domingo, 20 de diciembre de 2020

EL AVIÓN DE VUELTA

Este blog es como los ojos del Guadiana o como las olas del Covid, va y viene, viene y va, caprichosamente en función de factores impredecibles. Hace unos días me regalaron un reloj de esos que llaman inteligentes, mide las pulsaciones del corazón, los pasos que doy cada día y las veces que abro el frigorífico. Entre sus múltiples funciones que no he conseguido todavía descifrar, porque soy menos inteligente que él, tiene una que permite saber la calidad del sueño cada noche. Me tiene agobiado porque resulta que lo normal es dormir profundamente menos de una hora al día, osea a la noche. El resto del tiempo lo considera sueño ligero y supongo que es en ese tramo en el que habitan esas rocambolescas pesadillas de tiempos oscuros que últimamente me asedian.

La de anoche era una escena que podría estar patrocinada por Securitas Direct, Vox o cualquiera de los negociantes del miedo. Una horda de oscuros y malignos inmigrantes se metían a vivir en casa de mi hermano justo cuando yo me había quedado encargado de cuidársela y tuve que tirar de labia para poner las cosas en su sitio. Peor fue la de ayer, en la que un avión se estrellaba en mi dormitorio y era yo el que tenía que asistir a los heridos, saltar por encima de los muertos, apagar el fuego que devoraba libros y cuadros y ponerme en contacto con las familias de las víctimas . Lo curioso es que incluso por extrañísimas coincidencias y casualidades conocía a varias de esas personas. Tranquilos, que ninguno sois susceptibles de estar leyendo esta estupidez.

Las habituales escenas de accidentes aéreos en los sueños, lejos de tener un carácter premonitorio, están más bien provocadas por ese ilógico y descontrolado miedo a los aviones. En varias ocasiones he hablado de ello en este espacio, pero me sorprende que ocurra justo ahora, cuando llevo más de un año sin subirme a un hierraco con alas de esos. Mi conclusión es que se debe a una reflexión que en las últimas semanas me atosiga: el síndrome del avión de vuelta. Los que no lo pasan bien volando me entenderán, el resto pensarán que estoy como una chota, pero eso no es nada nuevo.

El caso es que cuando emprendes un viaje largo, a ultramar por ejemplo, vas superando con éxito las distintas fases. El primer despegue, la primera escala, el punto sin retorno en medio del océano, las turbulencias al sobrevolar la costa y el victorioso aterrizaje. A la ida todo eso está edulcorado por la euforia del comienzo del viaje, pero al regreso, ¡Ay al regreso! El viaje se termina, la euforia se torna morriña y los baches se agudizan en el aire. En ese momento el miedo a volar se acrecenta con la sensación victimista de poder ser tan imbécil de ir a palmarla justo cuando ya el vuelo se está terminando. No es broma, lo pienso en cada vuelo, cuando ya he superado todos los temores y los principales riesgos, cuando el avión empieza a descender y el aterrizaje es inminente, entonces aparece el síndrome del vuelo de regreso, el temor a cagarla cuando ya todo está casi terminado.

Y ¿a qué viene esto? A que esa última frase, "el temor a cagarla cuando ya todo está casi terminado" la aplico cada día cuando veo las noticias, cuando se habla de la vacuna, cuando se ve la luz al final del túnel y cuando todos empezamos a congratularnos porque el maldito 2020 va a quedar atrás. Pienso en el avión de vuelta que se estrella en el aterrizaje, en mi casa o en la de Bertín Osborne; también me acuerdo del soldado americano Henry Gunther que murió en un ataque suicida cuando ya se había declarado la paz de la Primera Guerra Mundial y en tantos otros que podrían ser condecorados como "pringaos" además de víctimas.

Pues ya me habéis entendido, que pronto la puta pandemia podría estar más o menos controlada, pero mientras llega ese feliz momento aún son muchos los miles de seres humanos que, como dicen los americanos "pasarán lejos", o como decimos por aquí se irán al otro barrio, con la impotente sensación de sus familiares de haber perdido el partido en el tiempo de descuento. ¡Cuidaros mucho!, que peor que morir es hacerlo sintiéndote un "pringao".

Ya me jodería...

martes, 25 de agosto de 2020

EL PALO DE SELFIE

 

La entrada de nuestra casa está al lado de un bonito mirador sobre la bocana del puerto. Desde un agradable banquito de piedra puedes ver las olas romper contra el malecón, los turistas haciéndose fotos junto al Náutico, los niños saltar desde el puente cuando la marea está alta y los barcos que enfilan la embocadura del puerto. El rincón es de los más coquetos del lugar, un romántico e idílico escondite para que los adolescentes se declaren, si es que eso se sigue haciendo, o para que se den su primer beso e incluso humedezcan sus ropas interiores. Para más no da el tema, no os penséis que el banquito es la suite del Four Seasons.

Eso suele pasar a media tarde, cuando el sol empieza a retirarse y prácticamente a diario. Cada día es una pareja distinta, pero el ritual es parecido, llegan gritando y riendo a carcajadas, comparten una bolsa de pipas entre los dos y van confesándose cada vez en una voz más tenue, hasta que sellan sus bocas con un piquito. Cuando son parejas repetidoras, el piquito da derecho también a intercambio de salibas con sus respectivos tropezones de pipas.

Ayer, sin embargo, la escena fue distinta. En lugar de pareja, el banco lo ocupaba un trío, así que ahí estaba yo sin perderme ni un segundo de lo que pudiera pasar. Un chaval con dos chicas. El procedimiento, el habitual, las risas, las pipas y los besos a una jovencita feliz que parecía estrenar noviazgo. ¿Y la otra? Pues la carabina de toda la vida, la mejor amiga que te acompaña siempre, incluso en tus momentos más íntimos, pero ahora con nuevas atribuciones: hacer de palo de selfie. Durante varios minutos los quinceañeros estuvieron morreando en todo tipo de posiciones, mirando al mar, sentados, de pie, con los ojos abiertos, cerrados, guiñados, con lengua, con pelos por medio… y la amiga iba haciendo clic en el móvil, primero fotos normales, después con filtros y estúpidas aplicaciones y finalmente en vídeo. La Coixet estaba feliz, se iba creciendo al ver la pasión con la que los enamorados se besaban y daba contundentes órdenes para mejorar las instantáneas, más cerca, apriétala, más pasión, sin aplastar la nariz… Cuando la peli porno empezaba a ponerse interesante, dieron por concluida la sesión y la bolsa de Churruca y se marcharon con su palo de selfie a otra parte. Yo me quedé con las ganas de saber dónde narices iba a publicarse ese impresionante documento gráfico, supongo que en el Tik Tok de ella, en el Insta de él o en el grupo de WhatsApp del pueblo para dar envidia a todos los colegas. Pero sobre todo me quedé jodido de la penita que me dio la pobrecilla carabina; ojalá encuentre pronto, ella también, un buen palo de selfie.

domingo, 26 de julio de 2020

LA REBELAZIÓN DE SAN MILLÁN

Nunca se me había aparecido la virgen, ni siquiera un santo, pero el otro día ocurrió algo extraño mientras dormía en la Hospedería del Monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla. Eran las seis de la mañana y por un extraño motivo me desvelé. Estaba entre las piedras que vieron nacer el castellano. En aquel edificio había escrito un anónimo monje un montón de notas a pie de página de un texto en latín, unas glosas que supusieron el origen de la lengua española. Había visto el manuscrito unas horas antes y por algún motivo quedose marcado en mi memoria, grabado en mi conciencia, esculpido en mi espíritu. Alguien de arriba (y eso que mi habitación estaba en la planta alta) me había elegido para seguir el trabajo de aquel clérigo medieval.
La revelación divina me instaba a refundar el castellano y dos horas de pelea con las sábanas y los fantasmas de rancios monjes enclaustrados me bastaron para renovar nuestro idioma en un completo tratado reformista. Se titula así: "El Castellano simplificado, natural o pobre" y os dejo algunos fragmentos del ensayo, escritos ya en la evolución de nuestra lengua. Quizás os cueste entenderlos porque vosotros sois parlantes del castellano viejo, el que sucedió al castellano antiguo y en breve será sustituido por este modernísimo lenguaje.
Básikamente la nueba lengua se rije por la lójica i se basa en la sinplificación gramatikal, enpezando por la fonétika, sigiendo por la morfolojía, la semántika i la sintaksis. De momento todo os parezerá ekstranyo, porkestais akostunbraos a ablar i escribir en el casteyano de sienpre, pero nes mas kuna simplifikazión de la lengua en la ke la fonétika se sinplifika, suprimiendo letras del abededario ke están duplikadas o ke tienen doble utilizazión o ke direktamente conplikan la bida del ablante sin nezesidad alguna.
El orijen o fuente de inspirazión desta reforma surje del propio aprendizaje de la lengua por parte de los neoparlantes, ya sean ninyos o ekstranjeros, ke se las ven putas para conprender lo inconprensible, parazeptar kun idioma tenga letras distintas ke suenan igual i bizebersa, letras únikas con dos sonidos  diferentes dependiendo de la palabra. Por eso la "b" se adueña del sonido "be"absorbiendo así a la "v". Desaparezen por real dekreto la "c", kes sustituida por la "k" y la "z" según su sonido. La "g" pasa a tener sienpre el sonido ga-gue-gui-go-gu, peron ningún caso será necesaria la "u": gato, geto, giyermo, gordo, gusano. La "h" desapareze tanbién, aunke se sige usando igual ke antes cuando se conbina con la "c" para ebitar perder esas expresiones tan karakterístikas de nuestra lengua como chorra, chichi, chocho, chumi, chulo, pechotes... La "j" recoje los efectos colaterales deribaos del canbio de funziones de la "g" y acoje a todos los sonidos jota ebitando las dudas de garaje, monje, jiménez o jerómino. La "elle" o "doble ele" se va direktamente al garete ies sustituida por la "y", ke pasa a yamarse "ye" sin ke a nadie nos inporte si es griega o turka. La "n" deja de ser umiyada por la "m" con ese abuso de sustituirla delante de "b" o "p". La "ñ" también desapareze y es sustituida por la conbinazión entre "n" i "y" de tal forma ke pasamos a ser Espanya; esto nes más kuna konzesión a los katalanes para kapoyen la lei de canbio linguístico (la diéresis tanbién la a palmao). Para el apoyo parlamentario basko, además de las "b" y las "k" se acepta el efecto "Bilbao" en todos los partizipios (akabao, matao, jorobao, bakalao...)
Segimos: a la "q", ke le den. La "u" rekupera de pleno derecho toda su identidad i sonará sienpre como una auténtica "u" sin necesidad de diéresis ke la rekalken ni siendo silenciada por temor a "g" i "q". A la "v" ya dijimos que la abía deborado la "b". La "w" es ekspulsada del país porke es una letra  ekstranjera ke solo está presente en palabras ekstranjeras. La "x" aún está en estudio porke el iluminado monje no está convencido de decir ecstranyo i porke la kiniela sin "x" sería mui fazilona.
Esto es al fin i al cabo como una crisis de gobierno en la ke sienpre ai barios ke pierden el puesto, otros ke ceden funziones y alguno ke mejora las suyas.
El kastellano natural, sinplifikado o pobre toma otras muchas medidas gramatikales como la utilizazión abitual de la sinalefa, kaunke suenaskeroso, nos permitunir bocales de final i prinzipio de la palabra sigiente. Tanbien sincorpora lesperada "e" de jénero neutro, así ke ninyos i ninyas juntos pasan a ser ninyes i ya no abrá más diputados i diputadas sino diputades. Los berbos tanbien son más senciyos, se pone en búskeda i captura al pluscuanperfecto i se suprimen del tirón todos los irregulares (verbos, no inmigrantes) para abilitar a los chabales a decir libremente morido, ronpido, andó...
Ai barios asuntos en bias de soluzion ke kedarán resueltos en la prócsima noche loca de monasterio (por supuesto no me refiero a Rozio), como los azentos, ke an de ser reduzidos al macsimo; los iatos y los diptongos, ke deben ser ecsterminados prebia tortura; las polisemias ke serán proibidas, obligando a la palabra menos utilizada a buscar un sinónimo ke la sustituya (me senté con mi bolsa en el banco de delante de la entidad bancaria para ver si subía guol estrit...); las "R" dobles ke tanto conplican la bida a los franceses...
La RAE está buscándome siyón, aunke ai voces algo diskrepantes, porke se piensan que esta ebolución está marcada por la analfabetizazión probocada por las redes sociales. Otros dizen ke aunke de primeras suene algo macarra, facilitaría mucho el aprendizaje de nuestro kerido idioma.
Reconozko ke esta es la entrada más bizarra ke sascrito en laistoria deste blog. Ya sé que casi nadie abrá yegado asta akí, (¿ké tal Chema?). A sido mui difízil escribirla por culpa del puto corrector ke sa buelto loko i porke aunke os parezca mentira está echa sin ayuda de bino, guiski o ningún otro alcol (a kien kojones se le okurriría dezir alcohol si no es por joder).

domingo, 12 de julio de 2020

LA MASCARILLA

La mascarilla tiene muchas lecturas. Antes, cuando veías a alguien con mascarilla o era una delgada turista japonesa con pinta de ir a morir o era un fornido cirujano con pinta de ir a matar. Ahora la cosa ha cambiado y el profiláctico elemento ha pasado a ser uno de los artilugios más polivalentes o multifuncionales que hay. Principalmente una mascarilla sirve para odiar. Al que no la lleva, al que la lleva en la papada, al que la lleva en la mano, al que la lleva al revés, al que usa de las de filtro, al que se abanica con ella, al que sea, el caso es tener una razón para criticar y odiar al prójimo.
También sirve para dividir. Entre los que la usan para no contagiar, los menos, los que se la ponen para no contagiarse, los más, y los que son ambidiestros. Por otro lado están los objetores de conciencia, que se niegan a usarla porque son más machotes, más listos, más rebeldes y más insolidarios. Quizás se dejan llevar por líderes de opinión como Trump o Bolsonaro.
El caso es que el sencillo aparato tiene muchas más ventajas que defectos. A los famosos les sirve para pasar desapercibidos. A los entrenadores, para hablar sin tener que taparse los labios. A las mujeres, para ahorrarse una pasta en pintalabios y en un momento dado para salir de un apuro a falta de compresas. A los hombres, para taparles la parte más bruta de su cara. A los fachas, para presumir de ello. A las abuelas, para volver al ganchillo. A los orejudos, para quitarse complejos. A los narigudos, para esconderlos. A los camareros malhumorados les impide escupirte en el plato. A los escupidores profesionales, les obliga a tragarse el "pollo". No tienes que limpiarte tan a menudo las narices para evitar ese inoportuno moquillo que aparece cuando menos lo necesitas y provoca toqueteos de tus contertulios en sus propias narices. Puedes olvidarte el desodorante o tirarte pedos donde quieras con la seguridad de que los demás no los olerán. Por el mismo motivo, puedes callejear por pasadizos recónditos y esquinas de aparcamientos sin que te suba hasta el cerebelo ese ácido tufillo a orines.
Desde el punto de vista negativo, no es cómoda para el amor ni para el sexo (sobre todo el oral). Está contraindicada para los tímidos porque obliga a mirar a los ojos, en lugar de a los labios. Provoca importantes mareos cuando te hueles tu propio aliento. Sí, a ti también te huele. Y lo que es peor de todo, puede causar una catástrofe ecológica cuando confluyan a millones en los océanos.
Por eso, ahora que pasan a ser obligatorias en muchos sitios, seguid utilizándolas como os dé la gana, disfrutad de todas esas ventajas, recicladlas hasta que destiñan, lavadlas hasta que encojan, compartidlas con la familia y sentiros realizados por haber dado utilidad a la parte más fea del cuerpo humano: las orejas. Recordad que sois unos afortunados por haber vivido esta época y por poder utilizar libremente este complemento de moda, antes de que se prohiban, se compruebe que son cancerígenas, se acabe la materia prima o muera algún bloguero ahorcado con la goma. ¡Pon una mascarilla en tu vida!
Y agradecedme que no haya hecho el chiste malo sobre su precio.

lunes, 15 de junio de 2020

SE ACABÓ

De nísperos y metralletas...
Me parece que os estáis llevando un mal concepto de un servidor. A pesar de que hable de ellos muy a menudo, ni el Duo Dinámico, ni Manolo Escobar, ni Jeanette, ni en este caso, María Jiménez, figuran en mi lista de cantautores preferidos.
Se acabó. Me refiero, evidentemente, al confinamiento. Justo cuando se cumplen tres meses de estado de alarma, se suceden una serie de hechos que marcan el final de esta inusitada e imprevista situación. Cabrían otros muchos adjetivos para calificar el encierro, pero siempre conllevan cierta subjetividad, así que lo dejaremos en esos tan obvios.
Pensaréis que los hechos que marcan la desescalada definitiva y la vuelta a la normalidad son la apertura de fronteras, el final del estado de alarma, las cifras alentadoras o las optimistas noticias relacionadas con la vacuna. Eso sí que es una obviedad.
En mi caso ninguno de esos hechos es suficientemente relevante para pensar que esto ha cambiado, ni siquiera lo es la esperanzadora vuelta a la actividad profesional. Es mucho más sencillo que todo eso, se trata de nísperos y ametralladoras. Esos dos elementos, tan unidos entre sí, han marcado el día a día de mi confinamiento y como si de un mal (o buen) fario se tratara, ambos han llegado a su final en la misma fecha.
Vayamos por partes. Los nísperos son esos pequeños frutos naranjas, fáciles de pelar, difíciles de comer y que rivalizan con la chirimoya y el aguacate en cuanto a escurribilidad de su hueso. Por eso es tan incómodo de comer porque las posibilidades de tragarte uno de esos inmensos "pipos" y engrosar las listas de fallecidos por causas domésticas son elevadas. Lo de las causas domésticas es un inmenso cajón de sastre en el que caben todos los que la palman por ridículos motivos, ya sea resbalarte con una alfombra, esnucarte contra el retrete o tragarte el hueso de un nispero. Si es el de un aguacate, además eres gilipollas.
El caso es que en casa tenemos un nispero desde hace varias décadas. No sé si su origen fue un "pipo" que se le escurrió a mi padre hacia el lado apropiado o si lo plantaron a propósito. Durante todos estos años el arbolito en cuestión apenas ha dado media docena de chuchurríos frutos por temporada, pero este año la cosa se ha desmandado, ya sea por las lluvias de abril o el sol de mayo,  el viejo nispero erguido ha decidido dar kilos y kilos de fruta. Es como si hubiese recibido un tratamiento de fertilidad o hubiera desatascado alguna cañería interna, pero el árbol se ha teñido de naranja con manojos de nísperos por todas sus ramificaciones. La noticia llenó de alegría nuestro hogar, que veía la posibilidad de pasar la cuarentena con autoabastecimiento de postre. Lo que un ERTE te quita, un níspero te lo devuelve.
Y ahí llegó la ametralladora. Desde el primer día observé que pajarracos de diversa calaña merodeaban en torno al frutal con sospechosas intenciones. Había que ponerse en marcha con urgencia y la experiencia sumada con tanta serie sobre malísimos terroristas musulmanes me hizo llegar a la conclusión de que hacía falta un francotirador. Pronto encontré en la habitación de los chicos una ametralladora de plástico que mi hijo consiguió como premio en el tiro al blanco de Luarca tras invertir medio millón de euros en perdigones. Salió cara, pero dispara las bolitas de plástico con una potencia que puedes dejar tuerta a una cuñada desde una distancia de 300 metros (el trasero de mi santa esposa os lo podría atestiguar). La precisión no es muy alta, pero es lo que aprendió durante su estancia en la caseta del tiro al blanco.
Resumiendo, me he pasado media cuarentena vigilando el arbolito para evitar que mirlos, urracas, grajos, palomas, cotorras o gorriones se acerquen a la fruta. Apostado detrás de una ventana o camuflado entre los arbustos, lo primero y último que hacía cada día era sentirme Sylverter Stallone disparando a diestro y siniestro (para tranquilidad de Ecologistas en Acción y Pacmas, insistiré en la poca precisión del arma). La otra mitad del confinamiento he estado subido en una escalera, armado con unas tijeras de podar,  jugándome la vida (también se hubiera considerado accidente doméstico), para alcanzar a recolectar todos y cada uno de los nísperos de mi querido acompañante de pandemia. Lo sé todo de esa fruta, su punto de maduración y acidez, la incidencia del sol, los bichos o las aves y además han sido la base de mi dieta durante dos meses. Habré comido una docena diaria, le he regalado varios kilos a familia y amigos y han sido un fiel acompañante de este encierro.
Pues hoy han querido los dos acabar con esta situación. Primero ha sido el níspero, que ha dicho que hasta aquí ha llegado y que si quiero más me vaya al Ahorramás. Y después la ametralladora que ha considerado que su fecha de caducidad estaba cumplida y su precio, sobradamente amortizado. Sin ellos, la cuarentena no tiene ningún sentido, así que volvamos rápido a la nueva normalidad, que no será tan entretenida, pero sí algo más segura.

jueves, 11 de junio de 2020

YO SOY RACISTA

Yo soy racista porque el mundo me ha hecho así... Los viejos que os sabéis como sigue la canción seguid tarareando. Los demás vamos al grano. Yo soy racista y me temo que tú, también. Somos racistas porque decimos que no somos racistas. Porque hemos dejado de hacer chistes de negros a pesar de la gracia que nos hacían. Porque presumimos de tener algún amigo de color con la misma tolerancia y apertura de mente que cuando nos orgullecemos de conocer un homosexual. Porque muchas sueñan con el negro de WhatsApp. Porque decimos "de color" en lugar de negro. Porque cuando cruzas la calle y viene alguien oscuro de frente, haces por pasar cerca de él para que no se note tu xenofobia. Porque cuando le preguntas precio de la camiseta de Ronaldo al mantero, te haces el simpático tolerante y te sorprendes por su amabilidad, ¡Qué encanto el negrito! Porque no tienes nada contra los negros pero sí contra los gitanos del Este que limpian cristales en los semáforos. Porque no huelen mal, huelen fuerte. Porque no todos los negros son mala gente. Porque los chinos están invadiendo el mundo. Chinito tú, chinito yo, qué "lisa" me da. Porque los indios son muy raros, son blancos con la piel negra o negros con rasgos de blancos. Porque los moros no son de fiar. Porque en España nunca hemos sido racistas. Porque siempre hemos trabajado como negros para que luego nos engañen como chinos y nos la líen los moros. Porque yo no los distingo, me parecen todos iguales.
Hoy me he dado el lujo de ver el partido del Rayo Vallecano, un encuentro que se suspendió por los gritos de odio y sectarios contra un jugador. ¿Sabéis de qué color?: ¡Blanco! Toda la puta vida oyendo a los ultras de todos los estadios insultar con aullidos de monos a todos los jugadores negros, pero el castigo solo ha llegado cuando se ha atacado a un blanco. España no es un país racista, por eso tiene un 2,4 de su población de origen africano, un volumen suficientemente alto como para estar bien representados en nuestras instituciones, pero el único rastro oscuro que queda es el del Rey Baltasar tan bién interpretado por miles de concejales blancos teñidos de betún. Dejadme que me salte al negro de Vox porque supongo que es mi racismo lo que me impide entender su libre elección política sin compadecerme de él.
También en el mundo de la empresa la situación es la misma o peor. En treinta y tantos años de profesión y a una media de 4 ó 5 reuniones semanales, no recuerdo haber tenido nunca una reunión de trabajo con un negro. Sí que puedo presumir de que en dos o tres ocasiones hemos tenido en la empresa trabajadores de color, perfectamente identificados por motes en alusión a su piel. Pero notarios negros, abogados, banqueros o marketinianos, ninguno, qué tontería, con lo bien que cocinan, friegan y limpian.
Es cierto que en el colegio y en nuestras casas nos han educado de forma militante contra el racismo (eso debe ser lo de la dictadura progre), conviviendo con naturalidad con la chacha centroamericana y apadrinando a algún "guachupino" con una ONG.  Incluso hemos llegado a admirar a Tiger Woods, James Stewart o Lewis Hamilton, de quienes destacaríamos como principal virtud... que son negros. También hemos aceptado que la NBA sea un feudo de gigantones oscuros aunque lo que mola es cuando uno de nuestros blanquitos lo hace bien. Bien es cierto que no es lo mismo un negro rico que uno pobre y su procedencia también marca. Los atletas kenianos o eritreos nunca cobrarán como los jamaicanos o americanos, ni siquiera nos aprenderemos sus rocambolescos nombres. No es lo mismo un árabe Saudí que un moro marroquí, ni un chino que un japo; en el racismo hay muchos rangos. No terminamos de entender que la Selección Francesa esté compuesta por once negros y no asimilamos que pueda haber alguien de otra raza defendiendo la rojigualda. Aunque mola mucho oír a Iñaki Williams hablar con acento vasco o a la Peleteiro en gallego, qué graciosos... Cuando se les entrevista a ellos o a cualquier otro famoso no caucásico, siempre hay alguna alusión a su piel, aunque sea para rechazar el racismo.
Una cuarta parte del mundo somos blancos y supongo que, como decía un famoso tenista español, somos más listos que los negros, tenemos más dinero, vivimos mejor, vamos mucho menos a la cárcel e incluso morimos una cuarta parte menos por el Covid19. Quizás por eso, porque la raza dominante es menos numerosa, tengamos algo de miedo a que la fiebre amarilla siga aumentando, a que los indios sigan reproduciéndose como chinchillas o a que los negros de África aprendan a nadar.
He oído que el otro día la policía americana mató a un negro. Es indignante, no hay derecho, si todos somos iguales, qué animales. Menos mal que a partir de ahora ya se va a acabar esta desigualdad y el mundo será más justo a partir del 3 de noviembre. Aunque, pensándolo bien y, muy a mi pesar, me parece que Trump no es el único culpable. Igual todos tenemos que sacarnos algo de mierda del ombligo. Habréis comprobado que además de racista soy oportunista.

martes, 2 de junio de 2020

REINVENTARSE

La palabra mágica servía como conjuro para las brujas, después para quedarnos embobados con la saga de Harry Potter y ahora es la contraseña del wifi. Del abracadabra pasamos al wingardiuleviosa y después a Murcia1962, la primera con mayúscula. La pandemia, el confinamiento, la cuarentena, el Covid19, el Coronavirus o el puto bichito, como te dé la gana llamarlo, también ha tenido su propio palabro: reinventarse.
Con la misma convicción que los propósitos de enmienda de cada día uno de enero, todas las personas, todas las empresas y todas las instituciones han acudido a la palabra como si fuera el mesias que nos va a salvar a todos. Los líderes de opinión, ya sean tertulianos, taxistas o peluqueros llaman, casi arengan, a reinventarse.
Y qué significa reinventarse: volver a inventarse. Muy fácil, como si alguno supiera cómo en su día nos inventamos a nosotros mismos. La llamada genérica tiene un toque religioso, místico, trascendente, tanto que de alguna forma suena a reencarnación. Y cuando uno piensa en reencarnación no piensa en algo sino en alguien y rápidamente dudas si elegirías entre Amancio Ortega, Pablo Escobar, Manolo Escobar, Paquirrín o Rocío Monasterio.
Reinventarse como mundo se supone que es volver a ser lo que nunca fuimos: respetuosos, tolerantes, solidarios, pacíficos y darle el valor a la naturaleza (incluido en ella el ser humano) que ahora mismo le damos al dinero. Reinventarse como país es lo mismo y además ser menos desconfiados, menos envidiosos, menos viscerales y más comprensivos con el del otro equipo, partido o territorio. Reinventarse como empresa es la misma recopilación añadiendo compromiso, justicia social, ecología, valores igualitarios y principios. Reinventarse como persona es todo eso y también ser más empatico con los demás, más cívico, menos capullo, más compañero, más amigo y más familiar.
Pero no, como dijo Antonio López el otro día y han vaticinado tantos filósofos, sociólogos y humanistas: "El hombre, ni aprende ni se arrepiente". Todo seguirá igual, exactamente igual, con las mismas guerras, las mismas peleas, la misma beligerancia, el mismo culto a la economía, el mismo pisoteo al medio ambiente e incluso, como ha pasado en todo tipo de crisis, las consecuencias de la pandemia pasarán a ser efectos colaterales como los de las guerras, que nos quitarán derechos y nos someterán aún más a la dictadura de Wall Street.
Y como yo no vengo a alentar la revuelta contra los trumposos racistas ni a incitar a la revolución, me limito a reinventarme como cada vez que me atraganto al tomar las uvas y pensar que voy a adelgazar, a hacer deporte, a ser más simpático, a sonréir a los míos, a ser ordenado, a comprender a los del Madrid, a no odiar a los que odian, pero ya sabéis que eso se hace siempre a partir del próximo lunes. Llega la nueva normalidad, a reinventarse toca. Aunque lo que me pide el cuerpo es reproducir la más célebre cita de Labordeta o de Fernando Fernán Gómez...

lunes, 25 de mayo de 2020

ROPA VIEJA

Mis hijos me apodan "El cubo de la basura". No está mal. Es original. Lo prefiero a papa, sin tilde. La causa no es otra que mi enfermiza negativa a tirar comida. Los hijos de la generación de la posguerra sufrimos mucho los amenazantes sermones parentales para que nos acabáramos el puré: "si supieras la suerte que tienes de tener un plato con comida" o "con la de niños que hay muriéndose de hambre en África..." o "una guerra tenías que haber pasado tú".  Por eso no puedo soportar que se quede comida en el plato de nadie y mucho menos que después se vaya a la basura. Y como terapia para luchar contra esa obsesiva manía, abro la boca y ejerzo de cubo, sin bolsa perfumada ni nada, porque al fin y al cabo es materia orgánica, compost y mi aparato digestivo tiene espacio más que suficiente para el reciclaje del trozo de pescado del peque, las judías verdes del mayor y los trozos de mandarina de la macedonia del mediano (el orden no tiene porque ser ese). Esa es la causa de mi pelea con la báscula, en la que siempre gana ella. El dicho de "lo que engorda es comer fuera de casa" ha sido la primera víctima de esta pandemia.
La otra forma de afrontar mi Diógenes culinario es a base de pequeñas donaciones a la nevera, inversiones en la alimentación familiar de los días venideros, pequeñas dosis de sobras que pueden salvarte el aperitivo de mañana y, si acumulas metódicamente, te evitan cocinar una de cada cinco comidas. Ayer me sonrojé porque uno de los chicos me afeó que guardara mi preciada mayonesa: "pero si queda una cucharada, ¿cómo puedes guardar eso, cutre?".  Evidentemente no le hice ni puñetero caso y la cucharadita ha servido para poner la guinda a dos exquisitos canapés de tomate con anchoa para el aperitivo de esta mañana. Admito que soy cutre y, si queréis, ruín y miserable, pero mi nevera está llena de salsas caducadas, medios limones ya exprimidos, medios tomates resecos, pedazos de queso manchego mutando a Roquefort, Coca Cola sin gas o un cacho de jengibre mohoso. A eso hay que añadirle los tuppers con paella revenida, ropavieja del cocido o boles llenos de algo, bajo papeles de plata que también se reciclan y cada día acogen a un invitado distinto bajo su techo. Sí, también reutilizo el papel de aluminio y hasta el plástico transparente ese. Qué gran inventor el tío Albal.
Pero ya que hablamos de ropa vieja y de Diógenes, dejadme que me adentre en otro aspecto que ha marcado nuestro carácter durante esta cuarentena, el fondo de armario. Mi hijo Martín lleva todo el confinamiento con una descolorida, dada de sí y deshilachada camiseta de merchand de cuando Jorge Prado se proclamó por primera vez campeón del mundo. Le he preguntado la causa, pensando en una respuesta emotiva, pero me ha contestado que se pone lo primero que hay en el cajón, con lo cual cada día se la encuentra limpia en la pole position. Lucio no tiene ese problema porque se ha pasado dos meses en pijama. No es un gran récord para alguien que cada vez que viaja al Sahara de pasa toda una semana disfrazado con un pijama de cocodrilo.
Los chicos hacen siempre lo que ven en casa y he de reconocer que a lo largo de estos 70 días solo he usado dos jerseys, unos pantalones largos y otros cortos y una selección de los polos más cutres que habitan en mis cajones. Con el ventajismo que te otorga saber que no vas a visitar a nadie, ni nadie te va a visitar, se nos ha presentado una oportunidad única para tirar de lo más hondo y profundo del armario. En mi caso estoy redescubriendo la moda, con vaqueros de lo años noventa (os juro que he encontrado fotos de esa época en que los llevaba puestos), rajados por las rodillas a base de uso y no de criterios estéticos. Lo tomaréis a guasa, pero mi indumentaria de confinamiento está cargada de memoria histórica y sus agujeros expresan emocionantes acontecimientos de mi vida. Son como muescas en el revolver. Cada vez que me pongo los pantalones quemados, recuerdo las hogueras en el pueblo al que ahora no puedo ir. Cuando saco las sudaderas del cajón polvoriento, me encuentro un montón de marcas pijipis que ya han cambiado de logo o desaparecido; prendas apolilladas que me rememoran los tiempos de Galerías Preciados, Simeon, Sepu, Simago o el mismísimo Pryca. Los que estéis pensando en Saldos Arias, sois todavía más viejos. El polo blanco con goteras rojas me recuerda que mi pasado, presente y futuro está ligado a la pintura. El polo morado con un agujero en la espalda me regaña por mi patosería cortando etiquetas. El jersey con pegotes de cemento cola reconfirma mis escasas dotes para el bricolaje. Y así podría seguir con las zapatillas que dejan ver las uñas, los calcetines gazpacheros o los calzoncillos con vistas.
Si a ello le sumamos que la plancha no ha entrado dentro de los planes de conciliación familiar y hemos optado por el viejo principio de "la arruga es bella", hay que reconocer que uno va hecho un pincel. Ahora que parece que vemos la luz al final del túnel, tendré que volver a mis mejores galas y deshacerme de todos estos harapos que me han acompañado en este viaje. Os avisaré cuando los ponga en Wallapop, saldrán a buen precio y con cada prenda regalo un tupper de mayonesa.

sábado, 16 de mayo de 2020

LA MANIFA

Ayer estuve de manifestación. Vivo desde hace cincuenta años en una de las zonas más castigadas por la injusticia social, el deprimido Parque Conde de Orgaz. Nunca había visto ninguna protesta en el barrio o mejor dicho la "urba", ni siquiera cuando quitaron las barreras que impedían el acceso a cualquier extraño al vecindario, ni cuando obligaron a pagar a escote el servicio de vigilancia, ni cuando instalaron embajadas de países tan conflictivos como Iraq o Ukrania con lo que implica de visitas de gente extraña a la zona. Esta vez la gota ha colmado el vaso y la ciudadanía ha salido de sus chalets y apartamentos de lujo a expresar su libre derecho a la disensión.
Mi instinto periodístico me llevó a adentrarme en las revueltas ilegales de esos sectores oprimidos e injustamente perseguidos, para ver si comprendía el fenómeno y generaba un poco de empatía en mi acomodada conciencia. Esta es mi crónica.
Tres perifolladas mujeres de edad sin definir debido a cierta tensión cutánea provocada por los excesos de botox y silicona, que en su día les costaron millones de pesetas, aparcan su Mercedes blanco en una callejuela aledaña y lo justifican: "mejor andar un poquito que dejar el coche en el mogollón, no sea que pase algo y nos lo arañen". Las valientes supervivientes de la rencorosa transición, armadas con ruidosas pero inofensivas sartenes caminaban orgullosas a defender su democrático derecho a discrepar. Por sus aspectos y por la época del año, me recordaron a las Madres de la Plaza de Mayo que pude conocer en Argentina (las de la foto) y de inmediato las imaginé en su juventud, corriendo delante de los grises en la "mani" después del asesinato de Yolanda González o tras los crímenes de Atocha.
Sigo avanzando y me encuentro a dos chavales que mis estupidos prejuicios me hacen considerarlos algo pijos. Me infiltro disimuladamente en su conversación:
-Los que lo están haciendo bien son los japoneses y los coreanos.
-¿Qué dices? si todo empezó allí y nos lo han mandado a nosotros.
-Que no, que empezó en China, que no tiene que ver con Japón o Corea del Sur.
-Para mí son todos iguales, tiene los ojos rajados y no puedo con ellos...
Hasta aquí pude oír la sesuda conversación entre los dos jovencitos que bajaban calle Madroños abajo hacia el epicentro de las revueltas Cayetanas por la libertad, ese curioso movimiento ciudadano alentado desde la injusta situación de quienes están sufriendo esta cuarentena más que nadie. El atuendo revolucionario les delataba: polo con logos muy grandes, bermudas, mocasines sin calcetín y mascarilla de diseño con bandera de España en los mofletes. La enseña nacional era el elemento unificador entre todos los asistentes a la clandestina concentración. Banderas de todos los tamaños, unas con mástil, otras tendidas sobre los hombros a modo pullover, algunas sobre "discretos" paraguas y muchas impresas o pintadas en los artilugios de protesta más variopintos (cacerolas, atizadores de la chimenea, palos de golf y hasta alguna rojigualda raqueta de pádel metálica). Agradecí la ausencia de bates de beisbol que creo recordar en las manos de alguno de ellos años atrás. La reafirmación nacional parecía el único argumento, con el himno nacional sonando a todo meter en un "loro" y sin ninguna pancarta reivindicativa, ni siquiera alguna bandera identitaria de menor o mayor rango, ya sea de la ciudad de Madrid, la Comunidad de Madrid o incluso la Comunidad Europea. Por encima de todo y de todos, querían demostrar su amor a la patria. Arengaba a las tropas una indignada abuela, cacerola en mano, desde la terraza de un amplio chalet de doble parcela y bandera con crespón negro izada junto a la piscina.
La "mani" no estaba autorizada y además está totalmente prohibido concentrarse en grupos por alto riesgo de contagio, pero nada podía parar a estos valientes y oprimidos luchadores por la libertad, ni siquiera el amenazante despliegue policial compuesto por un total de una furgoneta. Todos se estaban exponiendo a pagar la multa de más de 600 euros, a lo que hay que sumarle los intereses y la pérdida patrimonial resultante de desinvertir ese montante de la Sicav. El ideario del grupo era heterogéneo y quedaba reflejado en sus cánticos libertarios; quizás pecaban algo de inexperiencia y no habían estudiado demasiados eslogans, pero les sobraba con los dos que tenían "¡Libertad, libertad!" y "Sanchez, dimisión". Entre medias se oían algunos gritos un tanto soeces para gente de tan alto estatus social, que no voy a reproducir. Reconocí algunas caras de vecinos que me consta que están seriamente preocupados porque llevan dos meses sin servicio, que incluso tienen que pasar ellos mismos el cortacésped y hacerse la comida un par de días a la semana no sea que el motorista sudaca que trae el pedido les pueda contagiar. Solo los más previsores, que contrataron interna en lugar de asistenta, están llevando la situación con cierta dignidad. Supongo que estaría también el del Lamborghini de abajo de la calle, que solo puede sacar el coche una vez a la semana con la excusa de ir al Sanchez Romero, con lo que eso supone en pérdida de valor del vehículo. La falta de liquidez está obligando a muchos a desinvertir; el secuestro al que les tiene sometidos el Gobierno va a aumentar su factura de psiquiatra porque no hay quien aguante tanto tiempo dando vueltas al mismo jardín; las temperaturas no terminan de subir con lo cual la piscina no es más que un estorbo que consume un montón de agua y electricidad; además no hay ninguna medida específica para este colectivo que encima es víctima del mayor IBI de toda la ciudad.
El espíritu de solidaridad colectiva fue subiendo con la llegada de más camaradas, algunos con perros, otros con atuendos de caza y los más, con unos chalecos acolchados similares a los de Marty McFly. La mayoría se cubrían la cara con mascarillas, pero más bien por su espíritu subversivo y libertario, que por temor al virus, porque a juzgar por como se amontonaban en las aceras, no le tienen mucho miedo al bichito porque saben de sobra que a ellos no les puede pasar nada y si les pasa, no hay nada que la cuenta bancaria no arregle. Piensan. Hice un cálculo por conteo mental y rondaban las 150 personas, lo cual me inquietó porque la cosa está a punto de irse de madre.
Al final, antes de que empezara a diluviar, puse ruedas en polvorosa y di por concluida mi labor de enviado especial a tan conflictiva zona. El efecto empático se había producido y pasé delante de ellos esprintando para no contagiarme y sintiendo una enorme tristeza. ¡Qué pena dan!

jueves, 7 de mayo de 2020

REVUELTOS, PERO NO JUNTOS

Voy a echar un poco de fuego por la boca. Estoy deprimido o lo que viene a ser lo mismo, hasta los mismísimos cataplines. El rollito Bambi con el que empezó el cocinamiento se ha quedado limitado a las babosas y pastosas cuñas de radio que bombardean nuestra conciencia con sensiblones mensajes. Ya dediqué una entrada al insoportable "Ahora más que nunca" y a ese solidario llamamiento a la unidad para salir JUNTOS de esta situación. Los medios y los balcones supuraban lo mejor del ser humano y esa unidad nos iba a sacar de la dramática situación.
¡Unas narices! Ha bastado con encontrar el codiciado pico de la curva y ver la luz al final del túnel para que vuelva a emulsionar lo peor de nosotros. El miedo a la muerte se ha desvanecido y ha aflorado el pavor a la crisis que se avecina y eso implica volver a enfundarse la armadura de las grandes batallas: "El que más pueda que más haga". El telediario se ha convertido en un insoportable desfile de pseudo representantes de los distintos sectores reivindicando apoyo para sus negocios de una forma bastante poco solidaria y menos conciliadora. Empezaron los llamados servicios esenciales quejándose justificadamente de falta de protección, después los grandes sectores preocupados por la paralización industrial, poco después el mundo del famoseo también echó su lagrimita y ahora hay sitio para las quejas de tokiski, desde el fabricante de croissants rellenos de Nutella, al dependiente de viveros, pasando por los productores de chiclés de altas para carburadores de dos tiempos o los afiladores de hélices de embarcaciones de recreo. Cada uno tiene su momento de gloria en la tele, su "qué hay de lo mío" reivindicando medidas específicas para su sector y pidiendo que venga el ministro de turno a arreglar lo que el bichito ha destrozado. El "quien no llora, no mama" no debería ser la técnica principal para salir a flote.
Los artífices de esta deshumanización de la crisis son una vez más la clase política, o parte de ella, y sus vocíferos. Nadie parece darse cuenta, o se han olvidado muy pronto, de que el eslogan "Juntos salimos de esta" era verdad, que la pandemia precisa de unidad, de sumar entre todos, de ser civilizados y de extinguir fuegos en lugar de avivarlos. Y ya no te digo la crisis económica, solo se superará si se hace de ello una cuestión de estado para poder tomar drásticas medidas JUNTOS, en lugar de disfrutar con los fallos del "enemigo". Nunca pensé que nadie podría ser tan miserable y desleal con su país para intentar aprovecharse de una catástrofe de forma partidista. Hay que ser muy ruin para usar féretros y vidas humanas como argumentos para intentar subir en las putas encuestas o desgastar al rival.
Deberíamos dar por hecho que todos los gobernantes, ya sean del Gobierno central, de la Comunidad autónoma o del Ayuntamiento de turno, hacen todo lo posible y más para resolver la que se ha liado. Se equivocan de vez en cuando, no lo niego, a veces meten la pata de forma clamorosa, pero ninguno quisiéramos estar en su piel, gestionando este "merdé" y perdiendo el tiempo en defenderse de las zancadillas y palos en la rueda de la política cuñadista que ha invadido a este país. La España partida en dos de siempre tardará mucho más en salir de esta que si aplicaran todos el eslogan de Churchill: "Si ayudo a mi país, ayudo a mi partido" en lugar del "leña al mono, que da votos".
La crispación la han transmitido y contagiado a toda la población a través de las redes sociales. Hemos cambiado los abrazos por caceroladas, la solidaridad de los balcones por la desconfiada policía vecinal y las constructivas tertulias sobre el origen de la pandemia, por un "de qué se trata que me opongo". Si nos dejan salir son unos inconscientes, si no nos dejan van contra la libertad, si no nos informan son chavistas, si nos informan abusan de los medios, si no nos dejan correr son dictadores, si corremos todos juntos son inconscientes. Os juro que cada día enciendo la tele con miedo de presenciar en directo el suicidio de algún político (hace poco se quitó la vida uno en Alemania) y sueño con el día en el que algún presidente se suba al estrado, se dé la vuelta y nos haga un espectacular "calvo".
Os dejo, que a las ocho salgo a disparar runners y quemar coches.

sábado, 2 de mayo de 2020

THE MEMORY


Siempre me quedé con las ganas de ir a la farmacia a comprar ese medicamento que tanto anunciaban en la radio para recuperar la memoria. Si no lo hice es por ese complejo-pudor de reconocer el paso de los años. Son esos anuncios, como el de la disfunción eréctil, la caída del cabello o la pérdida de orina que siempre utilizan como prescriptor a algún famosete de los setenta que solo conocen los más mayorcitos, ya sea Concha Velasco o Javier Sánchez Vicario.
Hace poco tuve una conversación familiar sobre la capacidad de almacenamiento de ese disco duro que guarda nuestra memoria. Fue escuchando un disco de Nuevo Mester de Juglaría sobre los Comuneros. Hacía años que no lo oía, pero en una búsqueda rápida por la estantería de los CDs me di de bruces con él y decidí pincharlo. Según empezó a sonar, me invadió la euforia y empecé a cantar todos los temas como si las letras me estuvieran pasando en un teleprompter. Siempre he presumido (no sé cuál es su antónimo) de tener mala memoria, pero según sonó la música sabía que venía lo de “Juan Bravo picando espuelas…” o lo de “Don Carlos que a Adriano deja, un regente Cardenal, le ordena que con Toledo se proceda sin piedad” y resultaba que prácticamente me sabía la totalidad de las letras del disco. ¿Dónde coño se almacena esa información? Por muy grande que tenga la mollera no entiendo que haya sitio para todos los pilotos de velocidad, trial o motocross de los años ochenta, el antiguo Padre Nuestro (el nuevo ni de coña), la letra del caralsol y la Internacional, los pintores del renacimiento italiano y a su vez para todas las canciones que escuchaba en mi juventud.
A continuación me paseé por la habitación de los niños gritando “Castilla entera se siente comunera” pero salí escaldado ante las miradas de incomprensión y repudio dirigidas por mis vástagos.
Vivimos en la misma casa desde hace casi cincuenta años y eso significa que cada rincón está lleno de recuerdos, de fantasmas que te rememoran tu pasado, y ese disco me situó de inmediato en mi habitación de adolescente, con el pendón de Castilla colgado del techo y peleando con mi padre para que me dejara ir a Villalar de los Comuneros para asistir a la mani del 23 de abril. Él siempre ganaba con un argumento infalible, ¿cómo te vas a ir el día del cumpleaños de tu madre?.
Esos mismos recuerdos llegan a veces por los ojos o la nariz. Te asomas al jardín y ves las celindas en flor, las mismas que enloquecían a mi madre cada primavera, y ves que tu mujer ha heredado su pasión y sus manías y que de repente la casa está llena de jarrones con celindas cortadas dando olor y color a la casa, desde el baño a la cocina. Y te giras porque un fuerte olor te inoportuna y te encuentras con el jazmín en plena ebullición y te acuerdas de Antonio López oliéndolo una y otra vez y exclamando que huele a mierda, ante la carcajada y el rechazo de mi madre que consideraba insolente la afirmación.
Si hay algo que me gusta de esta crisis es la creciente inquietud social por desempolvar el pasado. Nos pasamos la puta vida diciendo que hay que mirar al futuro, que de nada sirve rememorar el pasado, pero no lo comparto para nada. El futuro se mira teniendo bien presente el pasado y cada día deberíamos dedicar un buen rato a pasear por lo que fuimos, por lo que nos dieron nuestros predecesores y rescatando su memoria, que es la nuestra. Seguid publicando fotos antiguas, molan mucho más que las de mañana.

domingo, 19 de abril de 2020

SÉ DÓNDE VIVES

¡Te conozco y sé donde vives! Era la peor de las amenazas. Te decía eso el malote del barrio y ya te habías defecado en la ropa interior o cagado en los calzones, como prefiráis. Eran tiempos en los que no existía la geolocalización, ni las redes sociales, ni siquiera los teléfonos móviles... Pero no temáis que no voy por ahí, no me voy a poner a defender el pasado frente al presente o el futuro ni a contaros batallitas de viejo sobre nuestras vivencias en los maravillosos años ochenta.
Vengo a hablar de una sensación incómoda que creo que muchos tenemos durante estos días, un extraño sentimiento de pérdida de intimidad cuando estamos precisamente en el lugar más íntimo que tenemos, nuestra casa. Tampoco estoy hablando de ese miedo pandémico tan aireado en los medios y utilizado políticamente, a perder derechos por la utilización de aplicaciones sanitarias que puedan geolocalizarte. No me dejo llevar demasiado por los alarmistas de la ciberseguridad que continuamente te acongojan con los peligrosísimos peligros que hay detrás de esta pantalla. Ya sé y he sufrido a alguno de los hackers malos malísimos y a alguno de los estafantes estafadores online. Soy consciente de que me pueden grabar viendo porno cualquier mañana de estas (soy muy de porno con el café) o me pueden robar las claves del Facebook y colgarme fotos paseando en bolas por la playa con la querida. Para eso tengo mis propias fórmulas para encriptar la información y que no puedan encontrar esas imágenes. Por otro lado no me siento mucho más inseguro en la red que en alguna incursión por el Bronx, por Oakland, por Dar es Salaam, por El Raval o por La Moraleja... En todas partes hay delincuentes.
Si la aplicación coronaria nos ayuda a acabar con el puto virus, bienvenida sea. Hace tiempo que desconté, como hace la bolsa, que Mark Zuckerberg se asoma diariamente a mi vida y que la CIA conoce todos mis movimientos. De hecho cada vez que abro el ordenador o el móvil les saludo (en inglés, claro) y ahora, que estoy viendo la serie Homeland, más todavía. Así que si próximamente me avisa de que el vecino tiene el virus no me sentiré más violado que cuando se entera de que quiero viajar a Cancún y me bombardea con mil ofertas. Asumo dolorosamente la perdida de ciertos derechos que han traído las nuevas tecnologías, pero celebrando que han servido para cambiar y democratizar el ocio en todo el planeta.
Lo que a mí me hace sentirme incómodo es que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, sepa dónde estuve ayer, dónde estoy ahora y dónde estaré mañana. Sabiendo que todos estamos presos, resulta especialmente alienante esa pérdida de intimidad geográfica, que cualquiera sepa que estás en tu casa, que te puedan escribir o llamar en cualquier momento y no tengas escapatoria. De hecho ha surgido toda una nueva enciclopedia de excusas para no contestar, muy distintas a las habituales. Lo de, estaba en el banco, tenía una reunión en el centro, voy al médico o tengo tutoría de mi hijo, ya no sirve y, en su defecto, están triunfando, tenía una videoconferencia, estaba ayudando a mi hijo con los deberes o me estaba duchando (ya sabéis que la gente no hace caca). Y menos mal que ya no existe la guía de teléfonos con su volumen azul "por direcciones".
Todos estamos presos y, más o menos, lo soportamos, pero eso de sentirte vigilado en todo momento, geolocalizado, cronolocalizado y hasta vídeolocalizado es una dependencia nueva que cuesta asumir. Te obliga a cumplir ciertos horarios que te gustaría romper, a vestirte adecuadamente, a contestar los mensajes antes que nunca y a estar acojonado por si entra una llamada de skype, facetime o Zoom o si suena el timbre de casa y aparece el malo malote a ajustar viejas cuentas pendientes.

lunes, 13 de abril de 2020

ROJO Y EN BOTELLA

Lo dicho ya no tengo ni Thermomix, ni transistor, ni móvil... La otra opción era pediros el suicidio colectivo y me da que vuestra fidelidad a este blog no es tan militante y, sobre todo, me echa para atrás la posibilidad de que nuestra muerte contribuyera a ampliar la lista de fallecidos por el puto virus, que pasáramos desapercibidos en medio de la estadística y que le fastidiáramos el día a algún político.
La otra opción era alcoholizarme, más de lo que estaba, tanto como se creen mis vecinos que estoy. Cada dos días salgo a tirar el vidrio y noto el aliento de los vecinos tras sus ventanas abiertas, escondidos entre los visillos y contando uno a uno los cascos que se estrellan contra el fondo del contenedor. Unos cuentan en español, otros en noruego y otros en francés, porque aunque vivan en un barrio pijo, también tienen el carnet de policía que se nos expidió a todos los ciudadanos el mismo día que se decretó el estado de alarma. Realmente no les oigo, pero sé que están allí y que están contando; lo sé porque si fuese yo el que viviera delante del contenedor, también lo haría. El caso es que merecen una explicación y aquí se la plasmo por si algún día se tropiezan con este blog, aunque creo que son poco de leer.
Como todo el mundo, en estos días toca hacer limpieza de despensas, vaciar armarios y neveras al máximo, para alargar el periodo de estanqueidad hogareña sin salir a comprar, a infectarte, a morir. Realmente no sé que es más peligroso, porque eso ha supuesto terminar con todos los botes de fabada Litoral, de menestra precocinada y de piña en almibar. En ese proceso de limpieza también hemos pasado por un minucioso control de fechas de caducidad para comprobar primero, que el cabronazo que escribe la maldita fecha es muy joven, ve muy bien y le gusta jugar al escondite. Por su culpa nos hemos zampado un chocolate a la taza vencido en 2018, una salsa bernesa de 2019 y un bote de setas confinadas caducado en 2014 (en el frasco ponía "consumir antes de: ver tapa" y les hice caso).
Pero lo peor ha sido con el vino: cuando empezó todo esto miré la estantería y me quedé tranquilo porque había suficiente género, pero pronto me di cuenta de que la bodega era un trampantojo, que realmente había cuatro o cinco botellas aceptables y el resto era el descarte de todas las comidas o fiestas celebradas en casa durante los últimos años, los restos de muchos naufragios. Es lo que tiene el arte y los artistas, que necesitan el vino para inspirarse y cada vez que hacemos un sarao se beben hasta el alcohol del Cristasol. Si conocieráis la calaña de la gente que acude a esos saraos entenderíais los vinos que había, que eran ya los que nadie quería al final de la fiesta. Por resumirlo, el mejor era el que nos regaló el pescadero en Navidad. Corchos de plástico, botellas de culo plano, etiquetas de impresora y mucho vino joven envejecido varios años junto a los bidones de gasolina de la moto, los botes de aceite y los sprays de pintura de mis hijos, a 40º en verano y bajo cero en invierno.
Como buen sumelier cada vez busco algo apropiado para la comida y me termino decantando (que bien traído) por alguno rojo y en botella. Y cada vez que he querido abrir una botella han terminado siendo tres (como cuando vienen amigos a cenar) pero por diferente motivo, unas por estar picadas y otras avinagradas. Lo malo es cuando tu mujer te dice a las nueve de la mañana y después de desayunar que le dés un vino para hacer carrilleras y tienes que abrir y probar cuatro botellas de cosecheros podridos. Ahí quería llegar yo, que sepan mis vecinos que dos terceras partes del vidrio que oyen explotar en el contenedor son botellas de vino infecto que alguien me regaló algún día y que un tipo de morro fino ha optado por tirar al fregadero. Y una última petición de anfitrión, si no te gusta el vino no regales vino o por lo menos gástate una pasta. Al vino, vino.

martes, 7 de abril de 2020

AHORA MÁS QUE NUNCA


Tres de cada dos anuncios que se emiten en la radio llevan incorporada la frase “ahora más que nunca”. Diez de cada ocho entrevistados terminan afirmando que “juntos lo conseguiremos”. Cien de cada sesenta periodistas incluyen en su crónica eso de “esta crisis ha sacado lo mejor y lo peor de la gente”. Y por supuesto,  el mil por ciento de los programas incorporan, preferiblemente en la despedida, una nueva versión del “Resistiré”. No aguanto más, me va a explotar la cabeza, los medios han entrado en bucle y os voy a proponer el suicidio colectivo si vuelvo a oír una de estas malditas coletillas que se han convertido en los grandes éxitos de la pandemia, los highlights de la cuarentena.
Esto me pasa por intentar estar sobreinformado, en contra de los que recomendaban los psicopredicadores. Tantas horas de radio, de telediarios, de periódicos online de aquí y allá y, por supuesto, tantos grupos de WhatsApp enviando memes, noticias falsas y gilipolleces han minado mi escaso sentido crítico, han mermado mi capacidad de aguante y han chamuscado mi paciencia. Paciencia… a tomar por saco la paciencia, mañana es muy posible que saque todo ese espíritu violento que sabéis que llevo dentro y estampe contra la pared el transistor (forma antigua de llamar a ese antiguo medio de comunicación denominado radio), reviente el televisor con la thermomix  (forma antigua de llamar a ese antiguo mezclador denominado batidora o Turmix) y tire el móvil al retrete (forma antigua de llamar a ese antiguo medio de depuración denominado váter como simplificación de la expresión inglesa “Water Closet”, que realmente significa armario de agua, pero que se sigue utilizando el anglicismo porque traducido quedaría muy feo eso de cagar en un armario de agua).  
Llevamos casi un mes encerrados en casa y esas rutinas que tanto nos recomendaban empiezan a ser demasiado rutinarias. Es lo que tienen las rutinas. Y uno “prende” el radio o el monitor con la esperanza de encontrar aire fresco y te das de bruces con publicidad e información más repetitiva que el alioli. Anuncios teñidos de falsa y oportunista solidaridad, información sobre gélidos números embalsamados, selfies de sanitarios quejándose de falta de material, asesores despeinados en casas con cuadros muy feos hablando de obviedades y famosos o deportistas muy solidarios cantando himnos ñoños o donando raquetas de  pin-pon por si pueden servir de respiradores. Y todos los días lo mismo.
De verdad, necesito una breve desconexión para apaciguar mi lado gore y evitar una situación todavía más dramática de lo que es. Sin duda tengo demasiada azúcar o melaza acumulada en el cuerpo y la ira me ha salido contra mi amada profesión periodística.
Menos mal que siempre tienes las breves pero brillantes moralejas o sentencias de Manuel Javois en la radio o los emocionantes e inteligentes cierres de Telediario de Carlos del Amor, que ayudan a calmar a Mr.Hyde cuando cae la noche.
Ya veis que ahora, más que nunca, esta crisis ha sacado lo mejor y lo peor de mí, pero juntos lo conseguiremos.

domingo, 5 de abril de 2020

UNA MONTAÑA DE LETRAS


Cuando te acabas un libro, te quedas vacío. Bueno, si el libro es bueno y te ha gustado, te quedas lleno, sientes una sensación de complicidad con ese mazacote de papel muy parecida al amor (sin sexo). El vacío que digo es mayor cuanto más te ha gustado el libro anterior, sientes que después de esa maravilla difícilmente vas a sentir el mismo placer leyendo cualquier otro ejemplar. Por eso cada vez que quedamos impactados por alguna obra, corremos a la estantería, la biblioteca o la librería a buscar otras cosas de ese mismo autor. De esa forma también huimos de esa montaña de libros pendientes que solemos tener en la mesilla y que nunca encuentran su momento.
Estos días están siendo muy propicios para la lectura y me he propuesto, como primer objetivo, acabar con la susodicha montaña de letras. Esta formación geodésica se crea por sedimentación de ejemplares que te van regalando o que has comprado porque en un momento dado te han interesado, pero que requieren de unas circunstancias muy concretas para su lectura y, no sé por qué, pero esas circunstancias son más escurridizas que el mismísimo pico de la curva. El monte en cuestión cuenta de nueve volúmenes que se supone que están los primeros en la lista de espera. Por detrás de ellos hay otra veintena que están en el estante de los "sin leer", alguno de ellos desde hace muchos años. De vez en cuando algún enchufado consigue escaparse de esa desesperante “cuarentena” de espera y adelanta por la izquierda a todos los de la mesilla, ante las evidentes quejas del resto de víctimas del overbooking literario.
El proceso selectivo por el que se permite a cualquiera de ellos el “upgrade” es muy exigente. Tiene que superar primero las cribas básicas de autor y obra, después ha de tener una presencia física atractiva (el marketing del libro es tan importante como el del vino o el de los calzoncillos), el grosor también es fundamental porque no siempre está uno con humor para enfrentarse a un tocho de ochocientas páginas, la temática tiene que pasar un examen psicotécnico para coincidir con el estado de ánimo del lector y una vez superado todo ese proceso, el lector elige el que le sale de la punta, en función de factores totalmente inescrotables.
En mi caso y debido a la edad, también afecta bastante el tamaño de la letra y la distribución en capítulos relativamente cortos que te permitan hacer paradas de vez en cuando y no tener que empezar cada día a releer todo para ver dónde te habías perdido cuando te quedaste dormido. También es importante saber lo que uno espera de un libro y en mi caso suele ser que me hagan pensar. Por eso me gusta más la no ficción, que no tiene un enredo argumental y normalmente conoces el desenlace, pero te hace darle vueltas al coco. No digo que la ficción no te haga pensar, pero está siempre más edulcorada o más sazonada que la propia realidad. Es una diferencia similar a la de los documentales y las películas; los partidos de fútbol oficiales y los amistosos o la pornografía y el sexo... Me gusta que cuando menos, estén "basados en hechos reales".
Otro factor a tener en cuenta es el objetivo de la lectura. Dependiendo de si lo que quieres es divertirte o formarte o informarte o… simplemente disfrutar el momento, porque sabes que dentro de dos semanas apenas recordarás nada de lo que has leído. Esa triste situación la conozco perfectamente y como muestra os diré que esta semana he terminado dos libros, uno de Giles Tremmlett que no sé como se llama y otro de no sé quién que se llama El Archipiélago del perro. También hay casos como el de mi amiga Olga, que abre cualquier libro y lo primero que hace es leerse la última página para evitar ansiedad durante la lectura.
Y después de este paseo por los cerros de Úbeda, volvemos a la montañita de la mesilla para tomar la difícil elección y nos encontramos "El Decamerón" de Boccaccio, que antes de discoteca fue escritor, y que lo recomendaron en la radio por su temática sobre una pandemia de peste; también está el último de Akutagawa antes de suicidarse; los dos que me faltaban de Thomas Bernhard con su brillante cenicismo; una antología de Borges con la letra tan pequeña que necesitaría lupa además de las gafas y un anecdotario del motociclismo de los años ochenta. Me parece que me voy a cantar el Resistiré, que ya me he aprendido la letra.

viernes, 3 de abril de 2020

MORIR DE VIEJO


No tuve abuelos y por tanto no pude despedirme de ellos. En cambio, sí vi morir a mis padres y desde entonces sé muy bien lo que es el dolor del alma. También fui consciente en aquellos duros momentos de lo mucho que supone el calor amigo. Incluso alguna vez escribí al respecto, que mi objetivo vital y el de cualquier bien nacido debía ser convocar el máximo número de personas a tu propio entierro. Es el mejor termómetro de que has hecho bien las cosas en la tierra y dejas atrás a mucha gente que te quiere. La opción contraria es estar solo en tu entierro porque eres un indeseable o porque has sobrevivido a todos los tuyos, lo cual me parece mucho más duro. Lo que nadie puede negar es que el objetivo de todos los humanos, por mucho que fanfarroneemos, es morir de viejos.
Esta mierda en la que estamos metidos nos está poniendo a prueba como civilización y esperemos que por lo menos sea la puerta para un nuevo escenario mucho más humano. Porque si hay algo que caracteriza la situación es la deshumanización de la muerte. Es normal en casos de pandemias, guerras o catástrofes en las que los fallecidos se cuentan por miles, las morgues son colectivas e incluso las fosas comunes son el destino final para tanta gente.
Aquí no hemos llegado a tanto, pero sí a la frivolización de los números y los mensajes. Cada día tomamos el aperitivo con las cifras de España y merendamos con las de Italia como si los números que te dan fuesen los datos de la bolsa o la clasificación de la Liga. ¿Cómo ha ido la cosa? Bien, se mantiene en la línea de toda la semana, 900 muertos, pero sube solo un 8%... Stop, stop, stop, rebobinemos, tomemos conciencia de lo que estamos oyendo y rebelémonos para no aceptar la frialdad matemática. Novecientos muertos son tres Boeing de los grandes estrellándose,  son cinco once emes cada día, son casi los muertos en accidente de tráfico en España a lo largo de todo un año… Y sobre todo son novecientas personas, con nombre y apellidos, con padres, hermanos e hijos, con amigos y con una vida vivida con todos sus detalles y su memoria tan emocionante y particular. Conocer solamente la historia de uno de ellos y sentir de cerca el dolor de los que le conocían te permite imaginar lo que supone esa multiplicación tan obscena que estamos acostumbrados a hacer en maremotos del Índico o en guerras de África, pero que revuelve un poco más el estomago cuando se trata de nuestros vecinos.
Además, esta deshumanización de la muerte viene en este caso complementada con el sadismo de la deshumanización de la despedida. Las circunstancias son las que son y no se puede culpar a nadie, pero como mínimo todos tenemos que ser empáticos con las familias que no pueden despedir a los suyos y con esas víctimas que tienen que despedirse de este mundo de esa forma tan anodina, por no decir humillante.
Y si todos estos argumentos os parecen poco dolorosos, quizás el más deprimente de todos sea esa miserable aceptación social de que los viejos tienen que morirse, esa autoprotección que nos lleva a todos a pensar que la enfermedad no nos tocará porque solo afecta a los ancianos y por suerte todavía no lo somos. Paremos, nuestros ancianos son lo más valioso que tenemos o por lo menos así debería ser, como en esos países que llamamos subdesarrollados y que basan su cultura y su jurisprudencia en las vivencias y opiniones de sus mayores, reunidos bajo un baobab.
Este límite insospechado de menosprecio a la tercera edad ha llegado a casos esperpénticos con gente apedreando autobuses con ancianos llegando a un pueblo o a la situación dramática de desamparo de tantas residencias.
Hemos dado por hecho que se tienen que morir y nos tranquilizamos porque en esas estadísticas que diariamente nos golpean solo hay viejos. Siempre es bueno recordar que algún día, ojalá, todos tendremos esa despreciable edad. Y quizás nos gustará ser algo más que una cifra y morirnos de viejos.

martes, 31 de marzo de 2020

EL PROFESOR


La de inglés ha mandado un mail con las instrucciones para acceder al Aula Virtual, pero en previsión de que no funcione, envía un documento en Word con los deberes: empezamos. Hay que hacer una redacción de ciencia ficción, pero los personajes hay que sacarlos del Power Point que hay en algún sitio de la nube o más bien tormenta en que se ha convertido la internés esta; después hay que usar el vocabulario que viene en el libro, escribirlo en el notebook de inglés, que debe ser el cuaderno, y una vez acabado fotografiarlo, pasarlo a PDF, tratar de subirlo al Educa Madrid y si no funciona, que no funciona, enviárselo por mail a la profesora. Sencillito (en inglés “little easy”).
El de mates ha buscado otro método y ha colgado instrucciones y deberes en el aula virtual, pero en previsión de que no funcione, que no funciona, ha decidido abrir una cuenta de Twitter y poner ahí los deberes. Vale. Hay que abrir Twitter, seguir la cuenta de mates del insti y buscar el hastag #2ºESO (trending topic), allí sale un enlace con un blog en el que vienen bien explicados los deberes a cumplimentar, con un enlace para descargar los ejercicios, que una vez descargados hay que imprimir, pero que están hechos en un formato que no imprime y hay que copiarlo antes en algún otro programa para poder imprimir, si es que a la impresora le da por imprimir, porque se está quedando sin tinta y nosotros estamos confitados porque hay un virus fuera de la impresora y del ordenador y no podemos salir a comprar carchutos de impresora. Si resuelves ese jeroglífico técnico luego el niño tiene que resolver unos veinte problemas algebráicos y si quiere se puede guiar por otros dos vídeos explicativos de la materia. Después hay que subirlo al aula virtual, si es que funciona, y esperar instrucciones para hacer un Kahoot. Como todos sabéis, para hacer un cajut tienes que ir a su web, meter tu nombre de usuario, que por supuesto no sabes, y una contraseña que eficientemente te ha enviado el profesor en el documento adjunto de instrucciones para el Kahoot. No funciona y me temo que tendremos que pasar otro día más de nuestra vida sin hacer un Kahoot, aún a sabiendas de que el chaval se va llevar un cero al cociente y bajo la cifra siguiente. En un momento de lucidez busco a ver si el profe ha dejado un mail para preguntarle, sí, aquí está: quienquiereaprobar@institutodemihijo.com. Qué simpático, nos ha salido creativo el profe de mates. Le escribo desde una cuenta que creo para la ocasión: quecoñoesunkahoot@elpadredelniñoquevaasuspender.com. Me contesta, abrimos el Kahoot y ¡Bingo!, está lleno de problemas de matemáticas que por supuesto el chaval no sabe hacer.
Hemos echado la mañana en el proceso de búsqueda de los deberes de mates y hemos fracasado, así que cambiamos de flanco, atacaremos por las “Marías”, nos vamos a Educación física. Por suerte tenemos jardín y el chico podrá correr un poquito para desfogarse. Miro el mail del profe y encuentro varios documentos adjuntos y enlaces a vídeos, power points y Karahos. Tiene que hacer una presentación sobre las distintas técnicas de pie y de mano en la escalada y después estudiarse un documento de tres folios con un pormenorizado estudio de las tácticas defensivas en fútbol. Hasta aquí podíamos llegar, no le voy a hacer perder ni un segundo más, cojo el papel y leo a carcajadas todo un tratado de soplapolleces mal escritas y con faltas ortográficas explicando que cuando un defensa sube al ataque, otro le hace la cobertura o que el jugador que no tiene el balón debe buscar huecos y ofrecerse para que sus compañeros puedan pasarle. Y yo, que me reconozco forofo del fútbol, termino compartiendo esa infantil pregunta que él se hace cada día: ¿de verdad esto me va a servir para algo en la vida?
Os he hablado de tres asignaturas, así que me faltan otras cinco o seis y todas tienen un procedimiento similar de descoordinación absoluta, distintos procesos para enviar los deberes y para entregarlos, distintas plataformas, no sé cuántas contraseñas y largas horas de investigación preparatoria para saber qué coño tiene el niño que hacer. A veces pienso que es una broma y que me están grabando los profes al otro lado de la pantalla. Y así llevamos quince días, empezamos por la mañana, lo intenta él y fracasa, lo intento yo y fracaso (somos igual de torpes, debe ser hijo mío) y al final terminamos dedicando a estudiar o resolver problemas mucho menos tiempo que en todo el proceso telescolar. Si queréis sigo, pero me parece que va a ser insufrible para vosotros como lo está siendo para mí.  Estoy en ese momento en que mataría al profesor y si no lo hago es porque soy yo.

PD: Todo mi respeto a la comunidad educativa que además de estar pasándolo mal, tiene que soportar la responsabilidad de formar a nuestros maleducados hijos, pero que quizás no tiene las herramientas necesarias ni las instrucciones adecuadas para coordinar eso que se llama telecolegio.

sábado, 28 de marzo de 2020

A AFEITARSE TOCA


En estos tiempos de incertidumbre florecen psicoconsejeros por doquier que nos recomiendan cómo vivir la cuarentena. Todos dicen lo mismo, que nos sometamos a rutinas, que marquemos horarios, que nos quitemos el pijama, que nos aseemos y, por supuesto, que pasemos la escobilla al retrete. Si no llega a ser por ellos…
Sin embargo ayer me atreví a tomar una decisión en su contra. Me pareció que esta es una oportunidad única para dejarme el pelo largo y volver a tener barba como en mi época sanfranciscana. Solicité permiso a los otros habitantes de la casa y me lo concedieron. Eso implicaba un importante ahorro de agua para la familia y la comunidad de Madrid, ya que tengo la costumbre de afeitarme en la ducha, alargando el tiempo de estancia bajo el chorrito.
Ya sabéis que la ducha, como el alcohol, es la musa que genera la máxima inspiración creativa y que las grandes decisiones se meditan bajo el agua (no es recomendable mezclarlos). Si supierais qué grandes ideas y proyectos han salido de un/una tío/tía en bolas mirando hacia arriba, con la boca abierta y dando vueltas sobre sí mismo/a sin ningún sentido. Y en esa situación me encontraba yo esta mañana cuando me ha llegado una revelación divina que me ha hecho cambiar de opinión y abortar el plan de dejar la barba crecer.
Resulta que llevo varios días oyendo una terrible información que dice que los hospitales y médicos, ante el desbordamiento, van a tener que priorizar y elegir a quién salvan y a quién no, en función de su estado y/o edad. No es nada nuevo, es lo mismo que se ha venido haciendo siempre en situaciones de crisis y cada día en los accidentes de tráfico, se atiende al herido salvable y se da una patada a la cabeza que rueda por el harcén (al que me corrija le cuento la segunda parte del chiste). La noticia es dramática y cruel, no ya por su realidad sino por su difusión: si eso fuese verdad, lo último que habría que hacer es comunicarlo y difundirlo para atemorizar a todos los ancianos. No voy a extenderme en la crítica a la irresponsabilidad periodística que tanto me enerva.
El caso es que he empezado a imaginar mi aspecto con barba de varios días o semanas, con este pelo desarreglado que me está empezando a clarear y directamente he visto el pulgar del emperador señalando hacia abajo. Si a mi estado convaleciente y mi mediana edad le sumamos una barba pordiosera y un virus con forma de corona, me temo que los doctores, según me vean me van a desahuciar. Así que entenderéis que haya salido como un poseso al supermercado a vaciar las estanterías de Gillettes, que tras la torpeza del gobierno de cerrar las peluquerías, mi vida corre peligro. Afeitaros y si os llevan al hospital poned cara de jóvenes robustos que os vais a salvar, aunque os estéis muriendo por dentro… os lo dice un experto psicopredicador.

jueves, 26 de marzo de 2020

LAS "PASTIS" DEL CORAZÓN


En febrero me voy al Sáhara y al quirófano. Sí, llevo varios años haciéndolo y no me sienta mal. Lo malo es que siempre que vuelvo de Tindouf pienso “ahora necesitaría tener una semanita de vacaciones sin salir de casa” y siempre que salgo del hospital me digo “quién pudiera quedarse en casa recuperándose una semanita”. Pues bien, esta vez, por prescripción médica, lo he hecho y además he juntado las dos semanitas. Las he utilizado para recuperarme, estar con la familia y limpiar los rodapiés. Pero también me ha servido para soñar. Y es que el último día de mi ingreso, el cardiólogo decidió cambiarme la medicación y recetarme una pastillita que me ayuda a mantener el ritmo cardiaco acompasado, pero que tiene el extraño efecto secundario de provocar sueños excesivamente realistas, ya sean pesadillas o pelis de amor y lujo. El caso es que es cierto y cada noche me adentro en una segunda vida. El primer día soñé con el hospital y con un cura que venía a ofrecerme sus servicios y se fue escaldado. Después me encontré rodeado en el recreo de mi hijo por decenas de adolescentes que me querían matar por haber criticado el Fortnite. Pero ayer la cosa se puso más chunga, se me fue mucho la cabeza y me vi envuelto en una pesadilla demasiado rocambolesca.
Resulta que un extraño virus invadía el mundo y contagiaba a diestro y siniestro a la gente, matando a miles de ancianos y a cualquiera que mostrara cierta debilidad. En mi estado de convalecencia me acojoné,  pero luego me relajé por el disparatado argumento del sueñecito. Todo el mundo era obligado a recluirse en sus casas, la gente hizo acopio de papel higiénico y algo de comida y se encerró en su domicilio con los móviles, la tele y el perro. La peña se lavaba las manos ochocientas veces al día y se cubría la cara con mascarillas o bragas.
Durante la primera semana la epidemia contagió a todo el mundo de un frenético entusiasmo, todos estábamos de vacaciones, podíamos hacer el vago, retomar esos quehaceres hogareños atrasados, limpiar las estanterías y desarrollar un solidario compañerismo solo comparable con los episodios de exaltación de la amistad de discoteca a las cuatro de la mañana. Las redes sociales dieron rienda suelta a toda la creatividad que la gente tenía escondida; los grupos de “guasap” se llenaron de divertidísimos memes y las casas de to-dios fueron expuestas sin ningún pudor (podríais colgar algún cuadro, cabrones).
Esa fase de euforia en la que hasta los políticos se llevaron bien, con una ejemplar lealtad que les unía frente al enemigo común, pronto cambió por un deprimente escenario en el que los balcones de la solidaridad se convirtieron en garitas de vigilancia. Las frías cifras de las estadísticas pasaron a tener nombres y apellidos (algunos famosos), las teles se llenaron de féretros, los dormitorios se deprimieron y la tensión empezó a merodear por todas partes.
Los políticos volvieron a dar el pistoletazo de salida para una nueva fase. Empezó la caza de brujas, la bronca y el mal rollito mientras los hospitales y tanatorios colapsaban y la economía se iba a la mierda. El puto bichito se extendió por todo el mundo creciéndose cada vez más y creando una auténtica escabechina al llegar a América, India o África. Cuando ya llevábamos todos más de un mes “confitados” en nuestras casas ocurrió algo increíble… Pero eso ya os lo contaré más adelante que por muy cuñado que sea, no soy todavía el “Capitán A Posteriori” y estas pastillas tampoco tienen tanto poder.