miércoles, 8 de abril de 2015

CREENCIAS

Un amigo que conoce bien la India nos había avisado de dos sitios que nunca debes visitar en tus viajes por aquel gigante país: las cocinas y los servicios públicos. No le hicimos caso. Para ir al baño nuestro conductor hacía lo posible por llevarnos siempre a áreas de servicio de carretera específicas para turistas, lugares anodinos y sin gracia en los que tienes que pagar por entrar a mear y donde te intentan tangar vendiéndote unos chicles a cinco euros. A pesar de que eran los retretes públicos más limpios del país, no os podéis imaginar ni os voy a deleitar con la descripción de las instalaciones de arte abstracto y performances que hemos encontrado en alguno de ellos.
En cuanto a las cocinas hemos hecho por no asomarnos a las de los hoteles, de las de los puestos de la calle tengo que decir que no solían tener el carnet de manipulador de alimentos y en la única casa que visitamos, encontramos ratas lamiendo los restos de las sartenes.
Lo que no nos dijo nuestro amigo es que lo de entrar a los templos descalzo no siempre es del todo agradable. Uno lo hace por respeto y obligación e intenta dejar en occidente todos sus prejuicios y "asquerositismos", pero aún así, no puedo negar que en el templo de las ratas, cuando hay algo de sangre por el suelo, mezclado con leche y excrementos, uno siente algo de debilidad. También pasa en otros más limpios donde, simplemente un fiel ha tenido a bien escupir su lapillo. Ayer, como despedida ya del viaje, visitamos el templo Sikhista de Dehli y tuvimos un plante familiar cuando los chicos decidieron que aquello estaba pasando de castaño oscuro. Después de ataviarnos con un pañuelo amarillo para la cabeza, nos llevaron por todo el templo justo cuando estaban empezando a limpiarlo y corría agua mugrienta por todas partes, entre chapoteo y chapoteo nos llevaron a unas inmensas cocinas donde decenas de voluntarios cocinan los alimentos que la gente dona a los dioses y que después sirven para que coman los fieles. El espectáculo era maravilloso, parecían las cavernas del demonio con fogones y grandes guisos y con todo el suelo lleno de un barrillo de aceite, harina y mierda, muy apropiado para pisar descalzo.
Todo eso sirvió para abrir un entretenido debate sobre las religiones como conclusión del viaje a la India. Diego, el más crispado con los hongos, herpes o infecciones que le amenazaban, fue el más crítico y escéptico: "El mundo no cambiará hasta que no desaparezcan todas las religiones o por lo menos tengan un papel irrelevante". Tengo que reconocer que estaba totalmente de acuerdo, pero por aquello de discutir con tu hijo, le llevé un poco la contraria pidiéndole respeto a las distintas creencias y tuvo que ser nuestro guía quien zanjase la polémica con otro contundente: "Todas son válidas en los libros, pero ninguna cumple lo que dicen los libros". El caso es que entre las noticias horribles que leíamos del islamismo más radical, las esperpénticas representaciones de la Semana Santa española que veíamos en la tele y las disparatadas y algo infantiles variantes del induismo, terminamos llegando a la conclusión de que lo que tienen en común todas esas creencias es que hace falta mucha imaginación para creerlas. A eso hay que añadir que a la gente pobre y desharrapada, la religión termina siempre siendo su gran esperanza y de ello se aprovechan los que prefieren que sigan en el agujero.
Y de esa forma llegamos al final de nuestra ruta por el Rajasthan, con sus marajás, sus templos, sus fuertes, sus desiertos, sus motos, sus tuc-tucs, sus vacas, sus monos, sus castas, sus havelis, sus pavos reales y un pequeño palacete que nos enseñaron el último día y que se llama Taj Mahal, un cacharraco por el que uno podría llegar a creer. No ha estado mal.



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