lunes, 25 de mayo de 2020

ROPA VIEJA

Mis hijos me apodan "El cubo de la basura". No está mal. Es original. Lo prefiero a papa, sin tilde. La causa no es otra que mi enfermiza negativa a tirar comida. Los hijos de la generación de la posguerra sufrimos mucho los amenazantes sermones parentales para que nos acabáramos el puré: "si supieras la suerte que tienes de tener un plato con comida" o "con la de niños que hay muriéndose de hambre en África..." o "una guerra tenías que haber pasado tú".  Por eso no puedo soportar que se quede comida en el plato de nadie y mucho menos que después se vaya a la basura. Y como terapia para luchar contra esa obsesiva manía, abro la boca y ejerzo de cubo, sin bolsa perfumada ni nada, porque al fin y al cabo es materia orgánica, compost y mi aparato digestivo tiene espacio más que suficiente para el reciclaje del trozo de pescado del peque, las judías verdes del mayor y los trozos de mandarina de la macedonia del mediano (el orden no tiene porque ser ese). Esa es la causa de mi pelea con la báscula, en la que siempre gana ella. El dicho de "lo que engorda es comer fuera de casa" ha sido la primera víctima de esta pandemia.
La otra forma de afrontar mi Diógenes culinario es a base de pequeñas donaciones a la nevera, inversiones en la alimentación familiar de los días venideros, pequeñas dosis de sobras que pueden salvarte el aperitivo de mañana y, si acumulas metódicamente, te evitan cocinar una de cada cinco comidas. Ayer me sonrojé porque uno de los chicos me afeó que guardara mi preciada mayonesa: "pero si queda una cucharada, ¿cómo puedes guardar eso, cutre?".  Evidentemente no le hice ni puñetero caso y la cucharadita ha servido para poner la guinda a dos exquisitos canapés de tomate con anchoa para el aperitivo de esta mañana. Admito que soy cutre y, si queréis, ruín y miserable, pero mi nevera está llena de salsas caducadas, medios limones ya exprimidos, medios tomates resecos, pedazos de queso manchego mutando a Roquefort, Coca Cola sin gas o un cacho de jengibre mohoso. A eso hay que añadirle los tuppers con paella revenida, ropavieja del cocido o boles llenos de algo, bajo papeles de plata que también se reciclan y cada día acogen a un invitado distinto bajo su techo. Sí, también reutilizo el papel de aluminio y hasta el plástico transparente ese. Qué gran inventor el tío Albal.
Pero ya que hablamos de ropa vieja y de Diógenes, dejadme que me adentre en otro aspecto que ha marcado nuestro carácter durante esta cuarentena, el fondo de armario. Mi hijo Martín lleva todo el confinamiento con una descolorida, dada de sí y deshilachada camiseta de merchand de cuando Jorge Prado se proclamó por primera vez campeón del mundo. Le he preguntado la causa, pensando en una respuesta emotiva, pero me ha contestado que se pone lo primero que hay en el cajón, con lo cual cada día se la encuentra limpia en la pole position. Lucio no tiene ese problema porque se ha pasado dos meses en pijama. No es un gran récord para alguien que cada vez que viaja al Sahara de pasa toda una semana disfrazado con un pijama de cocodrilo.
Los chicos hacen siempre lo que ven en casa y he de reconocer que a lo largo de estos 70 días solo he usado dos jerseys, unos pantalones largos y otros cortos y una selección de los polos más cutres que habitan en mis cajones. Con el ventajismo que te otorga saber que no vas a visitar a nadie, ni nadie te va a visitar, se nos ha presentado una oportunidad única para tirar de lo más hondo y profundo del armario. En mi caso estoy redescubriendo la moda, con vaqueros de lo años noventa (os juro que he encontrado fotos de esa época en que los llevaba puestos), rajados por las rodillas a base de uso y no de criterios estéticos. Lo tomaréis a guasa, pero mi indumentaria de confinamiento está cargada de memoria histórica y sus agujeros expresan emocionantes acontecimientos de mi vida. Son como muescas en el revolver. Cada vez que me pongo los pantalones quemados, recuerdo las hogueras en el pueblo al que ahora no puedo ir. Cuando saco las sudaderas del cajón polvoriento, me encuentro un montón de marcas pijipis que ya han cambiado de logo o desaparecido; prendas apolilladas que me rememoran los tiempos de Galerías Preciados, Simeon, Sepu, Simago o el mismísimo Pryca. Los que estéis pensando en Saldos Arias, sois todavía más viejos. El polo blanco con goteras rojas me recuerda que mi pasado, presente y futuro está ligado a la pintura. El polo morado con un agujero en la espalda me regaña por mi patosería cortando etiquetas. El jersey con pegotes de cemento cola reconfirma mis escasas dotes para el bricolaje. Y así podría seguir con las zapatillas que dejan ver las uñas, los calcetines gazpacheros o los calzoncillos con vistas.
Si a ello le sumamos que la plancha no ha entrado dentro de los planes de conciliación familiar y hemos optado por el viejo principio de "la arruga es bella", hay que reconocer que uno va hecho un pincel. Ahora que parece que vemos la luz al final del túnel, tendré que volver a mis mejores galas y deshacerme de todos estos harapos que me han acompañado en este viaje. Os avisaré cuando los ponga en Wallapop, saldrán a buen precio y con cada prenda regalo un tupper de mayonesa.

sábado, 16 de mayo de 2020

LA MANIFA

Ayer estuve de manifestación. Vivo desde hace cincuenta años en una de las zonas más castigadas por la injusticia social, el deprimido Parque Conde de Orgaz. Nunca había visto ninguna protesta en el barrio o mejor dicho la "urba", ni siquiera cuando quitaron las barreras que impedían el acceso a cualquier extraño al vecindario, ni cuando obligaron a pagar a escote el servicio de vigilancia, ni cuando instalaron embajadas de países tan conflictivos como Iraq o Ukrania con lo que implica de visitas de gente extraña a la zona. Esta vez la gota ha colmado el vaso y la ciudadanía ha salido de sus chalets y apartamentos de lujo a expresar su libre derecho a la disensión.
Mi instinto periodístico me llevó a adentrarme en las revueltas ilegales de esos sectores oprimidos e injustamente perseguidos, para ver si comprendía el fenómeno y generaba un poco de empatía en mi acomodada conciencia. Esta es mi crónica.
Tres perifolladas mujeres de edad sin definir debido a cierta tensión cutánea provocada por los excesos de botox y silicona, que en su día les costaron millones de pesetas, aparcan su Mercedes blanco en una callejuela aledaña y lo justifican: "mejor andar un poquito que dejar el coche en el mogollón, no sea que pase algo y nos lo arañen". Las valientes supervivientes de la rencorosa transición, armadas con ruidosas pero inofensivas sartenes caminaban orgullosas a defender su democrático derecho a discrepar. Por sus aspectos y por la época del año, me recordaron a las Madres de la Plaza de Mayo que pude conocer en Argentina (las de la foto) y de inmediato las imaginé en su juventud, corriendo delante de los grises en la "mani" después del asesinato de Yolanda González o tras los crímenes de Atocha.
Sigo avanzando y me encuentro a dos chavales que mis estupidos prejuicios me hacen considerarlos algo pijos. Me infiltro disimuladamente en su conversación:
-Los que lo están haciendo bien son los japoneses y los coreanos.
-¿Qué dices? si todo empezó allí y nos lo han mandado a nosotros.
-Que no, que empezó en China, que no tiene que ver con Japón o Corea del Sur.
-Para mí son todos iguales, tiene los ojos rajados y no puedo con ellos...
Hasta aquí pude oír la sesuda conversación entre los dos jovencitos que bajaban calle Madroños abajo hacia el epicentro de las revueltas Cayetanas por la libertad, ese curioso movimiento ciudadano alentado desde la injusta situación de quienes están sufriendo esta cuarentena más que nadie. El atuendo revolucionario les delataba: polo con logos muy grandes, bermudas, mocasines sin calcetín y mascarilla de diseño con bandera de España en los mofletes. La enseña nacional era el elemento unificador entre todos los asistentes a la clandestina concentración. Banderas de todos los tamaños, unas con mástil, otras tendidas sobre los hombros a modo pullover, algunas sobre "discretos" paraguas y muchas impresas o pintadas en los artilugios de protesta más variopintos (cacerolas, atizadores de la chimenea, palos de golf y hasta alguna rojigualda raqueta de pádel metálica). Agradecí la ausencia de bates de beisbol que creo recordar en las manos de alguno de ellos años atrás. La reafirmación nacional parecía el único argumento, con el himno nacional sonando a todo meter en un "loro" y sin ninguna pancarta reivindicativa, ni siquiera alguna bandera identitaria de menor o mayor rango, ya sea de la ciudad de Madrid, la Comunidad de Madrid o incluso la Comunidad Europea. Por encima de todo y de todos, querían demostrar su amor a la patria. Arengaba a las tropas una indignada abuela, cacerola en mano, desde la terraza de un amplio chalet de doble parcela y bandera con crespón negro izada junto a la piscina.
La "mani" no estaba autorizada y además está totalmente prohibido concentrarse en grupos por alto riesgo de contagio, pero nada podía parar a estos valientes y oprimidos luchadores por la libertad, ni siquiera el amenazante despliegue policial compuesto por un total de una furgoneta. Todos se estaban exponiendo a pagar la multa de más de 600 euros, a lo que hay que sumarle los intereses y la pérdida patrimonial resultante de desinvertir ese montante de la Sicav. El ideario del grupo era heterogéneo y quedaba reflejado en sus cánticos libertarios; quizás pecaban algo de inexperiencia y no habían estudiado demasiados eslogans, pero les sobraba con los dos que tenían "¡Libertad, libertad!" y "Sanchez, dimisión". Entre medias se oían algunos gritos un tanto soeces para gente de tan alto estatus social, que no voy a reproducir. Reconocí algunas caras de vecinos que me consta que están seriamente preocupados porque llevan dos meses sin servicio, que incluso tienen que pasar ellos mismos el cortacésped y hacerse la comida un par de días a la semana no sea que el motorista sudaca que trae el pedido les pueda contagiar. Solo los más previsores, que contrataron interna en lugar de asistenta, están llevando la situación con cierta dignidad. Supongo que estaría también el del Lamborghini de abajo de la calle, que solo puede sacar el coche una vez a la semana con la excusa de ir al Sanchez Romero, con lo que eso supone en pérdida de valor del vehículo. La falta de liquidez está obligando a muchos a desinvertir; el secuestro al que les tiene sometidos el Gobierno va a aumentar su factura de psiquiatra porque no hay quien aguante tanto tiempo dando vueltas al mismo jardín; las temperaturas no terminan de subir con lo cual la piscina no es más que un estorbo que consume un montón de agua y electricidad; además no hay ninguna medida específica para este colectivo que encima es víctima del mayor IBI de toda la ciudad.
El espíritu de solidaridad colectiva fue subiendo con la llegada de más camaradas, algunos con perros, otros con atuendos de caza y los más, con unos chalecos acolchados similares a los de Marty McFly. La mayoría se cubrían la cara con mascarillas, pero más bien por su espíritu subversivo y libertario, que por temor al virus, porque a juzgar por como se amontonaban en las aceras, no le tienen mucho miedo al bichito porque saben de sobra que a ellos no les puede pasar nada y si les pasa, no hay nada que la cuenta bancaria no arregle. Piensan. Hice un cálculo por conteo mental y rondaban las 150 personas, lo cual me inquietó porque la cosa está a punto de irse de madre.
Al final, antes de que empezara a diluviar, puse ruedas en polvorosa y di por concluida mi labor de enviado especial a tan conflictiva zona. El efecto empático se había producido y pasé delante de ellos esprintando para no contagiarme y sintiendo una enorme tristeza. ¡Qué pena dan!

jueves, 7 de mayo de 2020

REVUELTOS, PERO NO JUNTOS

Voy a echar un poco de fuego por la boca. Estoy deprimido o lo que viene a ser lo mismo, hasta los mismísimos cataplines. El rollito Bambi con el que empezó el cocinamiento se ha quedado limitado a las babosas y pastosas cuñas de radio que bombardean nuestra conciencia con sensiblones mensajes. Ya dediqué una entrada al insoportable "Ahora más que nunca" y a ese solidario llamamiento a la unidad para salir JUNTOS de esta situación. Los medios y los balcones supuraban lo mejor del ser humano y esa unidad nos iba a sacar de la dramática situación.
¡Unas narices! Ha bastado con encontrar el codiciado pico de la curva y ver la luz al final del túnel para que vuelva a emulsionar lo peor de nosotros. El miedo a la muerte se ha desvanecido y ha aflorado el pavor a la crisis que se avecina y eso implica volver a enfundarse la armadura de las grandes batallas: "El que más pueda que más haga". El telediario se ha convertido en un insoportable desfile de pseudo representantes de los distintos sectores reivindicando apoyo para sus negocios de una forma bastante poco solidaria y menos conciliadora. Empezaron los llamados servicios esenciales quejándose justificadamente de falta de protección, después los grandes sectores preocupados por la paralización industrial, poco después el mundo del famoseo también echó su lagrimita y ahora hay sitio para las quejas de tokiski, desde el fabricante de croissants rellenos de Nutella, al dependiente de viveros, pasando por los productores de chiclés de altas para carburadores de dos tiempos o los afiladores de hélices de embarcaciones de recreo. Cada uno tiene su momento de gloria en la tele, su "qué hay de lo mío" reivindicando medidas específicas para su sector y pidiendo que venga el ministro de turno a arreglar lo que el bichito ha destrozado. El "quien no llora, no mama" no debería ser la técnica principal para salir a flote.
Los artífices de esta deshumanización de la crisis son una vez más la clase política, o parte de ella, y sus vocíferos. Nadie parece darse cuenta, o se han olvidado muy pronto, de que el eslogan "Juntos salimos de esta" era verdad, que la pandemia precisa de unidad, de sumar entre todos, de ser civilizados y de extinguir fuegos en lugar de avivarlos. Y ya no te digo la crisis económica, solo se superará si se hace de ello una cuestión de estado para poder tomar drásticas medidas JUNTOS, en lugar de disfrutar con los fallos del "enemigo". Nunca pensé que nadie podría ser tan miserable y desleal con su país para intentar aprovecharse de una catástrofe de forma partidista. Hay que ser muy ruin para usar féretros y vidas humanas como argumentos para intentar subir en las putas encuestas o desgastar al rival.
Deberíamos dar por hecho que todos los gobernantes, ya sean del Gobierno central, de la Comunidad autónoma o del Ayuntamiento de turno, hacen todo lo posible y más para resolver la que se ha liado. Se equivocan de vez en cuando, no lo niego, a veces meten la pata de forma clamorosa, pero ninguno quisiéramos estar en su piel, gestionando este "merdé" y perdiendo el tiempo en defenderse de las zancadillas y palos en la rueda de la política cuñadista que ha invadido a este país. La España partida en dos de siempre tardará mucho más en salir de esta que si aplicaran todos el eslogan de Churchill: "Si ayudo a mi país, ayudo a mi partido" en lugar del "leña al mono, que da votos".
La crispación la han transmitido y contagiado a toda la población a través de las redes sociales. Hemos cambiado los abrazos por caceroladas, la solidaridad de los balcones por la desconfiada policía vecinal y las constructivas tertulias sobre el origen de la pandemia, por un "de qué se trata que me opongo". Si nos dejan salir son unos inconscientes, si no nos dejan van contra la libertad, si no nos informan son chavistas, si nos informan abusan de los medios, si no nos dejan correr son dictadores, si corremos todos juntos son inconscientes. Os juro que cada día enciendo la tele con miedo de presenciar en directo el suicidio de algún político (hace poco se quitó la vida uno en Alemania) y sueño con el día en el que algún presidente se suba al estrado, se dé la vuelta y nos haga un espectacular "calvo".
Os dejo, que a las ocho salgo a disparar runners y quemar coches.

sábado, 2 de mayo de 2020

THE MEMORY


Siempre me quedé con las ganas de ir a la farmacia a comprar ese medicamento que tanto anunciaban en la radio para recuperar la memoria. Si no lo hice es por ese complejo-pudor de reconocer el paso de los años. Son esos anuncios, como el de la disfunción eréctil, la caída del cabello o la pérdida de orina que siempre utilizan como prescriptor a algún famosete de los setenta que solo conocen los más mayorcitos, ya sea Concha Velasco o Javier Sánchez Vicario.
Hace poco tuve una conversación familiar sobre la capacidad de almacenamiento de ese disco duro que guarda nuestra memoria. Fue escuchando un disco de Nuevo Mester de Juglaría sobre los Comuneros. Hacía años que no lo oía, pero en una búsqueda rápida por la estantería de los CDs me di de bruces con él y decidí pincharlo. Según empezó a sonar, me invadió la euforia y empecé a cantar todos los temas como si las letras me estuvieran pasando en un teleprompter. Siempre he presumido (no sé cuál es su antónimo) de tener mala memoria, pero según sonó la música sabía que venía lo de “Juan Bravo picando espuelas…” o lo de “Don Carlos que a Adriano deja, un regente Cardenal, le ordena que con Toledo se proceda sin piedad” y resultaba que prácticamente me sabía la totalidad de las letras del disco. ¿Dónde coño se almacena esa información? Por muy grande que tenga la mollera no entiendo que haya sitio para todos los pilotos de velocidad, trial o motocross de los años ochenta, el antiguo Padre Nuestro (el nuevo ni de coña), la letra del caralsol y la Internacional, los pintores del renacimiento italiano y a su vez para todas las canciones que escuchaba en mi juventud.
A continuación me paseé por la habitación de los niños gritando “Castilla entera se siente comunera” pero salí escaldado ante las miradas de incomprensión y repudio dirigidas por mis vástagos.
Vivimos en la misma casa desde hace casi cincuenta años y eso significa que cada rincón está lleno de recuerdos, de fantasmas que te rememoran tu pasado, y ese disco me situó de inmediato en mi habitación de adolescente, con el pendón de Castilla colgado del techo y peleando con mi padre para que me dejara ir a Villalar de los Comuneros para asistir a la mani del 23 de abril. Él siempre ganaba con un argumento infalible, ¿cómo te vas a ir el día del cumpleaños de tu madre?.
Esos mismos recuerdos llegan a veces por los ojos o la nariz. Te asomas al jardín y ves las celindas en flor, las mismas que enloquecían a mi madre cada primavera, y ves que tu mujer ha heredado su pasión y sus manías y que de repente la casa está llena de jarrones con celindas cortadas dando olor y color a la casa, desde el baño a la cocina. Y te giras porque un fuerte olor te inoportuna y te encuentras con el jazmín en plena ebullición y te acuerdas de Antonio López oliéndolo una y otra vez y exclamando que huele a mierda, ante la carcajada y el rechazo de mi madre que consideraba insolente la afirmación.
Si hay algo que me gusta de esta crisis es la creciente inquietud social por desempolvar el pasado. Nos pasamos la puta vida diciendo que hay que mirar al futuro, que de nada sirve rememorar el pasado, pero no lo comparto para nada. El futuro se mira teniendo bien presente el pasado y cada día deberíamos dedicar un buen rato a pasear por lo que fuimos, por lo que nos dieron nuestros predecesores y rescatando su memoria, que es la nuestra. Seguid publicando fotos antiguas, molan mucho más que las de mañana.