No es agradable conducir persiguiendo moscas por dentro del
habitáculo, es incluso peligroso pero soy un maniático con los insectos, al
margen de otras muchas cosas. Lo único bueno que tiene la mosqueante presencia
es que cada vez que suena el impacto de uno de sus colegas contra el
parabrisas, en lugar de salirme la conciencia ecologista, me surge el más vil instinto asesino. Lucito siempre que ve el juguillo de uno que se estampa contra
el cristal pregunta con voz dulce si se habrá matado, a lo que yo, por quitar
hierro al asunto, contesto: “No, sólo se marean un poco”.
Yo también soy dulce, de sangre, porque cada vez que me
acerco a la naturaleza vuelvo con el cuerpo lleno de granos. Los putos
mosquitos, según me ven llegar, preparan la fiesta y se dan un homenaje. Por eso
me recluyo en casa, me ducho con Autan y si salgo a la calle lo hago con el
abrigo puesto. También es una buena excusa para ser un poco antisocial y
reunirte contigo mismo un ratito, sin la presencia de pequeños moscones peleándose
por el mando de la tele o el juego de la Play.
Cuando ya llegamos a Madrid, Martín abrió la ventana; pensé que era para liberar a la mosca, pero lo hacía porque había visto a un chico con la
camiseta del Rayo y feliz por la salvación de su equipo, gritó: “Ese Rayito”, después cerró y me preguntó: “Papi, ¿por qué la camiseta
del Rayo a veces lleva un moscardón?”
-“Hijo, no es un moscardón es la abeja de Rumasa, la
empresa de los Ruiz Mateos”.
-“Y esos, ¿Quiénes son?”
-“Eso
te lo explico otro día…”
No se lo expliques, pobre, para que amargarle la existencia.
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