jueves, 22 de noviembre de 2012

HABLA DEL SILENCIO

El otro día comí con un vino llamado "Habla del silencio" y como yo soy un tipo muy obediente, aquí estoy. El vino en cuestión es extremeño e interesante, tanto como su nombre. Comí con él y con unos amigos, pero no es la cuestión. La cuestión es el silencio y de él vamos a hablar, aunque lo más oportuno sería callar.
El silencio es uno de los bienes más preciados que tenemos. Realmente es valioso porque escasea; es la ley de la oferta y la demanda. Si le pusiéramos precio, como sugería el otro día, sería uno de los elementos más caros de toda la naturaleza. Cada vez que alguien necesita tomar una decisión importante, corre a reunirse con él; cuando te describen un paisaje idílico, siempre está en silencio; si visitas un museo, no podrás ni toser para no romper tanta armonía.
Pero eso es lo que tú quisieras que ocurriera, porque la realidad es bien distinta y esa placentera tranquilidad que genera la ausencia de ruido está permanentemente rota por una motosierra, un niño que llora, un coche pitando, un borracho dando la nota o un helicóptero siguiendo manifestantes. Qué poco respeto tenemos por el silencio, cómo lo maltratamos, creo que hasta le tenemos miedo. Los restaurantes tienen esa estúpida costumbre de poner siempre música de fondo para evitar el gélido sonido de los cubiertos; en la ópera los espectadores tosen y carraspean en los silencios, sin entender que es parte importante de la música; incluso en las reuniones familiares o de amigos, un silencio de más de dos segundos crea una enorme tensión, una sensación de vergüenza compartida, siempre rota por un inoportuno que dice lo de "ha pasado un ángel".
Tengo unos amigos que llevan años sufriendo el maltrato físico y psíquico provocado por un garito bajo su casa, que apenas les deja dormir. Algo similar a lo ocurrido en Huesca, donde una sentencia se ha puesto del lado de los silenciosos.
Aunque Rajoy hable de la mayoría silenciosa, la verdad es que estamos en un país donde el ruido es parte de nuestra identidad y donde el que quiera un poco de silencio lo tiene que buscar de forma artificial, poniéndose unos auriculares de obra o encerrándose en el cuarto de baño. Obviamente no envidio a los sordos, pero muchas veces pienso lo que cambiarían las cosas sin sonido: las películas de terror no darían miedo, los árbitros no serían tan caseros, el GPS no te perdería, el microondas no despertaría a toda la familia y no habría que toser cuando entras al servicio.
Quizás escribo esto porque en casa, con tanta tropa, no es fácil conseguirlo, pero en este momento se acaban de dormir todos y se ha quedado todo en silencio. Me callo, voy a escucharlo.


1 comentario:

  1. Más que el silencio, echo de menos las conversaciones sosegadas en las que no se grita ni interrumpe; en las que no hay 10 personas hablando simultáneamente y cada uno tiene algo importante que decir en un tono más alto que los demás porque su argumentación o anécdota es mejor.

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