martes, 23 de octubre de 2018

EL DÍA EN QUE ANTONIO LÓPEZ SALVÓ LA VIDA

Cuando le dije a mi padre que no iba a continuar con mis estudios, me recriminó con un gran disgusto: "Lo que me faltaba, lo siguiente será que te vayas a trabajar a un banco, te compres un coche y te cases". No sé por qué extraña ecuación unió en sus conclusiones estos tres elementos, pero desde entonces temí que sus peores augurios se cumplieran y cuando me compré mi primer coche, el Suzuki Swift Sedan, lo escondía, no por feo (que también) sino por ser uno de los tres pecados de vulgaridad a los que estaba condenado. Lo del banco no llegó a ocurrir y eso salvó mi buena reputación y la relación con él, tanto, como para atreverme a llevar a casa a la "miope" estudiante de bellas artes que se había fijado en mí e incluso a plantear la posibilidad de casarnos.
Por aquel entonces a mi padre se le había pasado ya el enfado porque había comprobado que, aunque no iba a ser premio Nobel de nada, su tercer hijo parecía tener un futuro más o menos digno y lejos de la temida banca. Pero sobre todo estaba emocionado con esa artistilla que le pedía consejo como buena discípula y con la que podía hablar de pintura, música o literatura. Quizás por eso fue el primero que se entusiasmó ante la primera boda de la familia. Tanto, que ofreció su estudio para el banquete.
El regalo estaba envenenado porque os podéis imaginar cómo estaba el maldito estudio. Durante un par de semanas estuve con mis socios Fernando y Jesús sacando toneladas de madera, kilos de pintura, limaduras de metal y mierda de todos los colores. Al final, con callos en las manos, astillas en la piel y los pulmones emponzoñados de pigmentos con aguafuerte, conseguimos dejar aquello como los chorros del oro y visto para que el mismísimo Chicote pasara revista.
No hizo falta. Cuando ya estábamos buscando catering, colocando invitados y eligiendo música, mi padre tuvo la genial idea de consultar al arquitecto sobre la capacidad de la estructura de la casa para soportar el peso de tanta gente en una fiesta. Como era de esperar, el arquitecto se cubrió las espaldas de una forma muy sincera: "Lucio, yo creo que aguanta sin ningún problema, pero si me preguntas, te tengo que decir que no".
A partir de entonces la decisión quedaba en nuestro tejado y fue mi madre la que la saldó con una sentencia que nunca olvidaré: "Ya estoy leyendo el titular del periódico <<Mueren Antonio López y otras 199 personas al hundirse una casa>>". La boda cambió de escenario, nos bajamos al jardín, con la lógica sensación de tomadura de pelo de mis socios, la liberación del arquitecto y la conciencia tranquila de no habernos cargado a Antonio López y compañía.
El bodorrio en cuestión tuvo lugar hace 25 años exactamente. Desde entonces han cambiado algunas cosas: lo peor, que mis padres ya no están; lo mejor, que seguimos unidos y felices, con una familia maravillosa y viviendo en la misma casa, con ese impresionante estudio que iluminó la obra de Lucio Muñoz y ahora lo hace con la de Montse; ese mismo estudio en el que siguen sonando Bach y Purcell, que todavía respira cultura por los cuatro costados, huele a acrílicos y a madera y es punto de encuentro de la "movida" artística del momento, como lo fue cuando ellos vivían.
Y lo mejor de todo, sin noticias de la banca y Antonio sigue vivito, coleando y tan genial como siempre.
PD. Hay que reconocer que el titular es digno del estilo periodístico actual, buscando clics...

domingo, 14 de octubre de 2018

LAS PAVAS

Si mi cardiólogo leyera esta entrada, posiblemente me soltaría un sopapo. Razón no le faltaría, pero es que cuando estoy con amigos, disfrutando de una buena mesa y un buen vinito, siempre tengo necesidad imperiosa de terminar con un buen puro. Sí, un habano que voy saboreando alternando con sorbitos de vino y de café. No existe mejor placer. Y, no contento con eso, cuando mis amigos van retirándose, busco en la mesa las pavas que se han dejado a medio consumir, las enciendo y tranquilamente, sentado al sol, me doy mi último homenaje para terminar la sobremesa íntimamente conmigo mismo.
Lo de las pavas lo aprendí de adolescente con mis amigos del insti rebuscando los cigarrillos que los fumadores poco empedernidos habían dejado a medias en los alcorques del parque o en los ceniceros de las fiestas. Reconozco que es una guarrería y una miserable cutrez, pero tiene algo de compromiso ecológico y de instinto ahorrador que me excita. Cuando lo ves en la calle, protagonizado por indigentes sin recursos, sientes pena y hasta repugnancia, pero cuando estás en casa y no lo haces por necesidad, tiene un toque "drogata" muy atractivo.
Quizás sea el efecto de la pava lo que te baja a un mundo real y te permite hacer un "break" en la tontería que te envuelve día a día. Exprimiendo la pava ya no eres tan señorito, ni tan pijo y de alguna forma se te pincha un poco esa privilegiada burbuja en la que algunos vivimos.
Observando el azulado humo de la pava diluirse en el aire, con sus fantasmagóricas formas y siluetas, me he quedado adormilado reflexionando sobre estos últimos días en los que he estado subido en el carrusel del éxito, disfrutando de lo mucho conseguido por otros. En la deliciosa experiencia de festejar un Campeonato del Mundo (el de Jorge Prado), el sueño máximo al que uno puede aspirar después de toda una vida inmerso en el mundo del deporte, y en alguno de los eventos que periódicamente se siguen celebrando para reconocer la labor artística de mis padres, el mejor regalo que puedes tener como hijo. En los dos casos, la vivencia ha sido inolvidable y muy enriquecedora, pero siempre salpicada por esos matices agridulces que rodean los triunfos. Los egos de quien se sube al carro en el último momento y abre los codos como si fuese a despegar para hacerse hueco en la foto o en el listín de agradecimientos. Al principio me sentaba muy mal, pero después tomé una postura mucho más relajante, apartarme y dejarles sitio para que llenen la foto, colmen su ego y consigan tres seguidores más en Instagram.
Y en eso, cuando la pava se consumía y los dedos empezaban a oler a carne quemada, han aparecido por la puerta mis hijos que regresaban de hacer un poco de motocross.
 -¿Qué tal, cómo ha ido?
-Muy bien papá, lo hemos pasado genial y hemos comprobado lo malo que somos. 
En ese momento me ha recorrido el cuerpo una inmensa satisfacción de deber cumplido, de haber sabido transmitir el valor más valioso que existe, la humildad. Y es que, como decía uno que ha llegado muy arriba, hay que ser humildes, muy humildes, los campeones del mundo de la humildad...
PD. No es necesario decir que esta entrada la escribí fumado, pero lo digo.