miércoles, 25 de marzo de 2020

LA CUESTA DE SILVANO


Dicen que era un dios de la mitología romana, el espíritu encargado de selvas, bosques y campos y el primer responsable de delimitar un terreno con piedras en las esquinas. Vamos, que inventó la propiedad privada y por eso tiene su nombre en tan señorial avenida de la fase de desarrollo que da salida a Arturo Soria, Canillas y Hortaleza hacia el desagüe automovilístico de la M-40.
Sus casas denotan, por estilo y material de construcción, que ya no pertenecen a esas promociones de los 50 y 60 que se mantienen en pie un poco más arriba con su olor a sofrito de ajo y sus abuelas en bata de guatiné paseando perros sin pedigrí. Silvano es ya de otro estatus, los telefonillos ya tienen cámara, las ventanucas al patio son ahora terrazas que sobrevuelan piscinas y pistas de pádel y los vecinos disfrutan de las "zonas comunes" (lo que antes era: “Niño baja al patio que se ha caído un calcetín”). Consigue ese objetivo de las nuevas promociones de albergar a la clase media, que es media-alta en las casas que dan hacia el Conde de Orgaz y media-baja en las que dan hacia Vila Rosa.
Por algún motivo es calle, cuando debería ser avenida. La diferencia entre una y otra nomenclatura la marcan la anchura y la velocidad de los coches. Quizás no haya conseguido el “upgrade” por culpa de los semáforos, que están perfectamente sincronizados para joderte la mañana o la tarde, según vayas o vengas. Qué tiempos aquellos en los que mi madre y yo nos hacíamos todo Velázquez sin parar enlazando semáforos en verde o naranja. Cómo sufría el cientoveintisiete después de dos kilómetros a fondo en segunda. Qué mal conducía mi madre y qué bien nos lo pasábamos.
A mitad de calle el urbanista de turno sembró una plaza, pero le salió mustia. Esa manía de los urbanistas de pensar que los espacios se hacen solos: quito un bloque de viviendas y en medio crecerá vida. Pues no, solo hay cacas de perros, y eso que cuenta con los tres mejores abonos para que crezca vida, el kiosko, la farmacia y el estanco.
Abajo de la cuesta está la M-40, siempre atascada o a punto de atascarse, la vía del tren hacia no se sabe dónde y el recinto ferial de Ifema, auténtico pulsómetro de la ciudad. Que Madrid está en huelga, Ifema bloqueado; que los taxistas y los uberes se pegan, reyerta en Ifema; que llega la Navidad, Ifema lleno de circos; que viene Greta a España, Ifema lleno de verdes; que el terrorismo nos sacude, Ifema se llena de muerte. Son tan espaciosos esos gigantescos y fríos pabellones que rápidamente se hacen eco de lo que hierve en la ciudad.
Al otro lado de la cuesta, es decir arriba, está el Palacio de Hielo. Una de esas tretas administrativas que permitieron convertir terrenos para uso recreativo y deportivo en insulsos e impersonales centros comerciales. No precisa de descripción porque es igual que todos, con las tiendas en el piso de abajo y toda la restauración amontonada en el piso de arriba, esa orden administrativa que impide que bares y Zaras puedan juntarse y convierte la zona comercial en un triste deambular de zombies que gritan y se desmelenan cuando llegan a la planta de la cerveza.
De tanto ir a tan repudiado espacio, los chicos han aprendido a colarse al cine y yo a asomarme a la pista de hielo a ver bofetones sin tener que conectarme a Yutuv. Reconozco que ya casi no voy porque a algún cretino se le ocurrió que las tiendas de los Vips no eran rentables; ay, listillo, ahora te estarás comiendo los mocos viendo la cantidad de tortitas que vendías gracias a las revistas que nadie compraba y los libros gordos y baratos que tantos Reyes y cumpleaños han salvado.
Pues hoy me he levantado pensando, reconozco que algo obsesionado, con la cuesta de Silvano y deseando que no nos toque ni bajarla, ni sobre todo subirla, en los próximos días.

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