lunes, 23 de julio de 2018

EL PARAÍSO DEL HORTERA

Nos hubiera gustado escribiros más sobre esta experiencia, pero de verdad que el calor nos lo está poniendo difícil y cuando conseguimos refugiarnos, solo tenemos tiempo para hidratarnos, ducharnos y pegarnos al aparato del aire acondicionado, con pocas ganas de darle a las teclas del Mac, que además tiene cierta tendencia al sobrecalentamiento. Ya os contamos que la sensación térmica es similar a la de caerte en un volcán y eso te obliga a parar en cada esquina a sacar una botella de agua de una máquina de vending, a llevar siempre un trapo o una toalla en la mano y a dar por hecho que el sobaco y la huevera los llevas empapados como el mismísimo Camacho.
Es tan molesto el tema que cada vez que llegamos a un templo, los chicos se lanzan como posesos a la pila del agua sagrada a lavarse, meter la cabeza y evitar el golpe de calor. Hoy, paseando por el Camino del filósofo de Kyoto hemos encontrado una cascada en medio de la montaña y nos hemos metido todos en ropa interior. Pero lo más lamentable fue nuestra experiencia en Osaka. Después de visitar el castillo y otros barrios arrastrando los pies por el asfalto hirviendo, decidimos remojarnos en un parque acuático, el Spa World, una experiencia que no olvidaremos. Un edificio de ocho plantas repleto de saunas, spas, piscinas y hasta un acuopolis para el disfrute de los japos y de cinco turistas europeos despistados.
Estos tipos son muy raros y el parque acuático está cubierto y con el agua caliente. Al entrar pagas el acceso y te ponen una pulsera magnética para apuntar todos los gastos que vas haciendo. A partir de entonces pasas a ser un "pelele" alienado en manos del capitalismo oriental, que es más agresivo aún que el occidental. Pagas por dejar las zapatillas en una taquilla, pagas por dejar la ropa en otra taquilla. Después te persigue un viejo en polla exigiéndote que te desnudes. Los chicos corrían despavoridos por los pasillos hasta alcanzar el ascensor y subir al octavo piso donde estaban los toboganes y piscinas atiborrados de teenagers japoneses. Y nueva sorpresa, cada atracción es de pago, los tubos, los flotadores, todo menos un río de agua tibia que da vueltas muy despacio meciéndote entre melosos quinceañeros japoneses que restriegan la cebolleta a sus novietas, para tu repudio. Creéis que exagero, pero no, el agua tiene una película grasienta en superficie y si buceas alcanzas a ver espermatozoides persiguiendo óvulos. Este tipo de parques suele ser un paraíso del hortera, pero en este caso los límites se superan con creces, los pasillos están llenos de puestos de todo tipo de cocina fusión Japón-americana, en la terraza exterior a 38º y sin una sombra hay dos jacuzis con agua hirviendo y siempre tienes al lado algún niñato empalmado toqueteando a su joven geisha bajo el agua. Todos ellos llevan el móvil metido en una funda colgando del cuello o de alguna otra extremidad, no sea que entre un WhatsApp o un amigo cuelgue algo en Instagram y no puedan darle un 私はそれが好きです mientras bucean en busca de las partes más resbaladizas de su pareja. Los pasillos sí que están resbaladizos por el agua, las patatas con ketchup y algún que otro flujo
desconocido, pero lo pisas todo encantado con tal de no estar en la calle friéndote como tempura. Las máquinas no paran de vomitar botellas, latas y helados porque los chavales necesitan refrescar sus ímpetus y porque eso de la pulsera magnética te crea una placentera sensación de gratuidad.
Al final, cansados de estafas y de jovencitos morreando decidimos salir de este infierno para volver al infierno. Pagamos el facturón de la pulserita y salimos echando pestes de semejante horterada.
Quizás hubierais preferido que os hablara de los enternecedores cervatillos del parque de Nara, del fastuoso castillo de Himeji, de la magia de los santuarios y templos de Kyoto, del sobrecogedor cementerio de Koyasan, pero para eso hay muchas guías.

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