domingo, 15 de julio de 2018

DON JAPÓN

Decía el mítico Barry Sheene que su carretera preferida de todo el mundo era la que unía Tokyo con el aeropuerto de Narita, porque significaba que se estaba marchando de Japón. Cuando en los ochenta vine varias veces a este lejano punto donde sale el sol, terminé por hacer mía la cita e incluso a coger cierta manía a eso que los periodistas de entonces llamábamos con cierto racismo el país de los ojos rasgados. Siempre achaqué esa "debilidad" por lo nipón a lo profesional de mis visitas, del aeropuerto al circuito y del circuito al aeropuerto. Por eso ahora veo este viaje con otros ojos más positivos.
Aún así, la cosa no ha empezado bien. El vuelo directo de Iberia que hemos elegido para pasar rápido el trago, ha resultado ser un ensayo clínico de escuela de psiquiatría. Las compañías aéreas, aliadas con los diseñadores industriales (cuidado Dieguillo que vas por mal camino) están buscando los límites del cuerpo y la mente humana para ver hasta dónde pueden aguantar y llegar así al rendimiento máximo del negocio, ante nuestra pasiva docilidad. Los asientos se han estilizado, son finitos, apenas se pueden reclinar y tienen espacio para piernas de la talla de Aznar o Maradona, por poner algún ejemplo no demasiado ofensivo. De vez en cuando, para evitar quejidos, te echan un poco de comida; me gustaría extenderme con un trabajo de investigación sobre el origen de los ingredientes y del hijo de su madre que ha pensado que por estar hacinado en la fila 48 f te puede gustar ese chicloso y grasiento bocadillo de chope. Por si fuera poco, cuando intentas dormirte, siempre hay un bache siberiano que te hace saltar del asiento y agarrarte con fuerza a tu vecino japonés que chapurrea español y se hace llamar Manolo o te despierta el bebé de la fila de atrás o te despierta el bebé de la fila de delante o se desmaya el señor de la izquierda poniendo en marcha ese divertido protocolo de señoras corriendo por pasillos, gritando "¡Un médico, un médico!" que, a diez mil metros de altura, mola que te cagas.
Pero por fin llegas a Japón y vas a vivir esa experiencia única que llevas semanas preparando. Cientos de consultas a Guguel, decenas de blogs, conversaciones con amigos pioneros, muchísimos registros que indican que hemos llegado a uno de los países más maravillosos del mundo y del que apenas he oído cosas malas. Dicen que son encantadores, educados, limpios, eficaces y profesionales como nadie. Veremos.
El avión ha llegado con media hora de adelanto y el comandante presume. La primera en la frente, los japos no están preparados para esa informalidad y nos tienen tres cuartos de hora parados en las pistas esperando un finger. Como se agradece después de trece horas de ir descontando uno a uno los minutos para llegar. Para congelar las glándulas sudoríparas del pasaje, la temperatura se mantiene como ha sido durante toda nuestra travesía siberiana y cuando ya por fin abren la puerta de desembarco, el susto es tal que lo primero que haces es darte la vuelta e intentar volver a tú cómoda butaca en el siniestro aparato, pero tus malolientes compis de viaje te arrastran en su carrera por hacer la pole en el control de pasaportes.
Primera conclusión del viaje, sacada en el primer minuto de estancia: No se os ocurra venir a Japón en verano. ¡No! Definitivamente ¡No! El calor es asfixiante, inhumano, hay 33º ahí fuera, pero la bofetada es demoledora. Para que podáis imaginarlo, es como cuando vas por Preciados el diez de agosto y pasas por delante de la tobera de aire del Zara o encima de la rejilla del metro y sientes que tus días se acaban... Pues así, pero todo el tiempo. La humedad es pegajosa e insufrible, las camisas no tardan ni dos minutos en estar chorreando; uno solo puede avanzar por las calles entrando y saliendo de todas y cada una de las tiendas para refugiarse en territorio Fujitsu (menos mal que de eso sí que saben estos tipos). Por si fuera poco, las calles están atiborradas de hombrecillos y niñas disfrazadas, que andan deprisa por el lado equivocado de la acera, te chocas con ellos todo el rato y como es normal, todos van pringosos porque sus glándulas sudoríparas no están congeladas. Ahora entiendo el antifaz bucal de cirujano que se ponen para cruzar las calles a toda hostia.
La segunda conclusión del viaje, sacada así en caliente (vaya jueguecito de palabras malo), es que el primer día nunca lo debes meter en programación, porque cuando llegas a un país tan lejano y diferente, con el agotamiento que implican veinticuatro horas sin dormir y con las mencionadas penurias provocadas por la ola de calor y la pastosa humedad, digamos que tu punto de vista no es el más optimista del mundo y esa llegada mágica que habías preparado desembarcando toda la familia en el mítico cruce de Shibuya, pasa a ser una tortuosa y sufrida procesión de sonámbulos empapados arrastrando maletones en un desquiciante eslalon para cruzar la calle sin ser arrollados por uno de esos coches que conducen por el lado equivocado o por uno de esos seres que simplemente huyen de los millones, sí millones, de personas que llevan detrás. Al final conseguimos alcanzar el primero de los objetivos del viaje, llegar toda la familia unida y sin importantes rencillas ni rencores hasta un Airbnb tan cutre como aparentaba en las fotos, pero con ducha, aire acondicionado y wifi, ¡Suficiente!
Tras un breve descanso y evitando poner el cuerpo en posición horizontal para no ser arrastrados por el peligroso jetlag, salimos a deambular cuan zombies por la ciudad, vemos sudando un templo (los que sudamos somos nosotros, que no el templo), arrastramos los pies por la calle comercial más glamourosa y nos refugiamos en un bar bien aclimatado para tomar un refrigerio; nos sirven directamente del tetrabrik un auténtico Don Simón, de la mismísima Murcia, y nos vamos a dormir, que el cuerpo humano no está preparado para tanto sobresalto... ¡¡¡El viaje promete!!!

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