Ya han pasado cuatro meses desde que volvimos a Madrid. Cuatro meses extraños en los que hemos tenido sensaciones nuevas y raras. Supongo que será normal después de haber estado tanto tiempo tan lejos y en un sitio tan distinto. Es lo bueno y lo malo del avión, que en unas horas te das de bruces con la realidad, sin posibilidad de pararte a pensar, sin poder apoyar primero la punta de los pies y de la mente para acostumbrarte a tu nueva situación poco a poco, y aterrizar lentamente. Me imagino lo útil que sería una especie de cápsula donde, después de haber pasado por una experiencia así, te pudieras meter durante una temporada y poder pasar por un tránsito menos brusco. Me imagino saliendo de la cápsula poco a poco. Unas horas los primeros días, tomando contacto con las cosas, las personas y los lugares que dejamos aquí. Y poco a poco el tiempo fuera de la cápsula iría aumentando dándome la oportunidad de volver escalonadamente.
Como no he encontrado ninguna cápsula ni sala de tránsito me las he tenido que ingeniar para no volverme loca ni caer en la morriña paralizadora. Inconscientemente he pasado muchas semanas en las que no he hecho muchas cosas de las que hacía antes de irme. Ir a una gran superficie o centro comercial, por ejemplo, era superior a mis fuerzas. No podía soportar ver en las estanterías del supermercado las cosas con su nombre en español, añorando coger un bote para leer detenidamente la etiqueta y averiguar qué es. Ni escuchar conversaciones que podía entender fácilmente. También he pasado estos meses sin encender la televisión ni la radio, huyendo de la actualidad cotidiana para poder seguir más tiempo en la burbuja en la que he vivido el último año. En el único sitio que me he sentido a mis anchas es en Santamera, el lugar que más he echado de menos y donde curiosamente desde el primer minuto me he sentido como si nada hubiera cambiado.
Después, con el inicio del curso escolar, la rutina te arrastra y te pone en tu sitio quieras o no. Y noto que por fin sé dónde tengo apoyados los pies casi todo el tiempo. Y digo casi todo porque ahora me enfrento al último aterrizaje, el más difícil para mí, aunque el más motivador e interesante. Aterrizar en el estudio. Nunca he dejado de pintar más de dos o tres meses seguidos, ni siquiera cuando nacieron mis hijos, así que me está resultando duro y extraño. Miro los últimos cuadros que pinté antes de irme y siento hacia ellos una enorme distancia, me reconozco en ellos pero los veo y casi tengo la sensación de haberlos pintado en otra vida. Delante del papel o el bastidor busco por dónde empezar y me resisto a hacerlo en el punto donde lo dejé. Y empiezan a aparecer formas que están a la misma distancia de lo que hice ya hace casi veinte años que de las últimas que pinté. Pero sigo probando y probando cada día, envuelta en la música de mi estudio y rodeada de todos mis bártulos porque sé que es la única forma de que por fin vuelva a reconocerme y encuentre el camino por donde seguir. Paso horas cada mañana y cuando bajo me doy cuenta de que más que pintar, miro y pienso con el pincel en la mano, esperando una señal que me diga por donde seguir. Como decía Picasso “que la inspiración me pille trabajando".
Cuñaaaa, no te preocupes, "los artistas nacen, no se hacen" y tu naciente artista.
ResponderEliminarJo que cuñaa mas maja soy.
Lamujerdelhermano
Queria decir NACISTE no naciente.
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