viernes, 2 de noviembre de 2018

FABADA JAPONESA

La fabada estaba espectacular, como la de los mejores restaurantes de Asturias. Todos han repetido y han elogiado a los cocineros sin percatarse de que eran simplemente dos latas de Litoral recalentadas. Habrá que esperar a la tarde para ver si el guiso precocinado tiene efectos secundarios. A buen seguro que los tendrá. He dudado si reconocer el sacrilegio, pero habíamos pactado que guardaríamos el secreto para evitar los lógicos prejuicios. Qué difícil es guardar secretos y qué poca gente sabe hacerlo. Ha sido una buena sobremesa después del genocidio. Los avispones que han anidado en el ático han tenido un triste pero inevitable final. Anoche pasamos por momentos de pánico viendo a esos monumentales insectos volando de un lado al otro de la cámara en busca de una salida o de un humano al que inyectar. Ahora me rodean sus cadáveres, algunos aún se retuercen moribundos para provocar a mi asesina conciencia. No son avispas asiáticas porque según nos han informado los bomberos, todavía no han llegado a esta zona. La única solución era llamar a una empresa de detección de plagas para que acudieran con sus disfraces rojos (las avispas no ven bien el color rojo) y las pulverizaran. Como había que esperar bastantes días y muchos euros, al final he decidido pasar a la acción. Mi atuendo es ridículo y los chicos me lo constatan con sus risas, pero noto que el pequeño se siente protegido por ese poder sobrehumano que solo los padres tienen. Tengo que salvarle de una picadura que puede llegar a ser mortal. Son gigantes. El nido está dentro del pladur de casa y pueden aparecer por cualquier sitio, pero el traje ignífugo me protege. Vacío el bote entero de Raid multiinsectos y van saliendo del escondite envueltas en mejunje blanco. En el interior de la casa ya solo quedan crujientes insectos esparcidos por el suelo y un insoportable pero recomfortante olor a insecticida. He seguido los consejos de bomberos y técnicos matabichos y eso tranquiliza de alguna forma mi instinto demoledor. Nunca fui animalista, pero aunque bromee con el peque amenazándole de que si no apaga el ordenador algún lindo gatito morirá, tampoco soy tan salvaje. Cuando era pequeño también pensaba que mi padre me salvaría de cualquier peligro. Cuando murió tuve esa angustiosa sensación de estar solo ante el peligro, sin nadie que pudiera hacer una llamada a un amigo o darte un consejo milagroso. Hay un momento en la vida en el que tienes que dar un paso adelante, esconderte por la noche para envolver regalos o apagar las luces que los tuyos van dejando encendidas. Sigo con la doble obsesión de la tarifa de la luz. Por el día es más cara y por la noche es más barata, así que el lavaplatos no se pone hasta las once. Lo que es curioso es que en la casa del pueblo, como no tiene tarifa nocturna, nadie se preocupa por el consumo y las luces están siempre encendidas como si allí el voltio fuese gratuito. Con los años uno se va volviendo tacaño y arisco. El otro día vi las fotos que mi mujer había tomado del viaje a Japón; me sorprendió que en ellas salía mucho yo. De todos los viajes familiares solo tengo fotos de ella y de los chicos, pero yo apenas salgo. Soy poco de selfies. Me deprimió verme tan serio, con cara de enfadado casi siempre y me propuse hacer un esfuerzo para evitarlo en el futuro. Yo no soy así. Normalmente estoy feliz y contento por dentro, pero mi cara denota al exterior preocupación y enfado y me jode un montón. Claro que todos tenemos preocupaciones, múltiples y de distinta gravedad, pero es el coco el que ahonda en ellas y a veces no te deja dormir. Cuando no te sobresaltas por la noche con algún mal rollo laboral, lo haces con el examen del niño, el comentario del vecino o las avispas que invaden tu hogar. La mente es mucho más peligrosa que el entorno. En el fondo lo que te preocupa es que los de alrededor estén bien. Una vez alguien me preguntó si prefería regalar o que me regalaran. Solo los niños pequeños eligen la segunda. Por eso nos gusta tanto ser anfitriones y cuidar a los amigos, con una buena fabada y en una casa sin avispas. Y después, cuando se han marchado quedarte un rato leyendo las delicatesen de Dazai y escribiendo cuatro líneas intentando imitar su estilo. Para ir a Japón nos leímos cinco o seis libros de este simpático y desquiciado suicida y como podéis ver seguimos enganchados a él y al país del sol naciente. Habrá que volver. Como decía un amigo saharaui, se me están empezando a mezclar las tripas... y la mente.