Se llama Bachir, llegó con el resto de refugiados en el 75, estuvo luchando en la guerra hasta el 91 y ahora trabaja para protocolo, de conductor, llevando a cooperantes y autoridades invitadas.Tiene cerca de sesenta años y un resfriado crónico del desierto de esos que duelen cuando le oyes toser. Carraspea y emite desagradables sonidos guturales hasta aclarar la garganta…Apenas habla castellano, pero con sus cuatro palabras, mis tres de hassanía y las muecas, nos entendemos a la perfección. Juntos nos adentramos en el inmenso paisaje de arena que tenemos delante y puedo aseguraros que Bachir sabe leer el desierto, hoy lo he comprobado.
El hombre tiene manos, sabe mirar con un ojo delante del paragolpes y con el otro en el horizonte; va eligiendo siempre el camino y la trazada adecuada, consciente de que un desvío de un metro en el rumbo, pueden significar muchos kilómetros de separación del objetivo. Siento envidia, porque quiero conducir, me gusta conducir, quiero trazar las curvas, subir las dunas, acelerar en la tole ondulé y esquivar la hierba de camello como lo hace él.
Debería estar tenso porque en una hora empieza el Sahara Marathon, pero estoy relajado porque el recorrido por el desierto invita a disfrutar. Debería tener miedo porque estoy solo en medio de Argelia, donde hace poco han secuestrado a tres cooperantes; miedo por ir deprisa con el coche dando botes y volantazos a diestro y siniestro, de hecho el cristal está roto por el cabezazo de un anterior inquilino; miedo por el otro, por el desconocido, porque mi compañero es de otra raza, otra religión, otro continente, otra lengua y otras costumbres distintas a las mías; miedo porque el desierto que me rodea va desde el Atlántico hasta el Mar Rojo. Pero no, sinceramente tengo mucho más miedo del taxista de Madrid que me obliga a oír a Jiménez Losantos. Con Bachir, ningún temor, ni a él ni a su país, ni a su gente, ni a su diversidad. Eso sí, al desierto, mucho respeto.
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