viernes, 7 de diciembre de 2018

EL COCHE DE CAMUS

Albert Camus murió en un accidente de tráfico. Entre los hierros retorcidos del coche se encontró una bolsa que contenía un largo manuscrito con la obra que estaba terminando en aquellos días. La maldita carretera acabó con la vida de uno de los escritores más geniales que ha dado la raza humana y que, como tal, había sido ya reconocido con la máxima distinción a la que puede aspirar un literato. A sus 47 años, el francés, nacido y criado en Argelia, era ya toda una institución mundial con el premio Nobel acreditando su magia en la escritura, perfectamente reflejada en La Peste, El Extranjero, Calígula y otras tantas obras maestras.
Sin embargo, el escritor acababa de ser entrevistado en una revista y en su póstuma conversación reconocía que su carrera literaria acababa de empezar, que él sentía que era entonces cuando estaba comenzando a escribir bien y que todo lo que estaba por venir era mejor que lo que había quedado atrás. De alguna forma es el devenir lógico de cualquier carrera artística, basada en la creatividad, pero también en las vivencias, en la técnica cada vez más depurada y en la experiencia vital que poco a poco se va plasmando en el papel. El manuscrito, con todas sus anotaciones a pie de página y sus múltiples correcciones, terminó siendo otra de sus obras maestras, "El primer hombre", una deliciosa novela autobiográfica altamente recomendable para entender la sociedad de entreguerras, las calamidades de los emigrantes en el norte de África o el vacío vital de uno de tantos huérfanos de guerra. Leyendo ese emocionante relato y conociendo el trágico final de su autor, uno no puede dejar de preguntarse en cada línea, cómo hubiera sido la obra de Albert Camus si la carretera no hubiera segado su vida. Si "La Peste" era ya acongojante y su autobiografía te encoge el corazón, cómo iban a ser las obras de su madurez, ahora que empezaba a ser un autor adulto.
El pintor Lucio Muñoz, cuando vislumbró que el cáncer le estaba ganando la partida, una tarde de principios de mayo, comentó amargamente a uno de sus hijos que lo que peor llevaba de tenerse que morir era que sentía que justo en ese momento estaba llegando a su plenitud como artista, que después de una trayectoria coherente y creciente, se encontraba en ese zenit creativo en el que las dudas habían sido vencidas y que su trabajo contaba con el más importante de los reconocimientos, el del propio artista. Sentado en su sillón de orejas, mirando al ya florecido jardín y escuchando, como cada tarde, a Julia Otero y al profesor Delgado, sentía la angustia de la cercana muerte no como un mal natural personal sino como el desastre en una esforzada carrera artística que era truncada por la enfermedad.
La semana pasada, cuando se inauguraba en la galería Marlborough la exposición conmemorativa del veinte aniversario de su desaparición, los hijos respondimos a algunas preguntas de familiares y amigos. "¿Qué época de su trayectoria es la mejor?" Y nosotros contestábamos que todas, pero en el fondo sabiendo que la última es siempre la mejor, la que el artista estaba llevando a cabo plenamente convencido de estar recogiendo en una tabla todo lo vivido y lo sumado a lo largo de todos esos años de continuo aprendizaje.
Camús murió muy joven, como otros tantos genios. Lucio murió con 68 años, edad también escasa para un artista que en esos momentos hablaba a gritos con su pintura. No soy nadie para hacer un análisis crítico de su obra, pero sí sé que paseando por la galería, ante esas maderas más o menos vestidas, más o menos desnudas, siempre me embarga la misma pregunta que todos se hacen con Camus y los otros genios que el destino nos robó: ¿Cómo hubiera sido la obra de Lucio si la quimio hubiese triunfado?
A veces me reconforta irme a dormir imaginando esos cuadros que no llegaron a ver la luz y ya de paso imaginándole a él, silbando feliz, como siempre, ante una nueva obra que consideraba terminada.

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