jueves, 12 de enero de 2017

EL NEGOCIO DEL MIEDO

Con ese estilazo en el vestir que uno tiene desde que nació, hace unas semanas estuve a punto de sufrir un grave contratiempo. Entré en mi habitación y sobre la cama encontré una maleta repleta de polos; sí, mis famosos y cochambrosos polos, con los que visto los 465 días del año, estaban dobladitos uno a uno y preparados para irse de casa. Alrededor, todos los armarios abiertos, los cajones desordenados, ropa por los suelos y pisadas embarradas en el suelo. Si a eso le sumamos que una ventana estaba forzada y que dentro estaba la policía con mis hermanos, podemos llegar a la perspicaz conclusión de que se trataba de un robo. Según explicó el agente, se trataba del robo más habitual, en el que buscan dinero y/o joyas, pero que por algún motivo habían salido corriendo antes de tiempo y por eso no se llevaron la bolsa que meticulosamente habían preparado con una veintena de polos de saldo. Dinero no hay, que yo sepa (igual se dejó mi padre algo escondido debajo de algún ladrillo) y joyas...me parto la picha. Así que lo más valioso que encontraron los peligrosos cacos fueron mis polos... ¡pobrecillos!, mis polos y los cacos, ¡qué penita me dan!
A partir de ese momento y una vez superado el susto de imaginar una nueva vida sin mis roídos polos, empezaron a merodear los buitres por casa. Primero se acercó a ofrecer sus servicios personalizados de seguridad el borrachuzo vigilante de una casa del vecindario, que tuvo que salir con el rabo entre las piernas; a continuación llamaron de nuestra antigua compañía de alarmas a ofrecer tarifas planas y ofertas inigualables que se metieron por donde les cabió o quepió (lo de cupo queda horrible), y al final se presentó en casa y se metió hasta dentro una comercial de otra compañía que se había enterado del robo por un vecino. Todos ellos fueron despachados con la misma sensibilidad que ellos demostraron al acudir como rapaces a sacar provecho de la desgracia ajena.
Pero el cabreo por impotencia que generan este tipo de hechos no es nada comparado con el que me cojo cada día cuando escucho una cuña de radio que no para de sonar. Se trata de un estúpido diálogo entre dos vecinos comentando el robo que ha sufrido uno de ellos y lo habituales que están siendo estos atracos en el barrio, un burdo anuncio de una compañía que no menciono, para no hacerles publicidad y para que no me extorsionen, con el único y exclusivo objetivo de amedrentar a la población y vender más sistemas de alarmas.
Es increíble que todo valga por el dinero, que se juegue vilmente con el miedo ciudadano para hacer negocio. En mi opinión es algo que supera todos los límites éticos y que los marketinianos y creativos deberían autocontrolar. Está claro que al sector de las alarmas y la seguridad le interesa claramente que haya muchos atracos y se cree una enorme psicosis ciudadana, pero de eso a provocarla ellos mismos con su publicidad, hay un trecho ético y moral gigantesco.
Sería muy peligroso que otros sectores utilizaran ese mismo tipo de reclamos basados en la más temida de las emociones: el miedo. Parece que escucho ya varias cuñas: "Mi vecino ha muerto de infarto porque tenía el colesterol muy alto ya que no comía alcachofas La Huerta", "Nuevo Troncomóvil, con sistema de frenado inteligente para que no tengas que llorar la muerte de tus familiares", "pásate al cigarrillo electrónico Nicotronic y evita la metástasis en tus pulmones", "Abogados pleitoceno no te imaginas lo fácil que es entrar en la cárcel".
Vivimos en la sociedad del miedo, en la que no nos atrevemos a tomar grandes decisiones ni a enfrentarnos al status quo, por miedo, mientras las grandes corporaciones y los gobiernos se encargan de expandir todos esos temores. Miedo a perder el trabajo, miedo a la mala salud, miedo a los ataques terroristas, miedo a los ciberataques, miedo al futuro... Pero en esta ocasión me ha parecido demasiado descarada la utilización del miedo para vender. Demasiado obscena.
Y me he acordado de una vieja denuncia rebelde: "¿quién vigila a los que nos vigilan?"

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