Pensaréis que vengo a hablaros de Imperio Argentina a modo de homenaje a mi madre o quizás que os voy a dar el coñazo contándoos los más destacados acontecimientos que ocurrieron cuando yo nacía. Pues no, no os voy a hablar de que soy coetáneo de Emilio Butragueño, Eros Ramazzotti, la infanta Elena o Pepe Viyuela, a pesar de que estoy muy orgulloso de ello; tampoco os voy a hablar del asesinato de Kennedy, ni de Martin Luther King ay jab e drim. Hoy no voy de abuelo cebolleta que vive de recuerdos, sino de la mismísima actualidad, de lo que me pasó hace unos días en la Carretera de Canillas cuando esperaba a unos amigos para ir a cenar.
Ahí estaba yo en la esquina esperando, cuando una buena mujer que pilotaba su caniche a baja velocidad entró algo cruzada en la acera y se metió una peazoleche contra el suelo. Justo a mis pies. Así que no me quedó más remedio que hacer la buena obra del mes, agacharme, preguntarle si estaba bien, mirar al banquillo para pedir el cambio, silbar al caniche, insultar al árbitro y meter mis manos de forma arriesgada e inconsciente bajo sus sobacos para poner en pie a la pobre señora. No os lo cuento para que penséis que soy un tío cojonudo y solidario, que lo soy, porque la abuela me cayó encima de los pies y para no ayudarla hubiera tenido que darle un puntapié y eso ya me parece excesivo.
El caso es que la levanté por los sobaquillos y acto seguido le dije "de nada" en contestación a sus bendiciones y me olí los dedos por si se habían quedado impregnados de ese aroma "Eau du third age" que los humanos vamos desprendiendo con el paso de las primaveras y sobre todo de los veranos. Para mi sorpresa olía bien. Acto seguido busqué en el suelo el obstáculo causante de semejante ostiazo y lejos de encontrarlo fijé mi indignada vista en un azulejo blanco y azul, junto al alcorque del árbol.
Sí se trataba de una de las más brillantes ideas llevadas a cabo por un alcalde. Fue en 1989, cuando Rodríguez Sahagún decidió plantar un árbol por cada niño nacido en Madrid, bautizando al vegetal con el mismo nombre del humano. Una gran iniciativa que humanizaba la ciudad, aumentaba la conciencia ecológica y ofrecía al madrileño un bonito vínculo de por vida con la capital. El problema es que el proveedor de los azulejos de porcelana hizo mal el cálculo y dos décadas después la mayoría de los nombres se han borrado y los árboles han quedado huérfanos.
Desde este humilde blog le solicito al Alberto que repongan las placas y vuelva a poner en marcha esa original y emotiva iniciativa. A mi me encantaría que mis hijos tuvieran un árbol de Madrid con su nombre... Fíjate, incluso sería capaz de vender mi voto por ello.
Antoñito tuvo su árbol bautizado, la placa ya no existe, como la mayoría de ellas, se estropearon y las acabaron quitando. Lo raro es que tu hayas encontrado una todavía viva. Aunque lo que me llama la atención de tu entrada no es la iniciativa neonatal-agropecuaria, sino que no te descojonaras en la cara de la pobre anciana, cosa que yo hubiera hecho sin ninguna duda. Lo siento pero es algo que no puedo evitar, aunque me de mucha pena, sepa que el susodicho se ha hecho daño, sea una de mis propios hijos o lo que sea, no puedo evitarlo, me parto la caja cuando alguien se cae. Lo cual a veces me ha puesto en algún que otro aprieto. Ser sinceros, a cuantos más os pasa?
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