generosa, con dos botes casi llenos pidiendo a gritos salir de su injusta reclusión.
Tenemos un hijo de 22 años, otro de 19 y un tercero de 13. Estos son los datos necesarios para poder resolver la ecuación de cuántos años llevan los botes de Johnson en la esquina de la ducha. Por suerte no había ningún bicho debajo, pero me ha costado bastante conseguir que el bombín volviera a funcionar y tras expulsar unos cuantos grumos sólidos, ha empezado a bombear el champú para bebés. De primeras el olorcillo me ha sumido en la nostalgia de aquellos años de chupetes, pañales, papillas y "la hora del baño". También me ha recordado a un antiguo amigo que presumía de masturbarse cuando usaba ese champú; creo que hoy en día eso podría considerarse pederastia. No se me ha pasado por la cabeza. Lo de la masturbación, el champú sí, y me arrepiento.
Según he notado el mejunje deslizarse por la cabeza he comprobado que la obsolescencia programada había actuado sobre el producto y además de no generar espuma, desprendía un desagradable olor a rancio. Era como estar lavándome con Zotal o quitando la carcoma a un viejo arcón y entonces la nostalgia infantil se ha transformado en depresión senil.
El resultado no ha sido todo lo malo que me temía, pero durante todo el día he estado con el rostro más fruncido de lo habitual, que ya es mucho, y con la típica nariz arrugada de estar oliendo mierda. He ido a una reunión y me he sentado en una esquina para evitar que nadie descubriera mi "rancedumbre", "ranciez" o como se diga. Y esta noche pienso hacer zafarrancho sanitario para sacar de nuestra vida a ese tal Diógenes que tiene ocupados los cuartos de baño. Solo voy a indultar al bote de colonia Nenuco, que con más de doce años de solera ha debido ganar tanto como el Chivas y una noche de estas me puede sacar de un apuro. El resto va a ir con un lazito al cubo amarillo. Ahora me vais a decir que vosotros no tenéis cinco cepillos de dientes que no sabéis de quién son, un colirio abierto hace tres años, cuatro maquinillas de afeitar con las cuchillas oxidadas, veintidós pomadas empezadas y sin prospecto... Paro porque lo de la escobilla lo voy a dejar para otra entrada, que el maldito champú ya ha dado para demasiada literatura barata.

viernes, 7 de diciembre de 2018

EL COCHE DE CAMUS

Albert Camus murió en un accidente de tráfico. Entre los hierros retorcidos del coche se encontró una bolsa que contenía un largo manuscrito con la obra que estaba terminando en aquellos días. La maldita carretera acabó con la vida de uno de los escritores más geniales que ha dado la raza humana y que, como tal, había sido ya reconocido con la máxima distinción a la que puede aspirar un literato. A sus 47 años, el francés, nacido y criado en Argelia, era ya toda una institución mundial con el premio Nobel acreditando su magia en la escritura, perfectamente reflejada en La Peste, El Extranjero, Calígula y otras tantas obras maestras.
Sin embargo, el escritor acababa de ser entrevistado en una revista y en su póstuma conversación reconocía que su carrera literaria acababa de empezar, que él sentía que era entonces cuando estaba comenzando a escribir bien y que todo lo que estaba por venir era mejor que lo que había quedado atrás. De alguna forma es el devenir lógico de cualquier carrera artística, basada en la creatividad, pero también en las vivencias, en la técnica cada vez más depurada y en la experiencia vital que poco a poco se va plasmando en el papel. El manuscrito, con todas sus anotaciones a pie de página y sus múltiples correcciones, terminó siendo otra de sus obras maestras, "El primer hombre", una deliciosa novela autobiográfica altamente recomendable para entender la sociedad de entreguerras, las calamidades de los emigrantes en el norte de África o el vacío vital de uno de tantos huérfanos de guerra. Leyendo ese emocionante relato y conociendo el trágico final de su autor, uno no puede dejar de preguntarse en cada línea, cómo hubiera sido la obra de Albert Camus si la carretera no hubiera segado su vida. Si "La Peste" era ya acongojante y su autobiografía te encoge el corazón, cómo iban a ser las obras de su madurez, ahora que empezaba a ser un autor adulto.
El pintor Lucio Muñoz, cuando vislumbró que el cáncer le estaba ganando la partida, una tarde de principios de mayo, comentó amargamente a uno de sus hijos que lo que peor llevaba de tenerse que morir era que sentía que justo en ese momento estaba llegando a su plenitud como artista, que después de una trayectoria coherente y creciente, se encontraba en ese zenit creativo en el que las dudas habían sido vencidas y que su trabajo contaba con el más importante de los reconocimientos, el del propio artista. Sentado en su sillón de orejas, mirando al ya florecido jardín y escuchando, como cada tarde, a Julia Otero y al profesor Delgado, sentía la angustia de la cercana muerte no como un mal natural personal sino como el desastre en una esforzada carrera artística que era truncada por la enfermedad.
La semana pasada, cuando se inauguraba en la galería Marlborough la exposición conmemorativa del veinte aniversario de su desaparición, los hijos respondimos a algunas preguntas de familiares y amigos. "¿Qué época de su trayectoria es la mejor?" Y nosotros contestábamos que todas, pero en el fondo sabiendo que la última es siempre la mejor, la que el artista estaba llevando a cabo plenamente convencido de estar recogiendo en una tabla todo lo vivido y lo sumado a lo largo de todos esos años de continuo aprendizaje.
Camús murió muy joven, como otros tantos genios. Lucio murió con 68 años, edad también escasa para un artista que en esos momentos hablaba a gritos con su pintura. No soy nadie para hacer un análisis crítico de su obra, pero sí sé que paseando por la galería, ante esas maderas más o menos vestidas, más o menos desnudas, siempre me embarga la misma pregunta que todos se hacen con Camus y los otros genios que el destino nos robó: ¿Cómo hubiera sido la obra de Lucio si la quimio hubiese triunfado?
A veces me reconforta irme a dormir imaginando esos cuadros que no llegaron a ver la luz y ya de paso imaginándole a él, silbando feliz, como siempre, ante una nueva obra que consideraba terminada.

viernes, 2 de noviembre de 2018

FABADA JAPONESA

La fabada estaba espectacular, como la de los mejores restaurantes de Asturias. Todos han repetido y han elogiado a los cocineros sin percatarse de que eran simplemente dos latas de Litoral recalentadas. Habrá que esperar a la tarde para ver si el guiso precocinado tiene efectos secundarios. A buen seguro que los tendrá. He dudado si reconocer el sacrilegio, pero habíamos pactado que guardaríamos el secreto para evitar los lógicos prejuicios. Qué difícil es guardar secretos y qué poca gente sabe hacerlo. Ha sido una buena sobremesa después del genocidio. Los avispones que han anidado en el ático han tenido un triste pero inevitable final. Anoche pasamos por momentos de pánico viendo a esos monumentales insectos volando de un lado al otro de la cámara en busca de una salida o de un humano al que inyectar. Ahora me rodean sus cadáveres, algunos aún se retuercen moribundos para provocar a mi asesina conciencia. No son avispas asiáticas porque según nos han informado los bomberos, todavía no han llegado a esta zona. La única solución era llamar a una empresa de detección de plagas para que acudieran con sus disfraces rojos (las avispas no ven bien el color rojo) y las pulverizaran. Como había que esperar bastantes días y muchos euros, al final he decidido pasar a la acción. Mi atuendo es ridículo y los chicos me lo constatan con sus risas, pero noto que el pequeño se siente protegido por ese poder sobrehumano que solo los padres tienen. Tengo que salvarle de una picadura que puede llegar a ser mortal. Son gigantes. El nido está dentro del pladur de casa y pueden aparecer por cualquier sitio, pero el traje ignífugo me protege. Vacío el bote entero de Raid multiinsectos y van saliendo del escondite envueltas en mejunje blanco. En el interior de la casa ya solo quedan crujientes insectos esparcidos por el suelo y un insoportable pero recomfortante olor a insecticida. He seguido los consejos de bomberos y técnicos matabichos y eso tranquiliza de alguna forma mi instinto demoledor. Nunca fui animalista, pero aunque bromee con el peque amenazándole de que si no apaga el ordenador algún lindo gatito morirá, tampoco soy tan salvaje. Cuando era pequeño también pensaba que mi padre me salvaría de cualquier peligro. Cuando murió tuve esa angustiosa sensación de estar solo ante el peligro, sin nadie que pudiera hacer una llamada a un amigo o darte un consejo milagroso. Hay un momento en la vida en el que tienes que dar un paso adelante, esconderte por la noche para envolver regalos o apagar las luces que los tuyos van dejando encendidas. Sigo con la doble obsesión de la tarifa de la luz. Por el día es más cara y por la noche es más barata, así que el lavaplatos no se pone hasta las once. Lo que es curioso es que en la casa del pueblo, como no tiene tarifa nocturna, nadie se preocupa por el consumo y las luces están siempre encendidas como si allí el voltio fuese gratuito. Con los años uno se va volviendo tacaño y arisco. El otro día vi las fotos que mi mujer había tomado del viaje a Japón; me sorprendió que en ellas salía mucho yo. De todos los viajes familiares solo tengo fotos de ella y de los chicos, pero yo apenas salgo. Soy poco de selfies. Me deprimió verme tan serio, con cara de enfadado casi siempre y me propuse hacer un esfuerzo para evitarlo en el futuro. Yo no soy así. Normalmente estoy feliz y contento por dentro, pero mi cara denota al exterior preocupación y enfado y me jode un montón. Claro que todos tenemos preocupaciones, múltiples y de distinta gravedad, pero es el coco el que ahonda en ellas y a veces no te deja dormir. Cuando no te sobresaltas por la noche con algún mal rollo laboral, lo haces con el examen del niño, el comentario del vecino o las avispas que invaden tu hogar. La mente es mucho más peligrosa que el entorno. En el fondo lo que te preocupa es que los de alrededor estén bien. Una vez alguien me preguntó si prefería regalar o que me regalaran. Solo los niños pequeños eligen la segunda. Por eso nos gusta tanto ser anfitriones y cuidar a los amigos, con una buena fabada y en una casa sin avispas. Y después, cuando se han marchado quedarte un rato leyendo las delicatesen de Dazai y escribiendo cuatro líneas intentando imitar su estilo. Para ir a Japón nos leímos cinco o seis libros de este simpático y desquiciado suicida y como podéis ver seguimos enganchados a él y al país del sol naciente. Habrá que volver. Como decía un amigo saharaui, se me están empezando a mezclar las tripas... y la mente.

martes, 23 de octubre de 2018

EL DÍA EN QUE ANTONIO LÓPEZ SALVÓ LA VIDA

Cuando le dije a mi padre que no iba a continuar con mis estudios, me recriminó con un gran disgusto: "Lo que me faltaba, lo siguiente será que te vayas a trabajar a un banco, te compres un coche y te cases". No sé por qué extraña ecuación unió en sus conclusiones estos tres elementos, pero desde entonces temí que sus peores augurios se cumplieran y cuando me compré mi primer coche, el Suzuki Swift Sedan, lo escondía, no por feo (que también) sino por ser uno de los tres pecados de vulgaridad a los que estaba condenado. Lo del banco no llegó a ocurrir y eso salvó mi buena reputación y la relación con él, tanto, como para atreverme a llevar a casa a la "miope" estudiante de bellas artes que se había fijado en mí e incluso a plantear la posibilidad de casarnos.
Por aquel entonces a mi padre se le había pasado ya el enfado porque había comprobado que, aunque no iba a ser premio Nobel de nada, su tercer hijo parecía tener un futuro más o menos digno y lejos de la temida banca. Pero sobre todo estaba emocionado con esa artistilla que le pedía consejo como buena discípula y con la que podía hablar de pintura, música o literatura. Quizás por eso fue el primero que se entusiasmó ante la primera boda de la familia. Tanto, que ofreció su estudio para el banquete.
El regalo estaba envenenado porque os podéis imaginar cómo estaba el maldito estudio. Durante un par de semanas estuve con mis socios Fernando y Jesús sacando toneladas de madera, kilos de pintura, limaduras de metal y mierda de todos los colores. Al final, con callos en las manos, astillas en la piel y los pulmones emponzoñados de pigmentos con aguafuerte, conseguimos dejar aquello como los chorros del oro y visto para que el mismísimo Chicote pasara revista.
No hizo falta. Cuando ya estábamos buscando catering, colocando invitados y eligiendo música, mi padre tuvo la genial idea de consultar al arquitecto sobre la capacidad de la estructura de la casa para soportar el peso de tanta gente en una fiesta. Como era de esperar, el arquitecto se cubrió las espaldas de una forma muy sincera: "Lucio, yo creo que aguanta sin ningún problema, pero si me preguntas, te tengo que decir que no".
A partir de entonces la decisión quedaba en nuestro tejado y fue mi madre la que la saldó con una sentencia que nunca olvidaré: "Ya estoy leyendo el titular del periódico <<Mueren Antonio López y otras 199 personas al hundirse una casa>>". La boda cambió de escenario, nos bajamos al jardín, con la lógica sensación de tomadura de pelo de mis socios, la liberación del arquitecto y la conciencia tranquila de no habernos cargado a Antonio López y compañía.
El bodorrio en cuestión tuvo lugar hace 25 años exactamente. Desde entonces han cambiado algunas cosas: lo peor, que mis padres ya no están; lo mejor, que seguimos unidos y felices, con una familia maravillosa y viviendo en la misma casa, con ese impresionante estudio que iluminó la obra de Lucio Muñoz y ahora lo hace con la de Montse; ese mismo estudio en el que siguen sonando Bach y Purcell, que todavía respira cultura por los cuatro costados, huele a acrílicos y a madera y es punto de encuentro de la "movida" artística del momento, como lo fue cuando ellos vivían.
Y lo mejor de todo, sin noticias de la banca y Antonio sigue vivito, coleando y tan genial como siempre.
PD. Hay que reconocer que el titular es digno del estilo periodístico actual, buscando clics...

domingo, 14 de octubre de 2018

LAS PAVAS

Si mi cardiólogo leyera esta entrada, posiblemente me soltaría un sopapo. Razón no le faltaría, pero es que cuando estoy con amigos, disfrutando de una buena mesa y un buen vinito, siempre tengo necesidad imperiosa de terminar con un buen puro. Sí, un habano que voy saboreando alternando con sorbitos de vino y de café. No existe mejor placer. Y, no contento con eso, cuando mis amigos van retirándose, busco en la mesa las pavas que se han dejado a medio consumir, las enciendo y tranquilamente, sentado al sol, me doy mi último homenaje para terminar la sobremesa íntimamente conmigo mismo.
Lo de las pavas lo aprendí de adolescente con mis amigos del insti rebuscando los cigarrillos que los fumadores poco empedernidos habían dejado a medias en los alcorques del parque o en los ceniceros de las fiestas. Reconozco que es una guarrería y una miserable cutrez, pero tiene algo de compromiso ecológico y de instinto ahorrador que me excita. Cuando lo ves en la calle, protagonizado por indigentes sin recursos, sientes pena y hasta repugnancia, pero cuando estás en casa y no lo haces por necesidad, tiene un toque "drogata" muy atractivo.
Quizás sea el efecto de la pava lo que te baja a un mundo real y te permite hacer un "break" en la tontería que te envuelve día a día. Exprimiendo la pava ya no eres tan señorito, ni tan pijo y de alguna forma se te pincha un poco esa privilegiada burbuja en la que algunos vivimos.
Observando el azulado humo de la pava diluirse en el aire, con sus fantasmagóricas formas y siluetas, me he quedado adormilado reflexionando sobre estos últimos días en los que he estado subido en el carrusel del éxito, disfrutando de lo mucho conseguido por otros. En la deliciosa experiencia de festejar un Campeonato del Mundo (el de Jorge Prado), el sueño máximo al que uno puede aspirar después de toda una vida inmerso en el mundo del deporte, y en alguno de los eventos que periódicamente se siguen celebrando para reconocer la labor artística de mis padres, el mejor regalo que puedes tener como hijo. En los dos casos, la vivencia ha sido inolvidable y muy enriquecedora, pero siempre salpicada por esos matices agridulces que rodean los triunfos. Los egos de quien se sube al carro en el último momento y abre los codos como si fuese a despegar para hacerse hueco en la foto o en el listín de agradecimientos. Al principio me sentaba muy mal, pero después tomé una postura mucho más relajante, apartarme y dejarles sitio para que llenen la foto, colmen su ego y consigan tres seguidores más en Instagram.
Y en eso, cuando la pava se consumía y los dedos empezaban a oler a carne quemada, han aparecido por la puerta mis hijos que regresaban de hacer un poco de motocross.
 -¿Qué tal, cómo ha ido?
-Muy bien papá, lo hemos pasado genial y hemos comprobado lo malo que somos. 
En ese momento me ha recorrido el cuerpo una inmensa satisfacción de deber cumplido, de haber sabido transmitir el valor más valioso que existe, la humildad. Y es que, como decía uno que ha llegado muy arriba, hay que ser humildes, muy humildes, los campeones del mundo de la humildad...
PD. No es necesario decir que esta entrada la escribí fumado, pero lo digo.

domingo, 16 de septiembre de 2018

EL TRISTE

Hace un año publiqué esta foto en redes sociales y prometí comentarla, pero se me pasó. Ahora, que he vuelto al lugar de los hechos, cumplo lo prometido porque me consta que estáis en un "sinvivir" desde entonces.
La instantánea en cuestión recoge el histórico momento del debut de un servidor como enviado especial. Momento estelar de la humanidad que suponía el lanzamiento hacia el estrellazgo de tan insigne fotógrafo y periodista. Era allá por el año 1984, cuando el protagonista era un yogurín de tan solo veinte años. Un par de meses antes había llegado en mi Vespa roja a la redacción de Marca y me había ofrecido voluntario para cubrirles la información de motocross; para mi sorpresa me dijeron que sí y, por si fuera poco, en unas semanas me pasaron también el trial, el enduro y la velocidad.
Mi pasión por la dos ruedas era tal, que confiaron a tope en un tímido chavalín y me sacaron un billete para viajar a Assen, la catedral. Menudo sitio para tomar la alternativa. Allí me presenté a dar constancia de los primeros grandes éxitos de la generación heredera de Ángel Nieto. Fue el primero de muchos viajes al norte de Holanda. En las verdes y húmedas praderas de Drenthe vi ganar a Aspar, a Sito, a Mamola, a Schwantz, a Rainey... Asistí al encontronazo entre Sito y Sarron, presencié como Garriga reventaba el carenado de su Cagiva sin caerse, vi a Parra llegar a meta con toda la cara ensangrentada por haberse "tragado" una gaviota, fui víctima de los borrachos que tiraban latas a los fotógrafos y estuve a punto de perecer aplastado por un sidecar que se salió de la pista... Pero sobre todo lo pasé en grande con los compañeros periodistas de la SARNA que me acogieron como uno más y me apodaron desde el primer día con el seudónimo de "El Triste", porque solo bebía Coca Cola y trabajaba como un descosido.
Treinta y cuatro años han pasado desde entonces. No es necesario hacer ningún otro tipo de cuentas, pero he vuelto al redil y sigo cumpliendo con la cita anual de Assen. La pista ha cambiado un poco, sobre todo porque la tapan con toneladas de arena para que pueda celebrarse el Campeonato del Mundo de Motocross. Las circunstancias también son distintas, el tono del pelo ha palidecido levemente, el equipo fotográfico ha evolucionado, las burbujas de la Coca Cola han sido sustituidas por los taninos del vino, las crónicas llegan de forma instantánea por correo electrónico y no hay que leérselas a un taquígrafo para que las teclee en la Olivetti...
Entre ambas fotos, las peripecias del destino, las peores despedidas, las mejores bienvenidas, muchos años de trabajo, mucho disfrute y la gasolina como hilo conductor. Llegué a las motos ayudando y acompañando de circuito en circuito a mi amigo Carlos Tertre, luego como testigo "juntaletras" y fotero, después empujando a Julián Miralles, más tarde organizando las carreras y ahora, unos añitos después, seguimos en el mismo ajo, remando para que Jorge Prado alcance un sueño. El viaje ha merecido la pena.

PD: Soy un tramposo porque la foto es del año pasado y ahora tengo menos pelo y más blanco, más arrugas y más kilos, pero una sonrisa de oreja a oreja muy poco triste.

miércoles, 1 de agosto de 2018

ARIGATO GOZAIMASU

No sé  que tendrán los aviones que me provocan turbulencias mentales. Quizás sea la presión, los nervios o el tempranillo manchego que me acabo de apretar. El caso es que me da por observar a mi alrededor y me sale el instinto más gore que llevo dentro.. La pareja que va delante son dos japoneses treintañeros que viajan a Ibiza con una guía de los mejores clubs de la isla, digamos que igual que mi Lonely Planet pero en donde viene una doble página del Museo Nacional de Tokyo o del Kinkayo Ji de Kyoto, en su libro viene una doble de Pachá o de Amnesia; y donde a mí me pone los horarios y las obras que no debo perderme, a ellos les pone el tipo de música, el Dj residente y los precios de las copas. Me ha bastado con ver la guía para hacerme todo tipo de prejuicios sobre la parejita, algo que después se ha confirmado viendo la película que han elegido para la primera franja del vuelo: una especie de King Kong en la que un montón de gigantescos animales atacan Chicago destrozando todo lo que pillan por delante, menos el Helicóptero del Marine bueno..
En el asiento de atrás llevo un gorila con un tamaño de bíceps muy similar al del mono que atacó Chicago, así que voy a hacer todo lo posible por moverme poco  y no molestar demasiado con el respaldo. En diagonal va un matrimonio joven con dos niñas gemelas o en su defecto, igual de mal educadas. Chillan cuando intentamos dormir, saltan encima del asiento y hablan siempre demasiado alto. Son esas típicas niñas (o niños) que siempre hay en los restaurantes o en los aviones y que cuando no les conocemos siempre decimos eso de “a esta niña lo que le pasa es que nunca le han dado una buena hostia”. Pienso en ofrecerme voluntario, pero me temo que ni la azafata ni el padre van a entender mi gesto solidario. Siempre que me ocurre esto, miro de inmediato a mis hijos por si ocurriera que fuesen ellos los merecedores del sagrado premio, pero por esta vez están tranquilos, dos tostados y uno jugando con el móvil (haced quinielas que las acertáis).
Están agotados después de casi tres semanas de viaje y, sobre todo, del madrugón y el estrés de despedida de Tokyo. Resumamos diciendo que ha sido muy heavy. Como si estuviera preparado por una agencia de viajes especializada en experiencias intensas, el destino ha querido que el último recuerdo que nos llevamos de este país sea el de la turba arrolladora persiguiéndonos en la hora punta. Cada uno arrastrando su inmensa y pesada maleta de ruedas, sudando la gota gorda porque son las siete pero ya hay treinta humedísimos grados, blasfemando en arameo porque las estaciones son un puto caos, muy difícil de interpretar y sin escaleras mecánicas en muchos andenes. Tenemos miedo de perder el avión, pero más aún la vida en uno de esos tsunamis de autómatas ejecutivos matutinos que andan a gran velocidad con el GPS mental programado en línea recta, haya lo que haya en su trayectoria. De cientos en cientos, de miles en miles. Intentamos ir en fila para no perdernos, pero como cuando alguien pisa una oruga, la hilera se deshace continuamente y la oruga madre tiene que buscar un remanso de agua calmada detrás de alguna columna para intentar recomponer la familia.

Al final alcanzamos nuestro andén  y como somos parte del plan de evacuación del hormiguero, nos preparamos a subir al vagón que se detiene y que llega totalmente lleno. No cabe ni una persona, pero tú estás rodeado por una marabunta voraz que no va a esperar a otro tren. Te falta experiencia, pero rápidamente te enseñan el funcionamiento: el de detrás te mete el codo en los riñones, el siguiente hace una carga de rugby y todos gritan mientras empujan con fuerza; los de dentro, a la defensiva, también gritan y tú te sientes naranja a punto de ser exprimida. Lucito está a punto de llorar. Contenemos la respiración y la risa nerviosa durante las tres estaciones que dura el infierno, poco a poco la presión va disminuyendo e incluso encontramos algún asiento para sentarnos en este tren que poco a poco va dejando atrás Tokyo , con rumbo a Narita. Es lo que tiene Japón, que cuando te vas te enseña su lado arisco para que pierdas el sentimiento nostálgico del fin del viaje. Me acuerdo de Barry Sheene y siento unas irrefrenables ganas de reencontrarme con los 43 grados de Madrid y con los taxistas refunfuñando. Por nada del mundo me iría ahora ni a Ibiza, ni a Chicago.

martes, 31 de julio de 2018

EL HARAKIRI

Después del fantástico recorrido que durante todo este tiempo nos ha adentrado en la cultura japonesa con toda su magia y sus rarezas, nuestro regreso a Tokyo ha sido, si cabe, más impactante. El permanente contacto con la naturaleza, el silencio de los templos y los recorridos por la edad media nipona nos han permitido conocer la cara más amable, diría que entrañable, de este país.
Sin embargo, cuando vuelves a la gran urbe, que también encierra infinidad de encantos con su animación, su arquitectura o sus museos, uno va entrando en la depresión profunda que te lleva a huir del país.
Es cierto que el balance es totalmente positivo y todo el optimismo que transmitían las primeras entradas del viaje se mantiene y en algún caso aumenta. Pero también hemos encontrado sombras que ya preveíamos y que algún amigo nos recordó, de una sociedad demasiado cuadriculada, excesivamente alienada y muy machista. Pero no entro a enumerar pequeños incidentes que hemos podido tener, sino tres escenarios de tres espacios en la vida urbana de Tokyo. A los que visteis el impactante documental "Frágil equilibrio" os sonará algo el tema.
En nuestro penúltimo día por aquí estamos dando las últimas pinceladas con los "caprichos" que cada uno tenía. Paseando por esta inmensa ciudad para llevar a un hijo a ver zapatillas, a otro a ver coches y a otro a ver museos, hemos tenido la curiosidad de entrar en varios establecimientos. Uno de ellos era un gigantesco sex shop de 5 pisos repleto de publicaciones como las que se vendían en España hace treinta años y muchos artículos de todos los colores y tamaños. Aunque no lo creáis no puedo dar detalles porque me he quedado en la puerta y me ha sobrado con el escaparate. Dicen también que la prostitución está prohibida, pero a juzgar por los locales de masajes y sus amables relaciones públicas, me da que estos tipos son bastante viciosos.
Después hemos entrado en una cafetería que el peque reivindicaba porque está ambientada en el rollo manga y las camareras van disfrazadas de niñas tontas de los años sesenta (por no poner algo más duro que podría ofender a algunos colectivos con capacidades diferentes). Nos han puesto orejas de peluche a todos, nos han hecho cantar en japonés y le han traído a Lucio una cutre hamburguesa con cara de osito por la que hemos pagado una millonada (eso sí, llevaba brécol, que es lo que les gusta a los nenes). Hasta ahí el espectáculo era lamentable, pero yo he entrado en depresión cuando he mirado a mi alrededor y he visto que, salvo otra mesa de turistas, los demás clientes eran hombres cuarentones solitarios con cara de desquiciados. Mientras los chicos buscaban cuchillos para hacerse el harakiri, he seguido observando y escuchando las conversaciones, para comprobar que las chavalas que trabajan de tonticamareras se creen su papel y disfrutan de él y que los depravados vejestorios que toman batidos babeando hablan en tono carameloso como si ellos también hubieran escapado de una peli de gnomos. A partir de ahí he perdido la cabeza pensando en lo que cobrarían esas criaturas y en cómo sería su vida, su casa, su familia, pero antes de romper a llorar he fundido la Visa y nos hemos ido.
De camino al hotel, hemos cumplido otro de los objetivos, entrar a un salón de juegos recreativos "Pachinko" y entonces sí que he entrado en crisis de ansiedad y me he tenido que hacer una tortilla de Enantium con Orfidal. Supongo que la mayoría lo conocéis, pero lo resumo. Se trata de locales muy grandes, repletos de máquinas tragaperras similares a las nuestras, pero con un sistema de juego muy distinto y bastante cachondo, porque los jugadores van metiendo canicas de metal por un embudo y van cayendo por los laterales de la máquina, dentro de un complejo sistema de suerte que combina con imágenes de videojuego. Digamos que una máquina es hasta bonita, pero cientos de ellas juntas, encendidas todas y con el salón repleto de gente, que es como suele estar, da mucho miedo. El ruido es ensordecedor y el ambiente de ludopatía tristísimo. Los habitantes de ese inframundo son todos y cada uno de ellos dignos personajes de un libro de Dazai o de cualquiera de los escritores suicidas japoneses.
El impacto ha sido tan grande que por la noche hemos regresado para ver el mismo espectáculo, pero en esta ocasión exclusivo para ejecutivos, todos ellos de uniforme, sin la corbata, y echando bolitas y bolitas hasta enloquecer. Sus caras y sus sudorosas camisas lo dicen todo de una sociedad que se desliza de forma preocupante y agobiante hacia el abismo. Me he quedado dando vueltas de nuevo a sus vidas, he imaginado sus siguientes horas, empapadas en Sake, de paseo por el sex shop y hasta tomando ositos de carne picada. Entonces he entendido lo que vi el otro día y me aterrorizó: un cementerio exclusivo para suicidas.

sábado, 28 de julio de 2018

EL SIESTÓDROMO

Cuando viajas al extranjero siempre surge ese instinto patriota capaz de detectar a tus paisanos a cientos de metros de distancia o de presumir de los inventos nacionales que hemos ido exportando a lo largo de la historia. La verdad es que uno siempre se queda en los de siempre, la fregona, el chupa chips y la siesta.
Pues no, resulta que en lo de la siesta, los japos nos sacan vuelta y media. Desde hace mucho tiempo tienen inventado el auténtico siestódromo, un espacio en ciertas zonas turísticas para que la gente pueda descansar, tirarse a la bartola y roncar (véase que bartola lo he escrito sin mayúscula). En
cualquier punto que acoja visitantes de forma masiva cuentan con espacios de descanso, en muchos casos refrigerados, con agua vaporizada o mangueras y muchísimas máquinas expendedoras. Todo lo que sirva para mitigar el insufrible calor es poco, por eso entiendes rápidamente el motivo de la sombrilla japonesa tradicional, no es que estén esperando al monzón (que también), es que hay que cubrirse del sol asesino como sea. El paipai es otro gran invento de la zona y el más preciado regalo del merchandising local, así que volvemos con las maletas repletas de abanicos con publicidad de todos los centros comerciales habidos y por haber.
El país está muy bien preparado para dar servicio a su gente y sus visitantes y, por ejemplo, hay cuartos de baño públicos por todas partes y no te cobran por dejar tus recados. Para los fumadores, aunque no está permitido fumar por la calle (para evitar quemar a alguien en las aglomeraciones) hay habitualmente zonas reservadas en alguna esquina o incluso en restaurantes y trenes.
Hay otros muchos inventos occidentales que uno sí echa en falta cuando viaja por estas islas tan peculiares. Algunos tan habituales y útiles como las rotondas. Simplemente no existen, hay cruces normales por todas partes y en los puntos conflictivos cruces de hasta seis calles, pero sin rotonda, lo cual se agradece porque eliminan el espacio para que el alcalde de turno inaugure su escultura. A cambio tienen unas gasolineras muy cutres (no hay ningún país en el mundo con el nivelaco de estaciones de servicio que tenemos en España), pero galácticas en cuanto a tecnología, ya que en muchas, los surtidores están en el techo y solo descuelga la manguera.
Siguiendo con las mangueras, la fontanería tiene su punta de lanza en Japón, con enorme creatividad en todos sus utensilios. Ya os hablé de los chorritos anales y de la tapa calenturienta, pero además tienen lavabo con desagüe directo a la cisterna para reciclar agua (espero que no funcione al revés) y grifo compartido entre el lavabo y la ducha, así que evitan poner grifería en las duchas y simplemente tienen el tubo extensible con el "teléfono". También es habitual en los hoteles, donde el espacio vale oro, instalar un pequeño cuarto de baño a modo de cubículo de plástico, similar a los que llevan las autocaravanas, con todo integrado y un desagüe en el suelo, de tal forma que te puedes duchar en medio del cuarto. No es demasiado cómodo porque se mueve cuando das un paso y piensas que el anunciado terremoto ya está aquí.
Al margen de fontanería y pocería, no se puede decir que la electricidad destaque por su eficiencia. Más bien parece un
milagro que algo funcione con esos postes llenos de cacharrera, con el guirigay de cables y con enchufes de patillas planas y voltaje de 125 v. como en el siglo pasado en nuestro país. Tampoco tranquiliza saber la profusión de centrales nucleares en un lugar con tanto riesgo sísmico. Eso sí, en tecnología van por delante; hay wifi donde quieras, pantallas táctiles y ultramodernas de todos los tamaños y funcionalidades y aquí no puedes sentirte nunca solo porque la nevera, el horno, la ducha o el coche te hablan.
Pues eso, que aunque llevemos aquí ya un montón de días y el viaje se acerque a su fin, no dejamos
de sorprendernos a cada minuto, pero no porque tengamos que envidiarnos unos a otros, sino porque somos tan distintos que es bueno tener siempre la mente abierta para entender otras culturas y reconocer sus avances. No nos olvidemos de que estos tíos son una potencia mundial en cuanto a tecnología e innovación y que fueron ellos quienes inventaron el Tamagochi.

viernes, 27 de julio de 2018

MÚSICA DE FRESA


Qué bien se come en Japón. Llevamos un montón de días y no nos cansamos de probar ricos y sustanciosos platos. Durante los primeros días, con las caminatas y el calorazo, lo sudábamos todo y llegamos a perder peso, pero desde que hemos alquilado coche, estamos andando mucho menos y tenemos exprimido al máximo el aire acondicionado. Desayuno, comida y cena en restaurante, más todos los helados del mundo, me temo que vamos a tener que reservar otra fila de asientos en el avión para encajar al luchador de sumo en que alguno se está convirtiendo.
 Además, apenas hemos probado la fruta en dos semanas. Casi no se vende y la poca que hay tiene precios prohibitivos, como dos rajas de sandía por 8 euros o un racimo de uvas por más de 50 euros. Los menús y la comida callejera son muy baratas, pero como quieras ser caprichoso y probar la carne de Kobe o el buen sushi, la cosa se va complicando. Además del precio tienes que tener en cuenta que cada restaurante se especializa en un tipo de comida y eso, que a veces da mucho gusto, cuando viajas en familia es una gracia porque en el sitio de ramen no hay sushi y en el de Okonomiyaki no hay tempura.
 Para el desayuno hay que estar preparado, porque como caigas en un ryokan un poco rural te ponen desayuno japonés y nuestro paladar todavía no está preparado para comer verduras cocidas, pescado ahumado y tofu relleno de atún según te caes del tatami. Los mayores nos tomamos gustosos la sopa de Miso, pero los peques se han hecho asiduos del Seven Eleven, el Lawson y el Family Mart y cada día hacen la compra nocturna para preparar el desayuno del día siguiente. Entre estos supermercados y las máquinas de vending que encuentras por todas partes y te venden cualquier cosa, la muerte por inanición no es fácil por aquí.
Las compras hay que pagarlas casi siempre en cash, porque en otro de los contrastes de este país tan contradictorio, todavía hay muchísimos sitios que solo cogen dinero montante y sonante (y por cierto en cantidades elevadísimas, algo así como si siguiéramos nosotros hablando en pesetas). Hasta los hoteles hemos tenido que pagar en billetes en varios casos, así que si os animáis a venir, preparad el fajo.
En los restaurantes hay varias cosas muy atractivas como el vaso de agua que te sirven según entras o el escaparate con las fotos o reproducciones 3D de todos los platos o la imposibilidad de dejar propinas o, lo que más me gusta a mí, cuando terminas, te levantas y te vas a la puerta a pagar sin tener que esperar horas a que el camarero se digne a traer la cuenta.
En muchos sitios se entra descalzo y a veces te dejan chanclas para que vayas al servicio y no pises los "meos" del suelo; la verdad es que no sé que prefiero porque me da que las babuchas que te dejan ya traen el gotelet incorporado.
La seguridad es total y puedes dejar las zapatillas, las maletas o la cámara donde quieras, que nadie te lo va a tocar. De hecho yo me olvidé en un bar la mochila con los pasaportes y la cartera y volví media hora después y allí estaba. Montse perdió su móvil en el castillo de Hikone y al rato llamaban de la comisaría de policía que lo tenía en su poder. Así que la única baja del viaje van a ser mis chanclas, que después de superar varios años de veraneo y de Sahara Marathon, han decidido venir a morir en un Airbnb de Kyoto.
Eso sí,  el gusto estético, en general, es cuando menos cuestionable. Me refiero a los carteles publicitarios, la decoración de los restaurantes, las imágenes de las calles, los programas en la tele, las revistas... bueno y también a la indumentaria, el urbanismo o la música. Sí, uno va caminando por un pasadizo comercial o entra en una tienda o un restaurante y siempre vas oyendo, que no escuchando, de fondo una desagradable musiquilla pastosa, blanda, como de gominola o de dibujos animados. Los chicos rápidamente han bautizado el género como música de fresa y la van comparando con las melódicas sintonías de Oliver & Benji, Shin Chan o Doraemon... Por cierto, que bien reflejan Novita y el gato cósmico la atmósfera japonesa.

miércoles, 25 de julio de 2018

EMPIEZO A TENER MIEDO

Este maldito país es un buen lugar para el miedo y reconozco que empiezo a tener conatos. Los  síntomas iniciales llegaron cuando me topé con el primer cementerio sobre una colina, pero después los síntomas confirmaron la dolencia cuando nos adentramos en la villa santuario de Koyasan, con sus más de 200.000 tumbas, con los monjes marcando el paso por las calles, con la magia de las campanas o como se llamen y el tétrico, misterioso ritual de las esfinges de piedra vestidas con gorros de lana y baberos rojos (por no hablar de las gigantescas y amenazantes esculturas de los dioses en posición desafiante y agresiva a la entrada de los templos).
La siguiente sensación de intranquilidad llegó en los callejones de Osaka porque no existe escenario más lúgubre y underground para ser asesinado por algún ninja de esos malísimos que tanto juego han dado en la cinematografía de este país.
También sentimos que íbamos a morir aplastados cuando nos enfrentamos al primer cruce de pasillos de metro en hora punta y comprobamos que lo visto en tantos documentales sobre Japón, no solo no está exagerado, sino que se queda corto. Nunca se te ocurra nadar contra corriente ni intentar cruzar en plena ola, solo puedes dejarte llevar por la marea y subirte al tren que ellos decidan. Supongo que cada día mueren centenares de niños y viejas aplastados por la multitud, pero las autoridades omiten la información. Además, todos esos autómatas que corren de transbordo en transbordo, luego llegan al vagón y se transforman peligrosamente, se agarran con fuerza la móvil y juegan de forma compulsiva a espantosos juegos de samurais cortando cabezas; todos a la vez, sin importar su edad, género o raza (bueno esa aquí es igual para todos).
El pánico suele llegar cuando cometes el error de salirte de lo establecido. Este país funciona muy bien porque todo está muy bien programado, pero al igual que les pasa a los alemanes, no les pidas demasiada improvisación. Por eso nos gritan y dan saltitos cuando cruzamos las calles con el semáforos en rojo, pasamos con la bicicleta por la zona peatonal o cometes graves irregularidades como la que casi me lleva a prisión: confundir el billete infantil de mi hijo Lucio y mostrárselo al revisor como si fuera mío.
Hay dos oficios que también me generan cierta inquietud, los conserjes de los hoteles y los taxistas (aquí se llaman yens) y con ambos hemos tenido algún tenso episodio, pero no lo tengo en cuenta porque esto es habitual en cualquier lugar del mundo. Lo único que nos ha quedado claro es que aquí, cuando dicen no, es no.
Ya veis que hay miedos para dar y tomar cuando se viaja y aquí pensé que podría surgir también el de los terremotos, pero la verdad es que como en San Francisco, nunca hemos sentido ningún temor. Tan solo lo pienso cuando miro los postes de la luz y veo los gigantescos alternadores y aparatos metálicos que hay flotando por encima de nuestras cabezas. Entiendo que la muerte más común en un movimiento de tierras no es por que te devore una falla o te arrastre un tsunami, sino porque te caiga un obsoleto cacharro electrificado de varias toneladas.
Y ya puestos a hablar de electricidad, también estoy un poco susceptible con la muerte electrocutado en el cuarto de baño. Todas las duchas tienen algún artilugio eléctrico para regular la temperatura y la mayoría de los retretes tienen tapa eléctrica autocalentable, lo cual, además de dar un asco horrible, te hace sentirte en el corredor de la muerte con el mono naranja remangado en los tobillos.
Tampoco anda mal de canguelos esta siniestra recepción del Ryokan de las montañas donde estamos pasando la noche, bajo la atenta mirada de un pequeño "jorobado de Notre Dame" que de vez en cuando se asoma recriminándome con la mirada que siga aquí chupándole el wifi.
Estos tipos son raros y contradictorios, ya os lo he dicho, pero no mucho más que sus visitantes y su extraña manía de tumbarse en cualquier superficie o de estar hasta las tantas escribiendo chorradas en el ordenador.
Si queréis que siga con miedos os tendría que hablar del valiente episodio que hemos empezado hoy, alquilando un coche para conducir cientos de kilómetros por carreteras estrechas de montaña, conduciendo por la izquierda, con el volante a la derecha, todos los carteles en el "chino" de aquí y una tía diciéndome todo el tiempo que me equivocado. Y esta vez no es Montse, sino el puto navegador que está programado en Japonés y no sabemos cambiarlo.

lunes, 23 de julio de 2018

EL PARAÍSO DEL HORTERA

Nos hubiera gustado escribiros más sobre esta experiencia, pero de verdad que el calor nos lo está poniendo difícil y cuando conseguimos refugiarnos, solo tenemos tiempo para hidratarnos, ducharnos y pegarnos al aparato del aire acondicionado, con pocas ganas de darle a las teclas del Mac, que además tiene cierta tendencia al sobrecalentamiento. Ya os contamos que la sensación térmica es similar a la de caerte en un volcán y eso te obliga a parar en cada esquina a sacar una botella de agua de una máquina de vending, a llevar siempre un trapo o una toalla en la mano y a dar por hecho que el sobaco y la huevera los llevas empapados como el mismísimo Camacho.
Es tan molesto el tema que cada vez que llegamos a un templo, los chicos se lanzan como posesos a la pila del agua sagrada a lavarse, meter la cabeza y evitar el golpe de calor. Hoy, paseando por el Camino del filósofo de Kyoto hemos encontrado una cascada en medio de la montaña y nos hemos metido todos en ropa interior. Pero lo más lamentable fue nuestra experiencia en Osaka. Después de visitar el castillo y otros barrios arrastrando los pies por el asfalto hirviendo, decidimos remojarnos en un parque acuático, el Spa World, una experiencia que no olvidaremos. Un edificio de ocho plantas repleto de saunas, spas, piscinas y hasta un acuopolis para el disfrute de los japos y de cinco turistas europeos despistados.
Estos tipos son muy raros y el parque acuático está cubierto y con el agua caliente. Al entrar pagas el acceso y te ponen una pulsera magnética para apuntar todos los gastos que vas haciendo. A partir de entonces pasas a ser un "pelele" alienado en manos del capitalismo oriental, que es más agresivo aún que el occidental. Pagas por dejar las zapatillas en una taquilla, pagas por dejar la ropa en otra taquilla. Después te persigue un viejo en polla exigiéndote que te desnudes. Los chicos corrían despavoridos por los pasillos hasta alcanzar el ascensor y subir al octavo piso donde estaban los toboganes y piscinas atiborrados de teenagers japoneses. Y nueva sorpresa, cada atracción es de pago, los tubos, los flotadores, todo menos un río de agua tibia que da vueltas muy despacio meciéndote entre melosos quinceañeros japoneses que restriegan la cebolleta a sus novietas, para tu repudio. Creéis que exagero, pero no, el agua tiene una película grasienta en superficie y si buceas alcanzas a ver espermatozoides persiguiendo óvulos. Este tipo de parques suele ser un paraíso del hortera, pero en este caso los límites se superan con creces, los pasillos están llenos de puestos de todo tipo de cocina fusión Japón-americana, en la terraza exterior a 38º y sin una sombra hay dos jacuzis con agua hirviendo y siempre tienes al lado algún niñato empalmado toqueteando a su joven geisha bajo el agua. Todos ellos llevan el móvil metido en una funda colgando del cuello o de alguna otra extremidad, no sea que entre un WhatsApp o un amigo cuelgue algo en Instagram y no puedan darle un 私はそれが好きです mientras bucean en busca de las partes más resbaladizas de su pareja. Los pasillos sí que están resbaladizos por el agua, las patatas con ketchup y algún que otro flujo
desconocido, pero lo pisas todo encantado con tal de no estar en la calle friéndote como tempura. Las máquinas no paran de vomitar botellas, latas y helados porque los chavales necesitan refrescar sus ímpetus y porque eso de la pulsera magnética te crea una placentera sensación de gratuidad.
Al final, cansados de estafas y de jovencitos morreando decidimos salir de este infierno para volver al infierno. Pagamos el facturón de la pulserita y salimos echando pestes de semejante horterada.
Quizás hubierais preferido que os hablara de los enternecedores cervatillos del parque de Nara, del fastuoso castillo de Himeji, de la magia de los santuarios y templos de Kyoto, del sobrecogedor cementerio de Koyasan, pero para eso hay muchas guías.