miércoles, 25 de julio de 2018

EMPIEZO A TENER MIEDO

Este maldito país es un buen lugar para el miedo y reconozco que empiezo a tener conatos. Los  síntomas iniciales llegaron cuando me topé con el primer cementerio sobre una colina, pero después los síntomas confirmaron la dolencia cuando nos adentramos en la villa santuario de Koyasan, con sus más de 200.000 tumbas, con los monjes marcando el paso por las calles, con la magia de las campanas o como se llamen y el tétrico, misterioso ritual de las esfinges de piedra vestidas con gorros de lana y baberos rojos (por no hablar de las gigantescas y amenazantes esculturas de los dioses en posición desafiante y agresiva a la entrada de los templos).
La siguiente sensación de intranquilidad llegó en los callejones de Osaka porque no existe escenario más lúgubre y underground para ser asesinado por algún ninja de esos malísimos que tanto juego han dado en la cinematografía de este país.
También sentimos que íbamos a morir aplastados cuando nos enfrentamos al primer cruce de pasillos de metro en hora punta y comprobamos que lo visto en tantos documentales sobre Japón, no solo no está exagerado, sino que se queda corto. Nunca se te ocurra nadar contra corriente ni intentar cruzar en plena ola, solo puedes dejarte llevar por la marea y subirte al tren que ellos decidan. Supongo que cada día mueren centenares de niños y viejas aplastados por la multitud, pero las autoridades omiten la información. Además, todos esos autómatas que corren de transbordo en transbordo, luego llegan al vagón y se transforman peligrosamente, se agarran con fuerza la móvil y juegan de forma compulsiva a espantosos juegos de samurais cortando cabezas; todos a la vez, sin importar su edad, género o raza (bueno esa aquí es igual para todos).
El pánico suele llegar cuando cometes el error de salirte de lo establecido. Este país funciona muy bien porque todo está muy bien programado, pero al igual que les pasa a los alemanes, no les pidas demasiada improvisación. Por eso nos gritan y dan saltitos cuando cruzamos las calles con el semáforos en rojo, pasamos con la bicicleta por la zona peatonal o cometes graves irregularidades como la que casi me lleva a prisión: confundir el billete infantil de mi hijo Lucio y mostrárselo al revisor como si fuera mío.
Hay dos oficios que también me generan cierta inquietud, los conserjes de los hoteles y los taxistas (aquí se llaman yens) y con ambos hemos tenido algún tenso episodio, pero no lo tengo en cuenta porque esto es habitual en cualquier lugar del mundo. Lo único que nos ha quedado claro es que aquí, cuando dicen no, es no.
Ya veis que hay miedos para dar y tomar cuando se viaja y aquí pensé que podría surgir también el de los terremotos, pero la verdad es que como en San Francisco, nunca hemos sentido ningún temor. Tan solo lo pienso cuando miro los postes de la luz y veo los gigantescos alternadores y aparatos metálicos que hay flotando por encima de nuestras cabezas. Entiendo que la muerte más común en un movimiento de tierras no es por que te devore una falla o te arrastre un tsunami, sino porque te caiga un obsoleto cacharro electrificado de varias toneladas.
Y ya puestos a hablar de electricidad, también estoy un poco susceptible con la muerte electrocutado en el cuarto de baño. Todas las duchas tienen algún artilugio eléctrico para regular la temperatura y la mayoría de los retretes tienen tapa eléctrica autocalentable, lo cual, además de dar un asco horrible, te hace sentirte en el corredor de la muerte con el mono naranja remangado en los tobillos.
Tampoco anda mal de canguelos esta siniestra recepción del Ryokan de las montañas donde estamos pasando la noche, bajo la atenta mirada de un pequeño "jorobado de Notre Dame" que de vez en cuando se asoma recriminándome con la mirada que siga aquí chupándole el wifi.
Estos tipos son raros y contradictorios, ya os lo he dicho, pero no mucho más que sus visitantes y su extraña manía de tumbarse en cualquier superficie o de estar hasta las tantas escribiendo chorradas en el ordenador.
Si queréis que siga con miedos os tendría que hablar del valiente episodio que hemos empezado hoy, alquilando un coche para conducir cientos de kilómetros por carreteras estrechas de montaña, conduciendo por la izquierda, con el volante a la derecha, todos los carteles en el "chino" de aquí y una tía diciéndome todo el tiempo que me equivocado. Y esta vez no es Montse, sino el puto navegador que está programado en Japonés y no sabemos cambiarlo.

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